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El joven tomó un trozo de papel del escritorio y un lápiz y se puso a escribir con furia.

– Dele esto -me indicó, entregándome el papel.

Leí la dirección. Era la casa familiar en la zona sur de la ciudad.

– De acuerdo -accedí. Mentía.

El muchacho se sentó de nuevo, más sereno.

– Sólo cinco minutos -dijo. Clavó los ojos en mí-. Dígame por qué. Usted habló con ese tipo. Dígame por qué.

Sacudí la cabeza.

– Está loco. Los locos cometen locuras. ¿Qué puedo decirte? Me encogí de hombros de manera exagerada, consciente de que mentía otra vez.

– Me da igual que sea un enfermo -aseveró el joven-. Quiero verlo muerto. Del mismo modo que él mató a mi hermana.

– No me extraña…

Se secó los ojos y, durante largo rato, se los frotó con las manos.

– No me parece justo. ¿Cómo pudo Dios hacer esto? Ella nunca hizo daño a nadie en su vida. Incluso participó en una manifestación por la paz cuando tenía diez años. ¿Puede creer eso? Desfilaba, corriendo para no quedarse atrás, gritando: «¡Queremos paz! ¡No a la guerra!», con su vocecita de niña. Volvió a casa con lágrimas en los ojos porque los policías eran tan malvados. ¿Puede creer eso? Malvados, ésa es la palabra que empleó. Y lo eran; eso es exactamente lo que eran. Ella no tenía miedo de nada. Apuesto a que ni siquiera tuvo miedo cuando llegó su hora.

– Seguramente tienes razón.

El joven echó un vistazo alrededor.

– Estoy haciéndole perder el tiempo -dijo-. Supongo que está trabajando en otro artículo, ¿verdad?

– Sí -respondí-, sobre la reacción de la gente. Saldrá en el periódico de mañana.

– Bien -murmuró poniéndose de pie-, cuando ese cabrón llame, dígale que Jerry Hookes quiere vérselas con él. Plantéeselo como un desafío de verdad: dígale que lo espero. -Cerró el puño y lo agitó en el aire-. Lo mataré con mis propias manos.

– Se lo diré -aseguré.

«Quizá sí -pensé-, quizá no.»

– Está bien -dijo y, dirigiéndose al guardia de seguridad, añadió-: Discúlpeme.

El guardia asintió, impasible.

– Perdóneme -se disculpó el joven, volviéndose hacia mí-. Por haberlo molestado así. Creo que todo esto me ha trastocado un poco. -Me tendió la mano Y se la estreché-. No lo culpo -agregó.

Luego se marchó, acompañado por el guardia. Nolan se acercó.

– Un momento intenso -comentó.

Me mostré de acuerdo con él.

– Escríbelo. Palabra por palabra. Que sea el núcleo del artículo sobre las reacciones.

Asentí.

– Muy bien.

– Es un material estupendo -prosiguió Nolan-. Diablos, ese pobre chico debe de estar realmente alterado con todo esto. Pobre diablo. -Me miró con fijeza-. Descríbelo todo: su expresión, el ansia con que escribió esa dirección. No te dejes un detalle. Fenomenal.

Regresé a mi escritorio, pero antes de comenzar a escribir repasé en mi mente una y otra vez las palabras finales del joven. Resonaban en mis oídos, acusadoras. Sacudí la cabeza con fuerza, como para desecharlas, y procedí a reconstruir toda la conversación. Menos las últimas palabras.

Cuando llegué a casa, Christine me esperaba. El cielo había adquirido un intenso color púrpura violáceo. Las últimas luces del día iluminaban los gigantescos cúmulos que flotaban sobre los Everglades, al oeste.

– Te he visto en la tele -dijo-. En las noticias locales. Cronkite, Brinkley y Chancellor también te han mencionado. Tu padre también te ha visto. Ha llamado hace unos minutos. -Me echó los brazos al cuello-. No sé muy bien si debo estar orgullosa o asustada. Creo que me siento un poco de las dos maneras.

Fui a la cocina y abrí una botella de cerveza. Christine se sirvió una copa de vino y nos sentamos a conversar. A ella le agradaba pasarse los dedos por el cabello, levantando los mechones y echándoselos hacia atrás, como para apartárselos de las orejas. La cerveza estaba fría y yo sentía como si se extendiese por todo mi cuerpo; refrescante. Me aflojé la corbata, me recosté y levanté mi vaso.

– Por ti -dije.

Christine chocó su copa con mi vaso.

– Y bien -dije-, ¿cómo te ha ido el día?

– Ha sido un día común y corriente. Nos han traído un chico. No, un chico no; un muchacho en esa edad difícil en que la voz no es aguda ni grave. Recordarás la época en que, en cuanto te enamoras, te sale un grano en medio de la frente.

Sonrió y me reí.

– ¿Y?

– Bueno, ha sido alegre y triste al mismo tiempo. A veces me preocupa que me afecten demasiado los casos de los pacientes que ingresan en el pabellón. ¿Sabes?, el director me ha preguntado si yo estaría dispuesta a trasladarme a la sala de terminales. Lo único que ellos tienen es esperanza. A veces, ni siquiera eso. Le he contestado que no. Al menos en mi pabellón la gente tiene posibilidades de recuperarse. Escasas, pero son posibilidades al fin y al cabo.

– ¿Y el muchacho?

– Tenía un tumor muy grande en el tobillo. No sabremos lo grave que es hasta que lo abran. Es decir, las radiografías te muestran que está allí y te dan una idea del tamaño y todo eso, pero la gravedad sólo se aprecia cuando se examina el tumor al descubierto bajo las luces del quirófano. Los tumores tienen una fealdad, una malevolencia propia.

»El caso es que trajeron al muchacho… Lo que nunca deja de sorprenderme de los chicos de esa edad es que se comportan como si fuesen inmortales. Uno puede darles la peor noticia del mundo, decirles que les quedan días, horas, minutos de vida, y ellos siguen pensando que tienen toda la eternidad por delante. Demuestran una confianza increíble en su propio cuerpo. Son demasiado jóvenes para saber que el organismo puede ser muy traicionero.

»El muchacho pasó la noche correteando por todo el pabellón. La enfermera nocturna me ha contado que, incluso sedado, se pasó casi toda la noche despierto y hablando. Ella le hizo compañía durante un par de horas. Le interesaba el béisbol, según me ha dicho ella; él quería hablar de los Yankees y los Red Sox. Ojalá hubieras estado allí. Podrías haberle dado conversación.

»Bueno, por la mañana ya estaba preparado. La enfermera de turno lo ha llevado al quirófano en silla de ruedas. Él se ha quedado mirando al médico y le ha dicho: "Confío en usted, pero no se emocione demasiado." Entonces se ha echado a reír y todos nos hemos reído con él. Yo estaba de pie detrás de su cabeza para evitar que se pusiera nervioso, pero el chico estaba más tranquilo que yo. Se ha dormido enseguida, en cuanto le ha hecho efecto el pentotal. Recuerdo que en el momento en que le extirparon una sección del tumor para realizar la biopsia, he rezado por que el resultado fuese negativo.

»Este trabajo me está convirtiendo en una fanática religiosa. Continuamente mantengo conversaciones en mi mente, y pienso cosas como: "Oye, Dios, éste es un buen chico. Dale una oportunidad, ¿vale?" Sea como fuere, esta vez ha funcionado: el tumor era benigno. El patólogo ha vuelto al quirófano con una sonrisa de oreja a oreja, y todos hemos sonreído al conocer el resultado. Es gracioso ver sonreír a los médicos detrás de la mascarilla; sólo se intuye la forma de la sonrisa.

»Pero la mala noticia es que, para extirparlo todo, hemos tenido que fracturarle la pierna. El cirujano se ha esforzado durante una hora por extirparlo antes de recurrir a eso. Maldecía y se quejaba; él tiene un hijo de la misma edad.

»Al chico le ha costado mucho comprenderlo. Al despertar parecía muy decepcionado; no hablaba más que de su equipo de la liga juvenil y de que se iba a perder la temporada. Estaba confundido porque no acababa de entender por qué todos estábamos tan contentos. Lo estábamos porque el tumor era benigno y él no había perdido toda la maldita pierna. Lo único que entendía era que tenía una pierna rota, y ni siquiera podía jactarse de habérsela roto robando una base o completando una carrera.

Christine apuró la copa y volvió a llenarla. Me miró desde el otro extremo de la habitación.