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Medité por un instante.

– Tal vez sea lo mejor -dije. Miré a Porter, pero estaba ocupado bebiendo cerveza-. Sé que esto ha causado un gran revuelo, pero, por otro lado, eso sucede con casi todos los crímenes, especialmente cuando nos tocan de cerca. Es probable que éste sea uno de esos casos destinados al olvido, a menos que se practique una detención.

– Supongo que tienes razón -suspiró Nolan-. No me atrae la idea de enterrar el asunto tan rápidamente.

¿Por qué no intentas hablar mañana con algunos médicos, para ver si podemos trazar una especie de perfil psicológico del asesino?

– No lo sé. Los policías no parecen muy interesados en el aspecto psicológico. ¿Sabes? Esa familia debe de estar en muy buena posición. Tal vez haya sido un secuestro frustrado.

– No lo creo -repuso Porter-. Podría equivocarme, pero creo que no tiene mucho sentido. Si ése fuera el caso, habría sido más fácil para los secuestradores arrojar su cadáver a algún pantano de los Everglades; habrían pasado semanas antes de que lo hallaran. Tal vez nunca habría aparecido, habrían clasificado el caso como el de otra adolescente fugada. Fugada, pero no olvidada. Y es probable que los asesinos le pidieran un rescate a la familia, que no estaría al corriente de su muerte. No tendrían nada que perder.

– No está mal tu teoría -opinó Nolan-. Volvamos al aspecto psicológico. Eso mantendrá la historia en el periódico otro día, aunque no en primera plana. -Dirigiéndose a mí, agregó-: Trata de sonsacar información a Martínez y a Wilson. Yo conozco a esos tipos. Seguro que ocultan algo.

Porter se puso de pie para traer tres cervezas más. Lo seguí con la vista mientras se alejaba en la penumbra entre el rumor de la gente que bebía y el tintineo de la caja registradora. Oí una risa procedente de algún rincón del bar.

– ¿Cómo van tus cosas? -preguntó Nolan.

– Bien -respondí-. Ah, Christine te manda saludos.

– Salúdala de mi parte. Me refería al funeral, tu familia, todo eso…

Nolan estaba inclinado sobre la mesa con los ojos fijos en los míos, como si pudiera leer en ellos.

– Gracias por tu interés -respondí-, pero en realidad no hay nada que decir.

– Está bien. Lo olvidaré. Sólo quería estar seguro. Cuando regresaste parecías afectado, y no esperaba verte de vuelta tan pronto.

– He dado con una buena historia, ¿no es así?

– Es verdad, una buena historia. Eso ayuda mucho a recuperarse de los males y los golpes de la vida. -Rió-. Hay muchas cosas que una buena historia puede curar.

– Muchos dolores -dije, levantando mi vaso.

Porter había regresado y se acomodaba en su asiento.

– Por los dolores -brindó.

– Por todos los males del mundo que nos mantienen ocupados -dije.

– Por la buena historia -agregó Nolan. Entonces, todos bebimos entre carcajadas.

Esa noche, en la cama, Christine dijo:

– Se me olvidaba: ha llamado tu padre. Ha dicho que intentaría hablar contigo mañana. Le he advertido que estás trabajando en una noticia importante, pero lo intentará de todas maneras.

Estábamos desnudos en la oscuridad. Yo había abierto las ventanas y oía el zumbido de los insectos nocturnos y, a lo lejos, el ulular lastimero de una sirena: sonaba muy distante, ajena a la noche inmediata que nos cubría. Christine se había destapado y, a la tenue luz de la luna, yo entreveía sus senos y su vello pubiano. Me acerqué y la acaricié. Ella se volvió hacia mí.

– Nunca sé qué decirle cuando llama -me confesó-. Parece bastante agradable, pero me intimida.

Mientras hablaba, sentí su mano sobre mi hombro y su aliento en mi rostro.

– Son sólo sus maneras de abogado -aseguré-. A veces pienso que nació ya adulto de la frente de su padre, como Atenea, recitando sentencias y dictámenes legales, precedentes y agravios, la esencia de su vida. -Oí la risa de Christine-. Desde que recuerdo, siempre ha sido abogado, siempre ha hablado como tal, actuado como tal. Así es en casa. Está la Ley, y luego la ley. Él las define a ambas.

Me vino a la mente la imagen de mi padre, alto, robusto, trabajando en su estudio los domingos, ante tacos de papeles amarillos llenos de notas garabateadas, libros abiertos dispersos en torno a él como cadáveres en un campo de batalla. Podía imaginado así, inalterable a lo largo de los años, ante mis ojos de niño, de adolescente y, finalmente, de adulto.

– ¿Por qué no estudiaste derecho? -preguntó Christine.

– Se daba por sentado que eso era para el mayor. Le ha ido muy bien.

– ¿Qué quería tu padre que estudiaras?

– Nada.

– No te entiendo.

– Para él sólo existen las leyes -contesté-. Aparte de eso, no hay nada. No fui yo quien estudió derecho, sino mi hermano, de modo que no me quedaban carreras importantes que elegir. Bueno, no quiero decir que él no respete mucho la profesión de periodista. Sólo que no es lo mismo que la abogacía.

– Debe de ser triste para ti.

Christine me daba masaje en los hombros. Me volví hacia ella.

– Es algo que ya no me afecta -mentí.

Entonces me atrajo hacia sí, acariciándome la espalda, arañándome ligeramente. Solté un quejido y ella dijo:

– ¿Ves cuánto sabemos las enfermeras acerca del cuerpo?

Christine se fue por la mañana. Había recibido una llamada muy temprano, según escribió en el espejo del baño con carmín. Yo me lo tomé con calma: preparé café, tostadas y tocino, y leí el periódico. La noche anterior, los Red Sox habían derrotado a los Yankees. Luis Tiant había jugado como lanzador durante todo el juego, torciéndose, girando y levantando la pierna con su estilo inimitable, para lanzar finalmente hacia la base del bateador pelotas rápidas con efecto.

Pensé en lo mucho que me gustaba observar a los lanzadores, porque eran ellos quienes marcaban el ritmo del partido.

En la oficina, sobre mi máquina de escribir, me habían dejado el mensaje de que el forense había intentado comunicarse conmigo y que mi padre había telefoneado. Me olvidé de ambos por el momento y descolgué el auricular para llamar al psiquiatra. Era una eminencia, procedente de Nueva York, que trabajaba durante buena parte de su tiempo en los tribunales penales. Había colaborado conmigo en otros artículos como experto, así que pensé que le gustaría que le pidiese su opinión sobre este crimen. Sin embargo, estaba con un paciente, de modo que le dejé un mensaje. Luego me dispuse a leer el Post antes de entregarme a la rutina diaria de hacer llamadas y recabar información.

Advertí que ya habían trasladado la historia a una a página interior y que aportaban poca información nueva. Después de su derrota inicial, daba la impresión de que habían arrojado la toalla. Mejor así, pensé.

Mientras leía, sonó el teléfono en mi escritorio. Recuerdo que no contesté de inmediato, como lo hacía siempre. Supongo que pensé que sería mi padre. En cambio, consulté el reloj y vi que eran las diez de la mañana. Luego, mis ojos se fijaron en el mapa del huracán, al fondo de la habitación. Reparé en que la tormenta había desviado su curso -ahora se dirigía a América Central y contemplé por unos segundos la fotografía del árbol doblado por el viento. Al fin, levanté el auricular.

– Anderson, del Journal.

– Hola -dijo una voz-. Sólo quería que supiera que he estado leyendo sus artículos sobre el asesinato. Me gustan mucho.

– Gracias -respondí.

Mi interlocutor tenía una voz juvenil y hablaba pausadamente. Me formé la imagen mental de alguien de menos de treinta años, que rondaba mi propia edad.

– Quiero decir -prosiguió- que me parecen muy precisos. Y descriptivos.

– Bueno, gracias otra vez -dije. Ya era tiempo de cortar-. Oiga, le agradezco su llamada, pero en este momento estoy un poco ocupado…

El hombre me interrumpió sin abandonar su tono tranquilo, sereno, directo.

– Verá usted -dijo-, tengo un interés especial en sus notas.