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Todo dependería de una cosa. Dependería del resultado de una llamada telefónica que estaba a punto de hacerle a Ángela Monti.

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Ya bien entrada la mañana siguiente, otro deslumbrante, sofocante día romano, Steven Randall esperaba en la fresca sala de la casa de los Monti a que el ama de llaves le trajera lo que tan ansiosamente buscaba.

Todo lo que pudiera seguir había dependido de su llamada telefónica a Ángela Monti la noche anterior. Ella había salido de casa con su hermana, y no respondió a su llamada sino hasta después de la medianoche.

Había decidido abstenerse de explicarle su inesperado encuentro con el dominee De Vroome en el «Excelsior», y de la revelación que le había hecho el clérigo en el sentido de que el histórico descubrimiento de su padre pudiera ser una falsificación. Sentía que no había razón para inquietar a Ángela con la escandalosa declaración de De Vroome, sobre todo cuando ni siquiera había sido comprobada todavía.

– ¿Así que sales para Amsterdam por la mañana? -le había preguntado Ángela.

– Probablemente por la tarde, temprano -había replicado él-. Hay una cosa más que quiero hacer por la mañana. Sin embargo, necesitaré tu colaboración -titubeó, y continuó como pudo-. Ángela, el día en que tu padre sufrió el shock, en el lapso inmediato posterior, después de llevarlo al hospital, ¿qué ocurrió con sus papeles, con los efectos que estaban encima y dentro de su escritorio en la universidad?

– Una semana después de que internamos a mi padre en la Villa Bellavista, Claretta y yo fuimos a la universidad, a su despacho (todavía recuerdo cuán doloroso fue hacer eso… cuando alguien a quien amas ha quedado desvalido) y recogimos todo lo que había en su escritorio y en la oficina, y lo guardamos en pequeñas cajas de cartón.

– ¿Lo recogisteis todo?

– Hasta el último pedazo de papel, todos sus efectos personales. Para el caso de que llegara a recuperarse algún día, aunque sabíamos que era improbable, pero que nos hizo sentir mejor. Además, no estábamos de humor para seleccionar las cosas. Simplemente llenamos las cajas e hicimos que las llevaran junto con el archivo a nuestra casa. Aún las tenemos en la bodega. Desde entonces no he tenido ánimo para revisarlas.

– Puedo comprenderlo, Ángela. Mira, ¿tendrías algún inconveniente en que yo revisara esas cajas, las que contienen las cosas del escritorio de tu padre? Es algo que quería hacer por la mañana, antes de salir de Roma.

– Pues no„ no tengo inconveniente. No es gran cosa lo que hay. Puedes verlo -Ángela hizo una pausa-. ¿Qué es lo que buscas, Steven?

– Bueno, como tu padre no podrá tomar parte en las ceremonias del día del anuncio, pensé que podría encontrar algunas anotaciones que hubiera hecho y que pudieran hablar por él en Amsterdam.

Ángela estaba complacida.

– Qué bonita idea. Sólo que yo no estaré aquí por la mañana. Mi hermana y yo saldremos con los niños. Si prefieres esperar hasta que yo regrese…

– No -interrumpió él abruptamente-, más vale que no pierda yo más tiempo. Puedo hacerlo solo si alguien me deja entrar.

– Le dejaré instrucciones a Lucrezia para que te haga pasar. Ella es el ama de llaves… ha estado con la familia desde siempre. El único problema… -dijo con voz abatida.

– ¿Cuál es, Ángela?

– El único problema es que no vas a poder leer las anotaciones de mi padre. Él sabía muchos idiomas, pero siempre hacía sus apuntes en italiano. Pensé que si yo estuviera aquí… pero tú no quieres perder tiempo, ¿verdad? Ah, ya sé qué… Lucrezia puede traducir bastante bien del italiano al inglés. Así que si hay algo que te interese, algo que parezca importante, entonces simplemente le preguntas a ella. O llévatelo a Amsterdam, y allá te ayudaré yo cuando vuelva. ¿A qué hora quieres venir?

– ¿Estaría bien a las diez de la mañana?

– Muy bien. Le diré a Lucrezia que te espere y que saque las cajas con las cosas del escritorio de mi padre para dártelas. ¿Quieres ver también el archivo?

– ¿Tienes alguna idea de lo que contiene?

– Copias de sus conferencias, discursos y artículos publicados.

– ¿Qué hay de su correspondencia personal?

– La tiró toda justamente unas semanas antes de su colapso. Necesitaba más espacio, así que se deshizo de todas las cartas. Pero lo demás que hay en el archivo, especialmente sus artículos publicados, podrían ser útiles para tu campaña publicitaria.

– Podría ser. Pero me tomaría demasiado tiempo en este momento. Quizá luego, después de la fecha del anuncio, podamos revisar todo ese material juntos.

– Me encantaría ayudarte. ¿Así que mañana sólo deseas ver las cajas?

– Sí, sólo lo que había en el escritorio.

Al cortar la comunicación con Ángela, Randall lamentó haberle mentido. Pero sabía que no podía decirle tras de qué andaba, al menos todavía no. Sólo una cosa importaba. Tenía que hallar a Robert Lebrun.

Ayer, al escuchar a De Vroome, todo había encajado, y la forma que había tomado representaba la posibilidad de un Lebrun auténtico y una pista que podría servir para localizarlo.

El doctor Venturi, sin saberlo, le había proporcionado la primera mitad del indicio: que a menudo el profesor Monti concertaba citas para verse con gente fuera de la universidad, y que el día del colapso acababa de volver de una cita con alguien.

El dominee De Vroome le había dado la segunda mitad de la pista: que la cita del profesor Monti, aquel día fatídico, había sido con una persona llamada Robert Lebrun.

Unidas, las dos informaciones formaban una punta de flecha. Muy endeble, basada en rumores y conjeturas, pero de todas maneras una guía, y la única pista del paradero de Lebrun… y de la posible verdad.

Y ahora era de mañana, y Randall esperaba en la sala de la casa de los Monti, cerca de la Piazza del Popolo. Era una casa vieja que había sido remodelada y alegremente decorada. La sala estaba amueblada con un ajuar veneciano, confortable y costoso, pintado de verde y oro. El ama de llaves, Lucrezia, una sirvienta bien entrada en años y con busto de matrona, vestida con una bata color aguamarina que la cubría como una tienda, le había dado la bienvenida con su arcaico inglés y con el afecto que otorgaba a uno de los pretendientes de Ángela. Le había traído café y pastelillos, y le había proporcionado un diccionario y guía de frases italiano-inglés, que Ángela le había dejado. Luego había ido a buscar las cajas que contenían los objetos del escritorio del profesor Monti.

Randall se acercó a la mesa redonda en la que estaba la bandeja de servicio, y llenó su taza de café. El hecho crucial, reflexionó, era que Ángela y su hermana habían conservado los efectos de su padre, intactos desde la noche en que lo habían encontrado enajenado en su escritorio. Ahora se presentarían las interrogantes críticas. ¿Había realmente salido el profesor Monti, aquel día de mayo de hacía un año y dos meses, de su oficina en la universidad para encontrarse fuera con Robert Lebrun? Y si así era, ¿había anotado esa cita con Lebrun alguien como el profesor Monti, que era una persona ocupada con muchos compromisos? ¿O lo habría olvidado? ¿O habría estado temeroso de hacerlo?

Randall había empezado a saborear el café cuando Lucrezia reapareció trayendo una resistente caja de grueso cartón. Randall dejó su taza para ayudar a la mujer, pero antes de que pudiera hacerlo ella ya la había depositado a los pies de él.

– Usted vea ésta -resopló Lucrezia-. Yo voy por una más, por otra.

Ella salió del cuarto y Randall se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, desdoblando las tapas de la caja de cartón corrugado. Lentamente, comenzó a sacar lo que contenía.

No le interesaron ni las carpetas azules llenas de documentos de investigación, ni el portaplumas de ónix con su pluma, ni el cuaderno amarillo para apuntes y borradores.