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Hablaba con un deje amistoso, despreocupado. En general, a quienes llaman para felicitar se les nota el entusiasmo o la vergüenza. Este hombre parecía tenaz y, al mismo tiempo, tranquilo.

– ¿Cómo? -pregunté-. ¿Por qué es tan especial para usted este asunto?

Titubeó apenas un segundo.

– Porque -respondió el hombre- yo la maté.

4

De pronto sentí calor, como si el bochorno exterior hubiese atravesado abruptamente las paredes del edificio. Mi mano derecha se lanzó en un acto reflejo en busca de papel y lápiz para tomar notas.

El silencio se había impuesto a ambos lados de la línea.

Aproveché esos momentos para recobrarme de la confusión y garabatear en una hoja de papel gris las palabras: «Tengo un interés especial en sus notas porque yo la maté.»

Miré las palabras que había escrito, sin despegar la oreja del auricular, del que no salía sonido alguno. Por un momento tuve la impresión de que mi interlocutor ya no estaba allí, casi como si nunca hubiese estado. Me esforcé por pensar alguna pregunta. A posteriori, me resulta extraño que, en esos instantes en que mil posibilidades se arremolinaban en mi mente, se me olvidasen por completo los fundamentos de mi profesión. Tardé segundos en recurrir a las preguntas más simples, más obvias, y un rato más en recobrar el escepticismo. Durante la prolongada pausa, él aguardó pacientemente.

– ¿Con quién hablo? -pregunté, al fin.

El hombre soltó una risita.

– No esperará que conteste a esa pregunta, ¿verdad?

– No -respondí-, pero puede darme alguna idea de quién es usted.

– Está bien -accedió-. Me parece justo. -Entonces titubeó por un instante, como si meditase su respuesta-. Soy un hombre común y corriente. Provengo de una familia americana típica. Sé desenvolverme en cualquier ambiente, en cualquier lugar; me siento cómodo en todas partes. Me adapto a mi entorno como un camaleón. Soy el estadounidense medio.

– Los estadounidenses medios -repliqué- no asesinan a jovencitas.

– ¿Ah, no? -preguntó.

Entonces volvimos a quedamos callados por un momento.

– Dígame por qué lo hizo -le pedí.

– Es una pregunta difícil de responder.

Hizo otra pausa, como si pusiese en orden sus pensamientos antes de hablar.

Se trataba de un hombre cauteloso. Su voz era profunda pero clara. Lo imaginé encerrado en una habitación, con la mirada fija en las paredes desnudas, las ventanas cerradas y el acondicionador de aire funcionando a todo trapo para mantener fresco el ambiente. Era una voz que parecía indiferente a la tensión, a las emociones, como si ni la llamada ni lo que había detrás se saliesen de la normalidad. Por primera vez tuve la sensación de estar tratando con una malevolencia excepcional.

– Ya antes de llamarle había previsto que me haría esta pregunta -prosiguió-. He pasado algún tiempo pensando qué le respondería. Podría decirle que cometí el asesinato por diversión, sólo por la descarga de adrenalina, y no le estaría mintiendo del todo. Podría decirle que fue el primer acto de un experimento de terror, como el que llevaron a cabo Leopold y Loeb en los años veinte, y eso también sería cierto en parte. Podría decirle que la escogí y la ejecuté arbitrariamente y de nuevo estaría diciendo la verdad, pero aún le faltaría una explicación completa, una visión de conjunto. Podría añadir que la chica fue una víctima de la venganza, de una vendetta personal, y entonces se aclararían algunos puntos más del cuadro.

»Tampoco le mentiría, aunque seguramente le confundiría, si le dijera que no la conocía antes de esa noche, que no conozco a su familia y que no tengo nada contra ellos.

»Por cierto, me conmovió la descripción que hizo usted de su dolor, y los acompaño en el sentimiento. No siento más que compasión por todas las víctimas. De modo que usted podría pensar que ella fue asesinada como un símbolo; yo podría confirmarlo y, una vez más, habríamos descubierto un dato concreto.

»Mírelo de esta manera: yo podría decir cualquiera de esas cosas y todas serían hitos en el camino que conduce a la verdad. Pero usted no lo comprenderá hasta que llegue al final de ese camino. Además, si yo le dijera ahora, de entrada, todo lo que tengo en mente, le privaría de la emoción del descubrimiento. Por otra parte, usted podría dudar de mi sinceridad; después de todo, apenas nos conocemos. De hecho, el propósito de esta llamada es averiguar algo sobre usted además de hacerle saber que existo, que estoy aquí y que todo esto apenas ha comenzado.

Anoté fragmentos de lo que decía. Parecía un hombre distanciado de la realidad de lo que había hecho. Era como si hablara de un libro o de política, no de un asesinato. Entonces adopté una actitud escéptica.

– ¿Por qué habría de creerle? -pregunté-. ¿Acaso puede demostrar que en verdad es usted el asesino?

– ¿Quiere pruebas?

– Sí -respondí-. Y no comprendo por qué me ha llamado. Ni por qué la mató, si es que realmente lo hizo.

– Ah. -De nuevo oí aquella risa breve y repentina, un sonido frío, falto de jovialidad-. El periodista escéptico. Esperaba eso.

– Bien -dije-. Pruebas. ¿Cómo sé que no es usted algún chiflado? No sería tan raro. Todos los días hay gente que confiesa crímenes que no ha cometido. Llámelo un complejo de culpa mal canalizado, o llámelo locura.

– No estoy loco -me cortó-. Quiero que eso quede claro desde el principio. -Por primera vez percibí en su voz un auténtico matiz de furia. Recalcaba cada palabra con aspereza-. ¿Entiende?

Decidí provocarlo.

– Digamos que mantengo la mente abierta durante algún tiempo.

Nuevamente se produjo un silencio.

– Está bien -dijo. Su tono había cambiado abruptamente; la ira había cedido el paso a la resignación-. También había previsto esta respuesta. Digamos, por el momento, que le he proporcionado una prueba de que soy quien digo ser. Llegaremos a eso en un momento. En cuanto a mis motivos para llamarle y para llevar a cabo la ejecución, se harán patentes en breve. Ya le he dado algunas de las razones, pero en forma abstracta. Sólo tendrá que comenzar a resolver el puzzle. Después de todo, para eso le paga el Journal, para resolver puzzles.

– ¿Cómo sé que está diciendo la verdad? -inquirí.

Estaba impaciente. No quería perder tiempo con un tipo excéntrico, por muy bien que se expresara. Si realmente era quien decía ser, yo estaba ante una noticia sensacional, extraordinaria. Si no lo era, bueno, ya había perdido tiempo antes; no sería nada nuevo.

– Está bien -dijo-. Supongo que tiene usted contactos en la policía. Esta pista es muy simple: pregúnteles qué llevaba ella en su bolsillo trasero derecho. ¿Lo ha entendido?

– En el bolsillo trasero derecho. ¿Qué es? ¿Una nota o algo parecido?

– Usted pregúnteles. Volveré a llamarlo dentro de treinta minutos y entonces podremos hablar un poco más. No se aparte de su teléfono. Si me contesta otra persona, colgaré.

– El bolsillo trasero derecho -repetí.

– Quédese junto al teléfono. Treinta minutos.

– De acuerdo.

– Bien -respondió-, ahora sí nos entendemos.

Entonces la línea quedó muda. Oí un ligero chasquido cuando colgó el auricular y, por un momento, mantuve el mío pegado al oído, atento a la ausencia de sonido. Colgué lentamente, pensando en el bolsillo trasero derecho de la muchacha. Me asaltó un recuerdo fugaz y vi en mi mente el sol y el verde de la maleza. Vi a todos los hombres que rodeaban el cadáver que yacía entre los arbustos. Vi a la muchacha tendida y me concentré, como la lente de una cámara, en sus piernas y su espalda. Recordé sus pantalones vaqueros, tan desteñidos que eran de color azul celeste, e intenté visualizar los bolsillos traseros.

Entonces levanté la vista y la pasé por la redacción. Había periodistas trabajando en todas partes y tomé conciencia del ruido de las máquinas de escribir y los teléfonos, de las voces que resonaban en la oficina. Miré a Nolan, que estaba sentado a su escritorio, trabajando entre papeles y con el rostro bañado en el brillo grisáceo de la pantalla de vídeo. Por un momento pensé en referirle la conversación, pero descarté la idea con la misma rapidez. Sabía que hallaría la respuesta a la pregunta más importante si llamaba a Martínez y a Wilson.