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»Ninguna tuvo éxito. Era como si en esos momentos hubiese dejado atrás mi niñez. Después de eso, jamás volví a dormir bien. Las noches convertían la oscuridad en pesadilla. Me despertaba sudando, con las sábanas húmedas y frías arrebujadas en torno a mí. A veces permanecía despierto, aguzando el oído, con los ojos muy abiertos. Cada sonido se me antojaba un alarido estridente, por débil que fuese. Esa inquietud no me abandonó cuando nos mudamos a la ciudad. A veces, por las noches, tenía la impresión de que oía crecer mi cuerpo e intentaba encerrarme en mí mismo, ahuyentar todas las pesadillas.

»Más tarde, en Vietnam, me dejaban solo en el puesto de escucha del perímetro en las horas más oscuras de la noche, porque el teniente sabía que, de todos modos, yo apenas podía dormir y que mis oídos eran sensibles al menor ruido. De modo que, en cierta manera, eso contribuía a que los demás descansaran mejor porque sabían que yo los alertaría a tiempo de la proximidad de zapadores enemigos o de cualquier otro peligro.

»Yo me tendía con las piernas extendidas, con la espalda recostada en la pared de tierra de la trinchera y la cabeza echada hacia atrás, escuchando. La mayor parte del tiempo miraba hacia el cielo. Recuerdo que me parecía extraño que tuviese el mismo aspecto en ese país que en Ohio, que estaba a tantos años y miles de kilómetros de distancia. De vez en cuando, me revolvía en la trinchera tal como lo habría hecho en mi cama, en casa, y escrutaba la oscuridad del perímetro. Para algunos, la jungla cobraba vida por la noche y se rebullía, amenazadora. Pero para mí era acogedora. Yo no tenía miedo, a diferencia de los demás. Por alguna razón, a mí me agradaba estar allí y, mientras esperaba, acariciaba la boca de mi fusil.

»Ésa fue una época tranquila para mí. Supongo que en eso residía la paradoja esencial: en el hecho de que lo que aterrorizaba a los demás me produjese a mí una sensación de placidez. Eso es lo que siento ahora. Recuerdo que, más tarde, cuando sobrevino el verdadero horror, pensé que me encontraba en medio de una representación teatral, de un ejercicio dramático, que el horror que veían mis ojos no era real. Pero ya hablaré de eso más tarde. Fue entonces cuando decidí que había que hacer algo. ¿Quiere saber por qué? Todo esto no es más que teatro. Es una obra. Quiero brindarle a toda la gente de esta ciudad bien iluminada la oportunidad de saber lo que es el vacío de la noche. De conocer la pesadilla.

Entonces se interrumpió.

Yo oía su respiración regular. Mientras hablaba, su tono apenas había cambiado. Por un momento intenté pensar en algo que decir, en una pregunta. Luego me di por vencido y me quedé escuchando el sonido de la grabadora y contemplando las bobinas que giraban lentamente.

– ¿Por qué ha llamado? -pregunté.

– Usted -dijo con su voz clara, serena, cruel- es mi medio de expresión. Sus artículos, publicados en el periódico de la comunidad, transmiten mi mensaje. Bienvenido -hizo una pausa- a los parámetros de la pesadilla.

5

De nuevo se impuso el silencio al otro lado de la línea, salvo por su respiración. Antes de que yo pudiera abrir la boca, él prosiguió.

– Imagine por un momento lo que sintió la primera víctima: la intensidad de los sentimientos y las emociones que experimentó en sus últimas horas. Ella y yo hablamos durante un buen rato. Incluso llegamos a llorar juntos. En algunos momentos deseé que la noche no terminase jamás.

»Al principio, supongo que ella sólo estaba asustada, pero conservó la calma de manera notable. Me preguntó adónde la llevaba y se sobresaltó cuando le respondí que iríamos a un lugar donde pudiésemos estar solos. Creo que se temió que la violaría, de modo que le dije que no pensaba tocarla, que lo único que quería era hablar un poco con ella. Eso pareció tranquilizarla, así que calló. Quería que le desatara las muñecas, pero le dije que no podía, que era una cuestión de confianza; más tarde, tal vez. Ella quiso saber si se trataba de un secuestro y le respondí que sí, en parte porque en cierta forma era verdad, en parte porque supuse que estaría más tranquila al tener una idea concreta a la que aferrarse. Recuerdo el viaje en coche a través de la noche. Yo había cerrado las ventanillas, pero el automóvil no tenía aire acondicionado, y yo notaba que el calor de la noche, una especie de calor oscuro, se filtraba desde el exterior. Las luces de la calle arrojaban sombras grotescas sobre el camino; tenía que luchar contra el impulso de esquivadas.

»Cuando nos detuvimos, en un lugar solitario, no lejos del agua para que percibir el olor del mar le sirviese de consuelo, me preguntó por qué estaba haciendo eso, y le contesté que sólo era el primer acto de un espectáculo más prolongado. Le costaba entenderme: supongo que yo siempre hablaba en términos abstractos y el pánico no le facilitaba precisamente su comprensión. Con todo, insistía, hacía preguntas y me pedía que definiese mis condiciones. ¡Dios mío, qué hermosa estaba, recostada contra el costado del coche, con el rostro inclinado hacia el sonido de mi voz, tratando de oír, tratando de sentir el mar!

»Entonces me invadió una profunda sensación de paz y, con ella, vinieron las lágrimas. Me pregunté si todas las víctimas serían tan serenas, tan tranquilas. Rompí a llorar, y ella también; creo que intentaba consolarme un poco. Le hablé de la guerra y entonces me contó el caso de su hermano, que estuvo allí más o menos al mismo tiempo que yo. Charlamos sobre los problemas de la adolescencia y nos reímos mucho al respecto, porque ella comentó que, por buenos que sean tus padres, siempre te sermonean, y yo estuve de acuerdo. Era una jovencita estupenda. Por un momento, contemplé la posibilidad de abandonar.

Otra vez quedó callado, como si estuviese evocando de nuevo los recuerdos de aquella noche. Mientras él hablaba, yo me había puesto a pensar en todos los sitios del condado, sitios oscuros cerca del mar, adonde él podría haber llevado a la chica. Había miles.

– ¿Sabes? -continuó-. Los mismos sentimientos que me empujaban a suspender el plan fueron los que me revelaron que ella era la víctima perfecta. Tuve que desechar la idea de dejarla con vida. Recuerdo que caminé hasta la orilla y metí la mano en el agua. Estaba tibia, como un baño de medianoche. Oía las olas que chapaleaban en la bahía y rompían suavemente en la costa. Las luces de la ciudad y las del cielo, las estrellas y la luna, se reflejaban en la superficie. Regresé, me senté frente a ella y la observé en la penumbra. Creo que ella no me veía. Forcejeaba un poco, intentando desatarse.

»Esperé casi hasta el amanecer. En Vietnam ésa era siempre la hora en que todos estaban más asustados. Éramos gente diurna. La luz nos infundía cierta seguridad, del todo injustificada, supongo, pero siempre estábamos ansiosos por que llegase la mañana. Los australianos (tenían tropas allí, ¿lo sabía?) siempre se ponían en movimiento antes del amanecer. Todo el mundo se levantaba, preparaba las armas y registraba el perímetro. Y nunca los pillaron desprevenidos.

Titubeó mientras hacía memoria.

– En los últimos momentos de oscuridad nos desplazamos hasta el campo de golf. Creo que esto la confundió un poco, porque no paraba de preguntar qué hacíamos allí. Me pareció que otra vez tenía miedo de que la violara, así que la tranquilicé. Cuando llegamos a los arbustos, donde hallaron el cadáver, le indiqué que se arrodillara de cara al este. Entonces le dije que quería que observara la salida del sol, que sería como una explosión de luz. Una vez que se puso en posición, le apunté con la 45 con el cañón ligeramente inclinado hacia arriba para preservar la expresión de su rostro. Le dije: «Mira, está saliendo el sol», y cuando ella se inclinó hacia delante para ver mejor, disparé.

»Ella no sintió el menor dolor, de eso estoy seguro y en sus últimos momentos no estaba asustada.