– De acuerdo -dijo Randall-. En su Pergamino de Petronio, usted presenta a Jesús como un ser subversivo y rebelde que se considera a Sí mismo por encima del César. ¿Qué le hizo a usted pensar que uno se tragaría eso?
– Porque muchos de los estudiosos bíblicos que hay en el mundo creen que así fue -replicó Lebrun-. Basta con hacer una cita de una obra desafiante aunque iconoclasta, El Evangelio Nazareno Restaurado, de Graves y Podro: «No hay duda de que Jesús fue ungido y coronado Rey de Israel; pero los editores del Evangelio hicieron todo lo posible por ocultar esto debido a motivos políticos.»
– ¿Y su falsificación del Evangelio según Santiago? -inquirió Randall-. Las palabras que usted atribuye a Jesús, ¿son hechos o ficción?
Los ojos de Lebrun brillaron tras sus anteojos con arillos de acero.
– Pongámoslo de esta manera, Monsieur: los hechos sirvieron de base para mi ficción. Los Logia o Dichos del Señor presentaron muy pocos problemas. Una vez más consulté los Apócrifos, los antiguos documentos de cuestionable exactitud. Tomemos por ejemplo, un antiguo documento que se halló enterrado (la Epistula Jacobi Apocrypha), la Epístola Apócrifa de Santiago o Apocrifón de Santiago, una compilación de advertencias atribuidas a Jesús. Yo me apropié de algunas de ellas, meramente revisándolas o mejorándolas. En el Apocrifón, cuando Jesús se despide de Santiago dice: «Luego de que Él hubo dicho esto se fue. Pero nosotros nos arrodillamos, y Pedro y yo dimos gracias y elevamos nuestros corazones hacia los cielos.» En la Versión Revisada según Lebrun, yo puse: «Y allí nos dijo que nos quedáramos, y nos. bendijo, y con su bastón en la mano desapareció en la niebla y en la oscuridad. Entonces nos arrodillamos y dimos gracias, y elevamos nuestros corazones a los cielos.»
Satisfecho consigo mismo, Lebrun miró de soslayo a Randall, aguardando su reacción.
Una vez más, Randall sacudió la cabeza ante la osadía de todo aquello y, refunfuñando, concedió su aprobación.
– Ya comprendo -comentó Randall-. Los hechos al servicio de la fricción. Quisiera saber más. ¿Qué hay de la descripción de Jesús que hace Santiago? ¿No esperaba usted que ese Jesús, de ojos estrechos, nariz muy larga, rostro desfigurado por cicatrices y llagas…? ¿No esperaba usted que se resistirían a aceptarlo?
– No. En cuanto a esto también había antiguos indicios de que Él tenía una apariencia poco atractiva. Clemente de Alejandría, cuando reprendía a los seguidores a quienes preocupaban las buenas apariencias, les recordaba que Jesús era «feo de aspecto». Andrés de Creta escribió que Jesús tenía «cejas que se juntaban». Cirilo de Alejandría asentó que Cristo poseía «un aspecto muy feo», pero agregaba que «comparado con la gloria de la divinidad, la carne no tiene valor». Eso me bastó.
– Pero, ¿qué orientación tuvo usted para justificar el haber escrito que Jesús sobrevivió a la Cruz?
– Hay una vieja tradición que dice que Jesús no murió al ser crucificado. Ignacio, quien fuera obispo de Antioquía, en Siria, en el año 69 A. D., aseveró que Jesús estaba «en la carne» después de Su Resurrección. Según Ireneo, el respetado Papías (obispo de Hierápolis) conoció personalmente al discípulo Juan, y este Papías afirmó que Jesús no murió sino hasta la edad de cincuenta años. Los rosacruces han sostenido siempre que poseen documentos antiguos que prueban que Jesús se salvó de la muerte en la Cruz en Jerusalén. Un historiador rosacruz escribió: «Cuando entraron al sepulcro encontraron a Jesús reposando tranquilamente y recuperando la fuerza y la vitalidad con gran rapidez.» Estas fuentes aseveran, además, que la secta de los esenios ocultó a Jesús. Incidentalmente, «esenio» no sólo quiere decir «santo», sino también «el que cura». Bien puede ser que un esenio hubiera curado a Jesús. Ése era el argumento de Karl F. Bahrdt y Karl H. Venturini, quienes escribieron una biografía de Jesús a finales del siglo xviii. Ellos sostenían la teoría de que los esenios habían representado teatralmente los milagros de Cristo y la Resurrección, y que el Señor fue bajado de la Cruz inconsciente, mas no muerto, y que luego fue revivido por un curandero o médico esenio.
– ¿Y eso de traer a Jesús a Roma? -preguntó Randall.
– Roma -repitió Lebrun, acariciando la palabra amorosamente. Mi mayor riesgo, pero, ¿por qué no? Los fariseos judíos del siglo ii creían firmemente que el Mesías aparecería en Roma. Pedro vio a Jesús en carne y hueso camino a Roma. Suetonio, el historiador romano, acusó a Cristo de provocar desórdenes en Roma. De hecho, existe una tradición que describe a Santiago diciendo a sus seguidores que si alguno de ellos se preguntara dónde está su Dios, él podía asegurarles: «Vuestro Dios está en la gran ciudad de Roma» -Lebrun hizo una pausa, considerando lo que acababa de decir. Pareció satisfecho-. Creo que lo de Roma era bastante lógico.
– Aparentemente lo era.
– Vea usted, Monsieur Randall, que casi todos los conceptos que hay en mi falsificación estuvieron basados en algún indicio antiguo. Ésas son las mismas pistas que han tentado a los teólogos modernos y a los estudiosos del Nuevo Testamento a tratar de reconstruir la vida de Cristo, a rellenar los claros que existen, mediante la deducción y la lógica, mediante la interpretación de los antecedentes de la época y la teorización. Los expertos bíblicos contemporáneos saben que los cuatro evangelios actuales no representan una historia de los hechos. Los cuatro evangelios son primordialmente una serie de mitos reunidos, aunque esos mitos pueden haberse fundamentado en sucesos reales. Esto ha motivado a muchos expertos modernos a especular acerca de lo que realmente pudo haber sucedido a principios del siglo primero. Nada les gustaría más que el hecho de que se comprobara que están en lo cierto, merced al descubrimiento de un evangelio perdido… en cuya existencia siempre han creído como la fuente primaria de los cuatro evangelios canónicos. Así pues, yo sabía que cualquiera que fuera la oposición que las historias de Santiago y Petronio pudieran encontrar, aún habría cientos de teólogos y estudiosos contemporáneos que dirían: «Por fin, he aquí la evidencia real de lo que durante tanto tiempo hemos sostenido que debió haber ocurrido.»
– Lo que usted supuso resultó cierto, Monsieur Lebrun. Los más respetados expertos internacionales han examinado su evangelio de Santiago y su informe del juicio por Petronio, y los han aprobado.
– Jamás dudé del resultado -dijo Lebrun complacido-. Luego de que hube enterrado sin contratiempos mi falsificación… y ese penúltimo paso, en cierto sentido, fue el más difícil…
– ¿Cómo el más difícil? -interrumpió Randall.
– Porque una vez que me vi forzado a utilizar la zona de Ostia Antica como el sitio para el descubrimiento, a efecto de apoyar las ideas del profesor Monti e implicarlo a él después, tuve que encarar problemas difíciles.
– ¿En qué sentido?
– Enterrar mi obra en alguna cueva en Israel o en Jordania, o en alguna bodega en un monasterio en Egipto, habría sido más fácil, más lógico. La mayoría de los hallazgos importantes se han realizado en esas regiones áridas. Pero en Ostia Antica… fue terrible. No podría imaginarse un sitio menos idóneo para que un papiro subsistiera de diecinueve a veinte siglos. Había el problema del agua. La altitud de Ostia era tan insignificante en tiempos antiguos que periódicamente la invadían las aguas del Tíber. De ningún papiro o pergamino podría esperarse que hubiera resistido esas repetidas inmersiones. Luego, tuve que vérmelas con otro hecho histórico. En el siglo ii, César Adriano demolió Ostia y la reconstruyó con un metro más de elevación para neutralizar las inundaciones. Yo superé el problema resolviéndome a introducir los manuscritos en un bloque de piedra.
– ¿No sería eso inmediatamente sospechoso?
– No, en lo más mínimo -contestó Lebrun-. Yo sabía que muchos mercaderes ricos habían vivido en villas sobre la costa cercana a Ostia Antica… y si algunos de esos comerciantes, algún judío secretamente convertido al cristianismo, hubiera querido preservar manuscritos valiosos traídos de la colonia de Palestina, lo habría hecho justamente de esa manera.