Puesto que había omitido responder a las cartas de su abogado, consideró la idea de telefonear a Thad Crawford a Nueva York, pero finalmente comprendió que le faltaba paciencia para hacerlo. Aunque no tenía hambre, había pedido el servicio en su cuarto, ordenando lo que él pensó que sería un almuerzo ligero, pero que resultó ser canelones con champiñones y pollo estofado con salsa de tomate y pimientos, y que devoró compulsivamente por su creciente ansiedad.
Había pensado en informarle a Ángela que aún estaba en Roma, pero se decidió en contra de la llamada porque ello lo forzaría a urdir otra mentira o la llenaría a ella de aprensión. Había considerado llamar a George L. Wheeler a Amsterdam para explicarle su ausencia ya que faltaban sólo seis días para el anuncio del Nuevo Testamento Internacional, pero resolvió posponer esa llamada (y la inevitable ira de Wheeler) hasta que hubiera encontrado a Robert Lebrun.
Por más que había tratado de mantener a Lebrun fuera de sus pensamientos, le había resultado imposible. Había dado vueltas y más vueltas por su habitación, hasta conocer cada centímetro del dibujo de la alfombra oriental, cada muesca del buró con cubierta de mármol, sobre la cual estaba un florero, y cada línea que se marcaba en su rostro al reflejarse una y otra vez en el espejo ovalado que había sobre el tocador.
Había llegado a Resurrección Dos, a Amsterdam, hacía poco más de dos semanas para hacer un trabajo vital y descubrir por sí mismo el significado de la fe. Sin embargo, había empleado la mitad de su tiempo y se las había arreglado para viajar a Roma en un momento de clímax haciendo un esfuerzo por aniquilar la única cosa en la que podría creer.
Había comenzado con el defecto descubierto por Bogardus. Tal vez esta pesquisa exterminadora había sobrevivido a causa del defecto de Randall. Su defecto, como Ángela lo había señalado, y como se lo habían dicho todos aquellos que habían estado cerca de él, en un momento o en otro, era el de un infatigable escepticismo. Así que esta cacería era una locura, a menos que su razonamiento fuera honesto. Y su razonamiento era que para tener fe, uno no debe basarse en una creencia mística incuestionable. Hay que conocer la realidad tangible.
Y así, finalmente, todo recayó sobre la persona de Robert Lebrun. De una forma o de otra, en Lebrun estaba la última respuesta.
Esos habían sido sus pensamientos mientras estuvo en su habitación. Y esos eran todavía sus pensamientos ahora, al sentarse una vez más a una mesa en el café Doney, displicente e incómodo. Ya no sabía si deseaba que Lebrun apareciera o no. De lo único que estaba seguro era que deseaba que este encuentro crucial ya hubiera concluido.
Era cuando menos la décima vez, durante el pasado cuarto de hora, que veía en su reloj de pulsera las lentas manecillas sobre la carátula. Eran las cinco y seis minutos. Tomó otro sorbo de su Dubonnet y, al hacerlo, por el rabillo del ojo vio a Julio, el encargado, deslizándose hacia él.
Julio le habló en voz baja.
– Señor Randall, aquí está.
– ¿Dónde?
– Detrás de mí, en esta fila, en la tercera mesa a mis espaldas. Usted lo reconocerá.
Julio se hizo a un lado, y Randall giró la cabeza.
Allí estaba, tal como De Vroome lo había descrito, pero aún más marcados todos los rasgos. Parecía más pequeño, más jorobado de lo que Randall esperaba. Aseado cabello castaño, seguramente teñido. Sus rasgos esqueléticos, corroídos por la edad, eran puras arrugas y oquedades. Sus anteojos de redondos arillos de acero tenían cristales oscuros. Una raída chaqueta de gabardina echada sobre los hombros, con las mangas colgando vacías, al estilo de los italianos que andaban a la moda y los jóvenes aspirantes a actores. Se veía venerable y anticuado, pero no achacoso. Una solitaria bebida se hallaba frente a él. Estaba absorto en un periódico.
Rápidamente, Randall se levantó de su mesa.
Al llegar a su destino, tomó la silla libre que estaba frente al ocupante de la mesa y deliberadamente se sentó en ella.
– Monsieur Robert Lebrun -dijo-, espero que me permitirá el placer de presentarme y ofrecerle un trago.
La arrugada cara de Lebrun asomó por encima del periódico, y sus hundidos ojos grises lo miraron con cautela. Sus labios húmedos y babosos se abrieron para mostrar una dentadura postiza mal ajustada.
– ¿Quién es usted? -gruñó.
– Mi nombre es Steven Randall. Soy un publirrelacionista de Nueva York. He estado esperando aquí para verlo.
– ¿Qué quiere usted? -dijo Lebrun-. ¿Dónde oyó ese nombre?
Los modales del francés eran todo menos cordiales, así que Randall comprendió que debía trabajar de prisa.
– Entiendo que usted fue una vez amigo del profesor Monti, que estaban asociados en una empresa arqueológica.
– ¿Monti? ¿Qué sabe usted de Monti?
– Soy amigo íntimo de una de sus hijas. De hecho, ayer vi a Monti.
Lebrun se interesó al instante, pero se mantuvo en guardia.
– ¿Que vio a Monti, dice usted? Entonces dígame dónde lo vio.
«De acuerdo -pensó Randall-, la primera prueba.»
– Está en la Villa Bellavista. Lo visité, hablé con él y con su médico, el doctor Venturi -Randall titubeó y luego se lanzó a la segunda prueba-. Sé algo acerca de la colaboración de usted con el profesor Monti, del descubrimiento de Ostia Antica.
Los hundidos ojos se clavaron en Randall. La boca fofa se movía húmedamente.
– ¿Le habló a usted de mí?
– No precisamente. No de una manera directa. En realidad, su memoria está deteriorada.
– Prosiga.
– Pero me dieron acceso confidencial a sus papeles privados, todos los documentos que tenía en su posesión cuando se entrevistó con usted aquí en el Doney hace más de un año.
– Así que usted sabe acerca de eso.
– Lo sé, Monsieur Lebrun. Eso y más. Mi curiosidad como publicista fue comprensiblemente estimulada, así que me esforcé por localizarlo a usted. Quería hablarle amistosamente, con la esperanza de que lo que yo tenga que decir resulte beneficioso para ambos.
Lebrun se subió los anteojos sobre el puente nasal y se restregó la barba erizada que le crecía sobre el largo mentón, mientras trataba de llegar a alguna decisión con respecto a este extraño. Parecía impresionado, pero cauteloso.
– ¿Cómo puedo estar seguro de que no me está mintiendo?
– ¿Acerca de qué?.
– De que vio a Monti. Hay tantos charlatanes en todas partes. ¿Cómo puedo estar seguro?
Ése era un obstáculo.
– No sé qué prueba puedo ofrecerle a usted -dijo Randall-. Vi a Monti, hablamos largamente… de cosas insensatas la mayor parte del tiempo… y… bueno, ¿qué puedo repetirle?
– Debo estar seguro de que usted lo vio -insistió el viejo tenazmente.
– Pero sí lo vi. Incluso me dio…
Recordando de pronto lo que había metido en el bolsillo de su chaqueta al salir de su habitación, Randall extrajo la hoja de papel y la desdobló sobre la mesa. No tenía idea de lo que esto significaría para Lebrun, pero era todo lo que tenía de Monti. Puso el papel frente a Lebrun.
– Monti hizo este dibujo, un pez arponeado, y me lo dio como un regalo de despedida. Yo no sé si significa algo para usted, pero me lo dibujó y me lo dio. Ésta es la única cosa que puedo mostrarle, Monsieur Lebrun.
El dibujo pareció tener un efecto saludable en Lebrun. Sosteniéndolo a corta distancia de sus ojos (de un ojo, en realidad, porque ahora Randall se daba cuenta de que el otro ojo del viejo estaba velado por una catarata), Lebrun lo examinó y se lo devolvió.
– Sí, me es familiar.
– ¿Está usted satisfecho entonces?
– Estoy satisfecho en cuanto a que éste es un dibujo que yo solía hacer a menudo.
– ¿Usted? -dijo Randall, tomado por sorpresa.
– El pez. La cristiandad. El arpón. La muerte de la cristiandad. Mi deseo -reflexionó brevemente-. No me sorprende que Monti lo haya tomado. Su último recuerdo. Yo traicioné a la cristiandad y a Monti. Mi muerte es su deseo. Esto es, si es que él lo dibujó.