El sacerdote, recordó Randall. De Vroome había mencionado a un cura católico francés que había hecho amistad con Lebrun en su hora más negra.
– A unos dieciséis kilómetros de St. Laurent-du-Maroni, cerca del río Maroni, la colonia penal tenía un claro rodeado de ciénagas malarias y de las más densas junglas -prosiguió Lebrun-. Allí estaban las oficinas administrativas, las barracas de los guardias, un aserradero, un hospital, una prisión de concreto y una cabaña especial, y esta zona era llamada el Campo de St. Jean o la Prisión de St. Jean. Para los trescientos convictos que estaban allí, con sus llagas, sus lesiones, sus ojos vacíos, era un lugar terrible. Dormían sobre pisos de hormigón cubiertos de pus y de excremento. Por todo alimento les daban una sopa de amasijos y plátanos verdes. Trabajaban como esclavos de las seis de la mañana a las seis de la tarde, derribando árboles en los bosques y siendo enjaezados como caballos, para arrastrar los maderos hasta la aldea. Fue allí, a St. Jean, a donde fui enviado, y ése fue el milagro que me dio una razón para vivir.
– ¿Encontró una razón para vivir? ¿En un hoyo infernal como ése?
– Sí, en virtud del lugar especial que había en el claro -dijo Lebrun-. Le mencioné una cabaña especial, ¿o no?
– Así fue.
– Era la iglesia del campamento… la única iglesia de cuya existencia supe en la colonia penal, sin contar la capilla que estaba en la Isla Royale y que no se usaba -dijo Lebrun-. Esa iglesia era una cabaña levantada sobre pilotes. Salvo por el techo de madera a dos aguas, su construcción era de piedra, con cinco ventanas en cada muro lateral. No era para uso de los prisioneros, naturalmente, sino un lugar de culto para los guardias extranjeros y los administradores franceses y sus esposas. También había un dedicado sacerdote… -Lebrun se detuvo, evocando un recuerdo del clérigo, y finalmente habló de nuevo-: Su nombre era Paquin, Père Paquin, un delgado, anémico y muy devoto padre francés de Lyon, que estaba a cargo de la iglesia de St. Jean. Además, visitaba a los prisioneros que estaban en el hospital, y ocasionalmente veía a los de la otra prisión del continente y a los de las islas.
– ¿Quiere usted decir que él era el único clérigo en toda la colonia penal?
– El único -dijo Lebrun. Reflexionó un momento y luego se corrigió a sí mismo-. No, cuando yo llegué había otros. Verá usted, la colonia penal de la Guayana había existido durante un siglo y al principio había jesuitas, pero más tarde fueron sustituidos por miembros de la orden francesa de la Congregación del Espíritu Santo, de París. Cuando yo llegué a la Guayana había un vicario apostólico, algo así como un obispo, que residía en la capital, en Cayena, y que respondía ante el Vaticano. El vicario tenía bajo su férula a curas que dirigían las actividades religiosas en las once parroquias de la Guayana francesa. Pero tres años después, en el tiempo del que hablo, fueron expulsados todos, excepto uno. Sólo se quedó Père Paquin.
– ¿Por qué echaron a los clérigos?
– Porque, como me dijo una vez el cura, decidieron ayudar a la desheredada grey de la Guayana -así nos llamaban-, iniciando una cruzada internacional de oraciones para atraer la atención sobre la terrible situación de los convictos. El Gobierno francés se sintió hostilizado, hizo volver a los clérigos, se opuso a la actividad religiosa y únicamente permitió que se quedara un cura.
– ¿El padre Paquin?
– Sí -dijo Lebrun-. Y tenía su cabaña eclesiástica en St. Jean. Puesto que su iglesia no estaba decorada ni amueblada, salvo por el altar y algunos bancos de madera, el cura Paquin un día decidió mejorarla. Quería poner vitrales emplomados y pinturas sagradas en los muros para hacer el santuario más espiritual y atractivo. Necesitaba de los servicios de un artista, y oyó decir que yo era el único que lo había sido de entre los ocho mil prisioneros que había en la colonia penal. Así que solicitó que se me transfiriera de la Isla St. Joseph a St. Jean, en el continente. Desde luego, yo no era artista ni lo había sido nunca, salvo por haber grabado retratos de La Belle France en billetes de Banco falsos. Pero el hecho de que se supiera que yo había falsificado una Biblia medieval iluminada, hizo que los oficiales me recomendaran. Mi cambio, de estar bajo la custodia de los brutales guardias de la isla al encargo de asistir a ese cura, fue tan estupendo que me pareció increíble.
– ¿En qué sentido? -inquirió Randall.
– El padre Paquin, aparte de su fanatismo religioso, era un hombre razonable y bueno conmigo, y apreciaba mis talentos creativos. Yo ya no vivía aterrorizado. Fui tratado con amabilidad. Se me dio atención médica, uniformes limpios de prisión y alimentos un poco mejores. Toda vez que yo no era realmente un artista consumado, sugerí que los nuevos vitrales fueran decorados con citas en griego o latín del Nuevo Testamento, y que los muros de la cabaña fueran pintados con antiguos símbolos cristianos como el pescado y el cordero, y muchos más. El cura estaba entusiasmado y me consiguió una considerable biblioteca de libros de referencia; varias versiones de la Biblia, gramáticas latina, griega y aramea, historias ilustradas de la primera Iglesia, y volúmenes similares. Yo devoraba cada libro, absorbía cada palabra, no una ni dos veces, sino interminablemente. Me pasé un año decorando la iglesia, que fue muy elogiada por los visitantes. El padre Paquin estaba orgulloso de su cabaña y de mí. A lo largo de todo ese lapso, casi sin darme cuenta, estaba yo siendo convertido al cristianismo. Bajo la orientación del cura, aprendí que la paz y la esperanza para mí estaban en Dios, en Su Hijo, en la bondad y en el amor. Por primera vez en tres años de injusticia sufrida en el infierno, vislumbré la decencia sobre la Tierra y quise vivir de nuevo, regresar a mi patria y volver a ser humano otra vez. Pero estaba yo condenado a la colonia penal hasta la muerte… sin embargo, gracias a ese sacerdote, yo sentía el deseo de vivir. Entonces surgió la oportunidad.
– ¿La oportunidad de qué?
– De ser perdonado. De quedar libre.
Lebrun hizo una pausa para apurar otro sorbo de su whisky sour y luego reanudó su relato.
– Era 1915, y toda Europa estaba trenzada en combate, en el temprano derramamiento de sangre de la Primera Guerra Mundial -estaba diciendo Lebrun-. El director de la Administración Penal congregó a los condamnés, los convictos con sentencias más cortas, y a algunos de los relegués, los de cadena perpetua, los incorregibles, pero los que habían mostrado buena conducta, y yo era uno de ellos, puesto que había estado bajo la tutela del sacerdote. Se nos dijo que si nos alistábamos como voluntarios en un batallón especial del Ejército francés, para servir como soldados de infantería en el frente occidental de Europa contra los húngaros, se nos tendría consideración y se nos otorgaría indulgencia al término de la guerra. Todo fue ambiguo, impreciso, y pocos accedieron a ofrecerse. Mi cura, el padre Paquin, no podía entender por qué yo no había aprovechado esa oportunidad, y le respondí que lo había discutido con mis compañeros y que ninguno de nosotros deseaba arriesgarse a que le volaran la cabeza sin una garantía de recompensa. Mi sacerdote amigo consultó con las autoridades y volvió a mí con una oferta positiva. Si yo me prestaba voluntariamente a combatir por Francia, y si lograba persuadir a otros convictos de que también lo hicieran, el Ministerio de la Guerra de Francia nos garantizaría la amnistía y la libertad la semana misma en que acabara la contienda. «De hecho -me prometió el padre Paquin-, como siervo de Nuestro Señor, en nombre de Jesús el Salvador, tienes mi compromiso personal de ver que se cumpla la promesa del Gobierno. Tienes mi palabra de que si te alistas como voluntario para combatir, serás perdonado y se te devolverá la ciudadanía y la libertad. Te doy mi palabra, no sólo en nombre del Gobierno francés, sino también en el de la Iglesia.» Eso fue suficiente para mí… y, en parte a través de mi persuasión, lo fue igualmente para los otros. El Gobierno era una cosa. Pero el cura y la Iglesia eran infalibles y dignos de fe. Así que, junto con otros convictos, me alisté como voluntario en el Ejército.