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– Nolan, el asesino me ha llamado.

Lo dije tan exaltado y tan atropelladamente que otros periodistas y redactores alzaron la mirada hacia mí. Yo sonreía, balanceando los brazos adelante y atrás, como si el movimiento me ayudase a hablar más deprisa.

– Volverá a llamar en unos minutos. Tengo que conseguir una grabadora, una de esas que se pueden conectar al teléfono. Tengo que grabar lo que diga ese tipo sin que él se entere.

Observé que la expresión de Nolan pasaba de la sorpresa al entusiasmo. Luego sonrió.

– ¿Estás seguro de que es el asesino?

– Sí -respondí.

Le dije que se lo explicaría más tarde; el plazo estaba a punto de vencer. Nolan asintió y segundos después nos hallábamos en la biblioteca, abriendo un armario para sacar una grabadora. Regresamos rápidamente a la redacción mientras yo preparaba el aparato. Lo conecté al teléfono mientras intentaba responder a las preguntas de Nolan. Quería asegurarse de que quien me había llamado era realmente el asesino. Le hablé de la primera conversación y le mostré las notas que había garrapateado. Las estudió con atención y luego arqueó las cejas y manifestó su curiosidad por saber qué tenía la chica en el bolsillo trasero derecho. Le conté lo que había dicho el asesino y luego le referí la conversación que había mantenido con los dos detectives. Yo consultaba continuamente el reloj, nervioso, esperando que el minutero llegase a la marca de los treinta minutos. Oí que Nolan murmuraba más para sí mismo que para mí «Número uno», sacudiendo la cabeza.

El minutero llegó a la marca.

El segundero pasó por ella. Diez segundos. Veinte segundos.

El teléfono sonó.

Miré a Nolan, que asintió. Pulsé la tecla del grabador y levanté el auricular.

– Anderson -contesté con suavidad.

– Hola -dijo el asesino-. Supongo que temía que no volviese a llamar.

– No las tenía todas conmigo -admití.

Se rió.

– He aprendido que la certeza es algo que poca gente tiene en el mundo.

Se produjo un instante de vacilación.

– ¿Ha hablado usted con la policía? -preguntó.

– Sí. El bolsillo trasero derecho.

– ¿Y bien?

– ¿Por qué no me dice usted lo que me han respondido?

– ¡Ah! Cautela -dijo. Volví a oír aquella risita impersonal. Me pareció horrible-. Está bien -prosiguió-. No lo culpo por querer estar seguro. Lo que la policía encontró en el bolsillo trasero derecho de los pantalones de la señorita fue una hoja de papel blanco plegada. Papel de notas, común y corriente. En ella había dos palabras escritas. Las palabras eran «Número uno», ¿correcto?

– Eso es lo que me han dicho -confirmé.

– ¿Está convencido ahora?

– Sí.

– Bien. Ahora podemos continuar.

– ¿Qué es lo que quiere? -pregunté.

Él debió de contener el aliento, porque momentos después soltó bruscamente el aire. Otra vez parecía estar poniendo en orden sus pensamientos. Me volví hacia Nolan, que tenía la vista fija en la grabadora y recordé que él no podía oír al asesino.

– Le necesito a usted -aseveró-. Necesito al periódico.

– No le sigo -dije.

– La gente tiene que entender.

– ¿Entender qué?

– Por qué hubo un número uno. Por qué habrá un número dos. Por qué habrá un número tres. Cuatro. Cinco. Seis. Podrá contarlos usted mismo.

Tomé un trozo de papel y escribí: «Habla de más asesinatos.» Le pasé la hoja a Nolan, que la miró por un instante. Luego tomó el lápiz, escribió «¿Por qué?» y lo subrayó tres veces.

– Dígame por qué -pedí.

Hizo otra pausa para meditar y, un momento después, comenzó a hablar en tono bajo y sereno.

– Cuando era niño, vivíamos en Ohio, en una zona rural de tonalidades verdes y marrones. Aún recuerdo los campos en primavera, hectáreas y hectáreas de tierra parda llena de surcos abiertos por los arados de los que tiraban los tractores. A veces, camino de regreso de la escuela, me detenía a observar a los granjeros montados en las máquinas, conduciéndolas en interminables líneas rectas por los campos, volviendo de vez en cuando la mirada atrás, como si quisieran leer el futuro en las huellas que dejaban.

»Era una época repleta de sensaciones, la de la siembra. Los árboles se cubrían de hojas, y el gris y el negro del invierno se desvanecían bajo el verdor. Los días eran templados, y yo contemplaba a los agricultores, esperando a que terminaran. Recuerdo el estruendo distante de las máquinas que cruzaban los campos de un lado a otro durante todo el día.

»Vivíamos en una casa pequeña, contigua a una enorme granja. El autobús escolar me dejaba a más de un kilómetro, y tenía que hacer el resto del camino a pie.

»En casa sólo éramos tres: mi madre, mi padre y yo. Él era maestro y trabajaba en la escuela a la que yo asistía, pero enseñaba a niños mayores que yo. Sólo había dos dormitorios en la casa y recuerdo que, por las noches, oía correr el agua del baño e intentaba imaginar si sería mi madre o mi padre quien se había levantado a orinar. Él me pegaba casi siempre, a veces con razón, a veces sin ella. Era un hombre pequeño, fuerte, musculoso. No tenía aspecto de maestro, sino más bien de peón de granja. Por las noches se sentaba a leer junto a la lámpara de la sala. Casi siempre leía grandes obras: Tólstoi, Dostoievski, Dickens, Melville. De cuando en cuando, se detenía y leía algún pasaje en voz alta.

»Entonces me miraba fijamente y me hacía repetir las palabras que había oído, para poner a prueba mi memoria. Cuando me castigaba, lo hacía en la cocina. Tenía una vara, una vieja palmeta que guardaba de la época en que estaba permitido su uso en el distrito escolar. Mi madre se mantenía a un lado, a menudo removiendo la cena lentamente, observando, sin abrir la boca. Él me obligaba a confesar mi falta: regresar tarde, irme por ahí con amigos con los que él me prohibía juntarme, alguna travesura, lo que fuese; lo que hacen los niños pequeños.

»Siempre me avisaba cuántas veces me golpearía. Llegué a conocer bien mi tolerancia, de modo que podía calibrar si valía o no la pena exponerme a un castigo por una travesura determinada. Siempre me propinaba los golpes con la misma fuerza; ninguno dolía más que el otro. A medida que me los daba, me hacía contarlos en voz alta. Era un hombre muy estricto. Aún hoy, emplea siempre un tono de desaprobación al hablar. Mientras me pegaba, yo miraba por la ventana de la cocina. Recuerdo que alcanzaba a ver un árbol y, entre sus ramas, el cielo. El dolor me resultaba más llevadero en esas ocasiones en que dejaba que mi imaginación se evadiese hacia el cielo azul, gris, negro o del color que fuese.

»Los castigos se endurecieron el verano en que cumplí trece años. Aumentó el número de palmetazos contra mi espalda, y el tono de mi padre se volvió más severo. Ese verano crecí mucho, demasiado para él. De pronto, era más alto y más corpulento, y mi voz se volvió profunda como la de él. Una vez levantó la vara y nuestras miradas se encontraron. Le dije "Basta"; él dejó la palmeta y asintió. Creo que ésa fue la primera vez que me tuvo miedo. Entonces miré a mi madre. Ella sonrió y dijo "Bien" con su voz débil.

»Esa noche, en la cama, esperaba oír correr el agua del baño, pero eso no sucedió. Me sumí en un sueño inquieto hasta momentos antes del amanecer, cuando desperté sobresaltado por una pesadilla. No la he olvidado: en ella mi padre me castigaba con la vara y, con cada golpe, crecía y se hacía más fuerte y más duro. En el sueño, me invadía un terror implacable que me impedía respirar; sentía que los varazos me dejaban sin aire en los pulmones y que me ahogaba mientras mi madre observaba con expresión benigna.

»Esa tarde me entretuve al volver de la escuela en casa de un amigo y llegué tarde para la cena. Mi padre me gritó y me insultó y protestó, pero no volvió a empuñar la vara. Recuerdo que tuve una sensación de pérdida, como si contara con recibir mi castigo y, curiosamente, lamenté el haberme librado de los golpes. En los días siguientes intenté algunas cosas más, maniobras simples que normalmente habrían provocado la reacción de él.