A Randall le pareció increíble.
– Monsieur Lebrun, ¿me está usted diciendo que la colonia penal de la Isla del Diablo formó una unidad especial que fue enviada a Francia para pelear contra los alemanes?
– Exactamente.
– Pero, ¿por qué nunca he leído nada acerca de eso en ningún libro de Historia?
– En un momento comprenderá usted por qué no se informó ampliamente de eso -dijo Lebrun. Se masajeó el muslo, donde el muñón encajaba en su pierna artificial, supuso Randall, y comenzó a hablar de nuevo-. Inspirados por nuestro cura, nos alistamos como soldados de infantería. Zarpamos de la Guayana francesa, y en julio de 1915 desembarcamos en Marsella y tocamos el suelo de nuestra amada Francia una vez más. Nuestro regimiento se integró. Los oficiales eran nuestros guardias de la Isla del Diablo. Teníamos todos los privilegios de los soldados, excepto uno. Nunca se nos concedió una licencia mientras estuvimos en el Ejército. Nos llamaban la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, al mando nada menos que del general Henri Pétain.
– ¿Fueron enviados al frente?
– Directamente al combate en el frente, a la guerra de trincheras en Flandes, donde permanecimos, sin tregua, durante tres años. Fue más miserable y sangriento de lo que pueda imaginarse. Las bajas ascendían constantemente, pero eso era mejor que lo que habíamos dejado atrás, e inspirados por la libertad que mi confesor nos había garantizado, nos quedamos allí y luchamos como tigres. Puesto que nosotros estábamos en la vanguardia y nunca se nos enviaron relevos, dos terceras partes de nuestros mil ochocientos hombres murieron en el frente. Los que sobrevivimos continuamos luchando. Seis meses antes del fin de la guerra, el impacto de una granada de metralla de la artillería alemana me destrozó la pierna izquierda, que luego me fue amputada, aunque salvé la vida. Era muy alto el precio de la libertad, pero cuando me desperté en el hospital militar pensé que había valido la pena, pero cuando me había cicatrizado y había yo aprendido a caminar con una primitiva pierna artificial de madera, tuvo lugar el Armisticio y luego vino la paz, y la guerra había terminado. Yo era un hombre joven. Mi nueva vida estaba a punto de comenzar. Junto con otros seiscientos sobrevivientes de la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, yo celebré el retorno a París, donde íbamos a aguardar la proclamación de nuestra amnistía. A nuestro arribo, nos hicieron marchar a la Prisión Santé. La permanencia en la prisión era inesperada, y yo envié por mi cura (Père Paquin había fungido como capellán del Ejército en un puesto de mando tras las líneas) y le pregunté qué estaba sucediendo. Me bendijo y me agradeció mi sacrificio, y hasta me abrazó como a un hijo, asegurándome, en el nombre del Salvador, que la Prisión Santé representaba sólo un acuartelamiento temporal previo a nuestra liberación… que se nos concedería la libertad dentro de esa misma semana. Me sentí tan aliviado que lloré de alegría. Transcurrió una semana y, de repente, una mañana, nuestros viejos guardianes corsos de la Guayana Francesa, reforzados por incontables nuevos guardias, con rifles y bayonetas caladas, entraron a la Prisión Santé, nos rodearon, nos embutieron como manada en trenes y nos transportaron a Marsella. Allí, nos arrojaron uniformes de prisión y se nos informó que, por razones de seguridad nacional, debíamos ser devueltos a le bagne, la colonia de convictos en la Guayana, para purgar nuestras sentencias. Era imposible amotinarse. Había demasiados fusiles apuntando a nuestras cabezas. Alcancé a vislumbrar al padre Paquin. Le grité, pero él no me ofreció compasión alguna. Simplemente se encogió de hombros. Y recuerdo lo último que hice antes de que subiéramos a bordo del barco de convictos. Le mostré el puño y le grité: «¡Fumier et ordure (estiércol y basura) sobre la Iglesia! ¡A la merde con Cristo! ¡Ya me vengaré!»
Randall sacudió incrédulamente la cabeza.
– ¿Realmente ocurrió eso?
– Ocurrió. Sí, ocurrió. Hoy día está registrado en los archivos del Ministerio de Justicia o del Ministerio de la Defensa Nacional en París. Y así pues, regresamos a los mosquitos, las garrapatas, las hormigas, el calor, las ciénagas, los trabajos forzados, los azotes, la brutalidad de la Isla del Diablo y de la Guayana. A esas alturas, yo ya tenía una mejor razón para vivir, para sobrevivir. No hay motivación más fuerte para un mortal que la venganza. Yo me vengaría. ¿Del frío y cruel Gobierno? ¿Del mentiroso y traidor clérigo? No; me vengaría de todo el engaño de la religión (el verdadero enemigo de la vida… la droga, el opio que oprime), con todas sus charlatanerías acerca de un amoroso Salvador. Mi fe estaba tan destrozada y mutilada como mi cuerpo. Y fue mientras todavía iba a bordo del buque de convictos que nos desembarcó en St. Laurent-du-Maroni que concebí mi golpe maestro… el golpe de gracia contra todos los promotores de Cristo… mi engaño que correspondería al engaño que la jerarquía eclesiástica cometió en mi contra. Concebí, en su forma rudimentaria, el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Desde 1918, año en que fui devuelto a la colonia penal de la Guayana, hasta 1953, cuando el penal fue clausurado y abandonado por el Comité Francés de Liquidación en virtud de la mala reputación que las condiciones de ese lugar le estaban ocasionando a Francia en todo el mundo, me la pasé haciendo los cuidadosos preparativos para mi golpe.
Horrorizado y con ánimo suspendido, aunque sus sentimientos eran de compasión y simpatía, Randall continuó escuchando al anciano.
Prisionero ejemplar, a Lebrun le había sido concedida mayor libertad de movimientos que a los otros. Mediante el tallado de cocos y chucherías de fantasía y la preparación de imitaciones de rollos de pergamino para regalo que vendía en Cayena, mediante algunos robos menores, mediante la falsificación de manuscritos medievales (que enviaba por correo a París a través de un guardia que se quedaba con el treinta por ciento de comisión), que eran vendidos a negociantes por conducto de sus amigos criminales, Lebrun se hizo de dinero para adquirir más libros de referencia acerca de la religión. Además, pudo comprar materiales para falsificar billetes de Banco, los mismos que vendía a precios de descuento y que le proporcionaban ingresos adicionales para adquirir libros aún más costosos para realizar investigaciones acerca de su proyecto.
Durante los treinta y cinco años de su segundo encarcelamiento, Lebrun se había convertido en un gran experto acerca de Jesús, del Nuevo Testamento, del arameo y el griego, y de los papiros y los pergaminos. En 1949, gracias a su buen historial, su condición cambió de relégué (condenado a cadena perpetua) a libéré (liberado); es decir, que ya no tenía que permanecer dentro de la propia prisión sino que podía andar por los alrededores de la colonia penal. Al cambiar su uniforme listado de prisionero por la tosca indumentaria azul oscura del libéré, Lebrun se mudó a una casucha a orillas del río Maroni, a corta distancia de St. Laurent, y continuó sosteniéndose con la confección de chucherías y la falsificación de manuscritos. En 1953, cuando la colonia penal de la Guayana fue clausurada, los relégués fueron enviados de regreso a Francia para seguir purgando sus sentencias en prisiones federales, y Lebrun, junto con otros libérés, fue devuelto a Marsella a bordo del barco Athesli y al fin puesto en libertad sobre suelo francés.
Fijando su hogar en París una vez más, Lebrun reanudó sus falsificaciones clandestinas de billetes de Banco y de pasaportes para obtener dinero con el cual sostenerse y adquirir los costosos materiales requeridos para perpetrar su largamente urdido fraude. Cuando estuvo preparado, le volvió la espalda a Francia para siempre. Luego de contrabandear a Italia un baúl repleto de materiales para falsificación, él mismo entró al país, buscó alojamiento en Roma y comenzó a crear su temible falsificación bíblica.