Randall asintió.
– Sí, el controvertido artículo que escribió el profesor Monti planteando la posibilidad de encontrar el documento Q en Italia, en lugar de Palestina o Egipto.
– Exactamente -dijo el dominee De Vroome, impresionado-. Ya veo que ha hecho bien su tarea, señor Randall. Pero, claro, usted tiene un excelente tutor en la hija del profesor Monti. Bien, para continuar, un día, en la Biblioteca Nazionale, Lebrun leyó ese artículo de Monti y de inmediato ató los cabos sueltos de su complot. De los lugares sugeridos por Monti para un posible hallazgo futuro, uno era el de las antiguas ruinas sepultadas a lo largo de la vieja costa cercana a Ostia. Después de un meticuloso estudio del sitio, Robert Lebrun se las ingenió para enterrar profundamente su falsificación, entre las ruinas de la villa romana de Ostia Antica del siglo i.
El escepticismo de Randall surgió nuevamente.
– ¿Cómo pudo hacer eso sin que lo descubrieran?
– Lo hizo -dijo firmemente el clérigo-. Yo no sé cómo, y él no le reveló a Plummer los medios de los que se valió. Yo creo que Lebrun era, y todavía es, capaz de cualquier cosa. Sobre todo, como usted debe darse cuenta, él siempre fue un hombre de infinita paciencia. Una vez que sus falsificaciones en papiro y pergamino estuvieron selladas y enterradas, dejó que transcurrieran varios años para permitir que el tarro sellado y el bloque de piedra formaran parte de las ruinas enterradas, al absorber los estragos del tiempo y tomar la apariencia de ser tan antiguos como los documentos que contenían. Durante ese lapso, el Gobierno italiano había autorizado que se realizaran nuevas excavaciones en Ostia Antica, y Lebrun vigiló, confiando en que su falsificación sería desenterrada accidentalmente. Pero esas excavaciones no fueron lo suficientemente extensas. Mientras tanto, el profesor Monti continuaba publicando sus escritos radicales, promoviendo sus puntos de vista acerca de la posibilidad de hallar el documento Q en Italia y, como resultado, Monti fue severamente criticado y ridiculizado por sus colegas más conservadores. Al leer eso, al enterarse de esa controversia interna, Lebrun supuso que el profesor Monti estaría dolido por los ataques de sus críticos académicos y ansioso por demostrar que sus teorías no eran meras fantasías. Lebrun resolvió que la hora de actuar había llegado. Así que hace siete años, según lo que le dijo a Plummer en el cementerio de París, se decidió a buscar al profesor Monti en la Universidad de Roma. Y, de acuerdo con los resultados, la psicología de Lebrun había sido correcta.
– ¿Quiere usted decir que Monti respondió? -dijo Randall, perplejo-. Pero, ¿a qué?
– A un pequeño fragmento de papiro en arameo que Lebrun le llevó -dijo el dominee De Vroome-. No hay que subestimar a Lebrun. Es diabólicamente listo. Había desprendido dos pedazos del material del Papiro número 3 del Evangelio según Santiago, en secciones rasgadas, para dar a la enterrada hoja de papiro una apariencia real y carcomida. Guardó intacto uno de esos dos fragmentos, y al otro le dio nueva forma y escribió sobre él. Éste fue el fragmento que desenvolvió y mostró al profesor Monti. Lebrun sabía de antemano que sería interrogado acerca de la forma en que había llegado a sus manos, así que explicó que él era un estudiante aficionado a la historia romana del siglo i y que había estado preparando, durante mucho tiempo, un libro acerca de Roma y sus colonias en aquel período de la antigüedad, y que había hecho su distracción durante los fines de semana el visitar los antiguos lugares involucrados en el primitivo comercio romano. Puesto que Ostia había sido un activo puerto marítimo en la época de Tiberio y Claudio, Lebrun había empleado innumerables fines de semana caminando por los alrededores y tratando de imaginar el puerto como había sido hacía casi dos mil años, pensando que todo eso sería provechoso para su libro. Por lo menos eso le dijo a Monti. Lebrun le explicó que él ya se había convertido en una persona conocida en la zona y que una tarde de domingo (eso le dijo) un chiquillo italiano se le había acercado tímidamente ofreciéndole en venta un pequeño recuerdo del lugar. Era el mismo fragmento que Lebrun le había llevado a Monti.
– ¿No se mostró Monti curioso por saber cómo el muchacho se había apropiado del fragmento? -interrumpió Randall.
– Naturalmente que sí. Pero Lebrun tenía una respuesta para todo. Explicó que al muchacho y a sus jóvenes amigos, cuando estaban jugando, les gustaba cavar cuevas en los montículos y las colinas, y que la semana anterior habían desenterrado una pequeña pieza de barro, sellada, que se rompió en pedazos cuando trataron de extraerla. Dentro había algunos trozos viejos de papel, muchos de los cuales se desintegraron, convirtiéndose en polvo, al ser expuestos a la luz, permaneciendo intactos sólo unos cuantos. Los alocados jovenzuelos, en sus juegos, usaron esos papeles como dinero de juguete y después los tiraron. No obstante, ese chico guardó un solo fragmento, pensando que podría valer unas cuantas liras para un investigador aficionado. Lebrun dijo que le compró ese fragmento al muchacho por una suma baladí, sin estar seguro de su verdadero valor, y que luego regresó a sus habitaciones en Roma y examinó minuciosamente el borroso papiro. Casi de inmediato, y gracias a sus profundos conocimientos de los manuscritos antiguos, Lebrun comprendió su posible significación. Y ahora se lo traía al profesor Monti, director de arqueología de la Universidad de Roma, para que lo autenticara. Según dijo Lebrun, Monti se mostró escéptico, pero interesado. Le pidió que dejara el fragmento de papiro durante una semana para que pudiera examinarlo. Ya puede usted imaginar lo que sucedió después.
Randall había estado escuchando cuidadosamente. De la misma manera como había dudado durante tanto tiempo de la versión de Resurrección Dos, ahora dudaba de la que Lebrun le estaba exponiendo. Ambas versiones resultaban igualmente buenas. Sin embargo, sólo una podía ser verdadera.
– Lo que me interesa saber, dominee, es lo que Robert Lebrun inventó después.
Los ojos de De Vroome se fijaron en Randall.
– Todavía se muestra usted escéptico, al igual que el profesor Monti en un principio -De Vroome sonrió-. Pero creo que se convencerá, como el profesor Monti se convenció durante la semana siguiente a que recibió el fragmento del papiro. Porque cuando Lebrun regresó a la universidad una semana después, Monti lo recibió regiamente y lo encerró en su despacho para hablar secretamente. Monti no ocultó su regocijo. Según Lebrun, estaba fuera de sí por la excitación. Monti le informó que había examinado el fragmento cuidadosamente y que estaba más que satisfecho acerca de su autenticidad. El trozo parecía ser una pieza de un antiguo códice del Nuevo Testamento que podría ser más antiguo que todos los conocidos. Incluso podría ser anterior a los primeros evangelios que se conocen, escritos por San Marcos (supuestamente en el año 70 A. D.) y San Mateo (atribuido al año 80 A. D.). Si ese fragmento había subsistido, debían existir más. Y si se hallaran más fragmentos, ello podría representar el descubrimiento bíblico más increíble de la Historia. Si Lebrun le indicaba el sitio de este descubrimiento, Monti podría obtener los permisos necesarios e iniciar su búsqueda. Lebrun estaba dispuesto a colaborar bajo dos condiciones. Primera, exigía que si la excavación tenía éxito, él tendría que recibir la mitad del dinero que Monti percibiera. Segunda, Lebrun insistía en que él debía permanecer como socio secreto, que su participación en el proyecto se mantuviera en silencio y su nombre no fuera mencionado o registrado por Monti, puesto que él era un extranjero radicado en Italia, tenía antecedentes inmerecidos como delincuente juvenil en Francia (por supuesto que no reveló a Monti la verdad completa acerca de sus antecedentes criminales) y no quería una publicidad que pudiera sacar a relucir su pasado y provocar una expulsión de su patria adoptiva. El profesor Monti estuvo conforme con ambas condiciones, y el acuerdo entre las dos partes se hizo.