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– Mi padre me ha prohibido que salga de noche hasta que atrapen al asesino -dijo la primera.

– ¿Y tú? -pregunté a la segunda.

– Mi madre me ha largado un sermón -contestó-. No me deja ir a ninguna parte, ni siquiera al club de natación a menos que me acompañe alguna amiga. Además, tengo que decirles adónde iré por la noche. De todos modos, no creo que me dejen salir.

– ¿Cuándo han hablado con vosotras?

– Esta mañana, en cuanto han leído la noticia en los periódicos. Pero nos enteramos anoche. Todo el mundo hablaba de ello, en todas partes. Aún no puedo creerlo -comentó la primera muchacha.

Su amiga prosiguió.

– Jamás había pensado que pudiera pasar algo así. Me pregunto quién la reemplazará como majorette.

«Estupendo -pensé-. La mente adolescente en acción.»

– ¿Creéis que todos están asustados? -inquirí.

– Oh, sí -respondieron ambas al unísono.

– Todos los adultos -añadió la segunda.

– ¿Y vosotros no?

– Bueno -titubeó-, tal vez un poco, aunque así, de día, es más difícil tener miedo. Quizás esta noche esté más asustada.

Mientras hablaban, yo anotaba sus palabras y algunos detalles de su expresión. Advertí que algunos niños, en su mayoría de entre nueve y catorce años, se habían acercado, movidos por la curiosidad. Era la cámara lo que les llamaba la atención; es un elemento de nuestro trabajo que siempre ejerce cierta fascinación sobre la gente.

Les indiqué con señas a algunos de ellos que se acercaran, y al cabo de un momento estaba rodeado por unos diez niños del vecindario. Comencé a formular mis preguntas mientras Porter se movía alrededor tomándoles fotografías.

– Yo tengo miedo -dijo un niño-. No quiero que a mí me pase lo mismo.

– Pues yo le daría una patada al asesino donde más duele -aseveró una adolescente que debía de aproximarse a la mayoría de edad. Su respuesta provocó un murmullo de risas nerviosas en el grupo.

– No creo que el asesino vuelva -dijo un pequeño de unos nueve años, visiblemente preocupado por la situación-. Nunca vuelven a la escena del crimen. Lo he leído en un libro.

Entretanto, yo apuntaba lo que decían, junto con sus nombres y direcciones. Mi libreta se estaba llenando de garabatos, jeroglíficos que sólo yo podía interpretar. Manifestaban sus opiniones con presteza y entusiasmo; quizá fuese la primera vez que alguien se las pedía. Pensé en lo incongruente del tiempo y el lugar: en pleno día, con el reportero y el fotógrafo, la experiencia constituía una novedad para ellos. Sin embargo, esa noche, solos en su habitación, la mayoría de ellos permanecería insomne por el temor. «La imaginación de un niño -me dije-. Notable.»

De pronto, se quedaron callados. Al levantar la vista vi a una mujer a unos metros de allí, en medio de su patio delantero. Todos los ojos se volvieron hacia ella.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

– Anderson, del Journal -me presenté-. Sólo estaba haciéndoles algunas preguntas a los niños.

– Joey -llamó la mujer-, ven aquí.

El niño de nueve años, el que aseguraba tener miedo, se apartó del grupo.

– Ve a jugar dentro.

El niño atravesó el jardín hacia la casa.

– Espero que sepa usted lo que hace -me dijo la mujer.

– ¿Cómo dice?

– Tal vez esté asustando mucho a estos niños.

Fue entonces cuando percibí por primera vez la ansiedad en su voz.

– Creo que no la comprendo, señora -le dije, acercándome.

– Es por este asesinato -explicó-; al venir aquí, les meterá más miedo a todos. Oh, Dios mío, ¿piensa publicar sus nombres?

– Tal vez sólo su nombre de pila, señora -mentí-. Nadie podrá identificarlos a partir de eso.

La mujer sacudía la cabeza, como intentando desechar algún pensamiento terrible.

– No puedo creer lo que ha ocurrido. Para su información, no somos fenómenos de feria. ¿Con qué derecho viene usted a fisgonear por aquí?

– Cálmese, por favor.

– ¿Cómo quiere que me calme? -Levantó la voz, alterada por el miedo-. ¿Cómo puede alguien calmarse después de lo que ha sucedido? Anoche, después de enterarme, apenas pegué ojo. Y los periódicos, esta mañana… Estoy convencida de que hay un loco suelto, un demente. No quiero que regrese por aquí. -Entonces se volvió hacia su casa y gritó-: ¡Joey! ¡Te he dicho que te quedaras dentro!

Yo seguía ocupado garabateando en mi libreta.

– Lo siento -dijo de pronto la mujer, un poco más serena-. Todos por aquí estamos muy preocupados por lo de la chica Hooks. Algunos padres han llamado por teléfono esta mañana, tratando de organizar grupos para patrullar las calles. Todo ha quedado en nada, pero la gente sigue inquieta. Yo también lo estoy.

Entonces, la mujer hizo una pausa. Nuestras miradas se encontraron. Parecía estar buscando palabras para expresar lo que sentía.

– Es probable que éste sea un caso en un millón -dije-, ¿no le parece?

– Bueno -murmuró-, supongo que tal vez tiene razón. Mi esposo opina lo mismo. Pero no puedo evitar la sensación de que todos estamos… no lo sé, expuestos al peligro; que somos vulnerables. Por eso tengo miedo. Es como una invasión de enemigos invisibles. Uno sabe que están allí fuera, pero no puede combatirlos porque no los ve, y es eso lo que me asusta tanto. Sé que no debería gritarle a Joey, porque él ya tiene bastante miedo y no le hace ningún bien vernos a mí y a su padre tan nerviosos, pero ¿cómo se puede luchar contra los sentimientos? Además, ¿por qué habría de hacerlo? Prefiero mantenerlo a salvo dentro de la casa, al menos hasta que pase toda esta locura. Quiero decir: estamos en los suburbios. Aquí no estamos acostumbrados a ese tipo de crímenes urbanos. Se cometen robos y atracos, pero nada como esto… -Se interrumpió. Luego, se le ocurrió una pregunta-: Dígame usted que es profesional. Apuesto a que ha seguido casos parecidos. ¿Qué ocurrirá? ¿Cuándo atrapará la policía a ese tipo?

Reflexioné por un instante, dudando entre tranquilizar a la mujer o alarmada aún más. Debía calibrar cuál de las dos respuestas posibles daría más juego para el artículo que iba a escribir.

– Creo que hacen bien en preocuparse -respondí al fin-. Pero nadie puede predecir lo que hará un criminal de esta clase. De nada sirve hacer conjeturas.

A la mujer se le demudó el rostro.

– Cree que puede regresar…

Era una pregunta a medias. Se le había entrecortado la voz a causa del miedo, una emoción que yo no alcanzaba a comprender, que tenía algo de resignación. Me encogí de hombros.

– Supongo que ya nadie está a salvo.

– Oh, Dios mío -exclamó-, es terrible, terrible.

Asentí. El viento cálido me soplaba en la espalda, haciendo que la camisa se me adhiriera a la piel.

– Oh, Dios -musitó la mujer-. ¿Qué nos espera?

Más tarde, en el coche, Porter comentó:

– La mujer ha estado perfecta, ¿no crees? La mezcla exacta de patetismo y miedo, de sensatez e irracionalidad. No sabía qué era más razonable: si dejarse llevar por el pánico o conservar la calma.

– Cierto -dije.

Durante el viaje, hablamos de ella; éramos dos hombres jóvenes que se distanciaban fácilmente de lo que veían. El interior del vehículo estaba bien aislado; el acondicionador de aire y el sonido de la radio encendida nos resguardaban del calor y el ruido de la calle.

De regreso en la oficina, me senté ante mi escritorio y marqué el número de Homicidios. Un momento después, Martínez contestó: Oí que se conectaba otra extensión y supuse que Wilson se había unido a la conversación.

– Bien -dije-, cuéntame. ¿Qué hay de la autopsia?

– He llamado al forense -respondió el detective-. Es extraño. Pero algo puedo decirte: la mataron de un solo disparo de una automática calibre 45 y no hay señales de abuso sexual, tal como esperábamos.

– Entonces, ¿qué tiene de raro?

Martínez titubeó.

– Bueno, demonios, no veo por qué no has de saberlo. El médico dice que la mataron en la madrugada, alrededor de las cuatro y media o las cinco de la mañana. Al parecer eso indica la pérdida de temperatura del cuerpo. Interesante.