Con la mano temblorosa, Randall dio un largo trago a su escocés.
– Bien -dijo-, ¿cuál fue el resultado de ese encuentro entre Plummer y Lebrun en el cementerio de París? ¿Le pagaron ustedes para obtener la prueba de la falsificación?
El reverendo De Vroome frunció el ceño, se puso en pie y tomó un cigarro puro de una caja que había en la mesa lateral.
– El segundo desenlace -musitó, encendiendo el puro-, y más extravagante que todo lo que le precedió.
De Vroome permaneció de pie, dándole vueltas al puro entre los dedos.
– Sí, Plummer negoció un arreglo con Lebrun mientras caminaban juntos hacia la salida del Cementerio Père-Lachaise. Lebrun había dejado la prueba de la falsificación escondida en algún lugar seguro en los suburbios romanos. Estuvo de acuerdo en regresar a Roma, recobrarla y aguardar a que Plummer se le reuniera aquí. Se pusieron de acuerdo acerca de ese segundo encuentro… Lebrun fijó la fecha, la hora y el lugar, un café oscuro y apartado que ocasionalmente frecuentaba. Allí, Plummer podría examinar la prueba de la falsificación, y por esa evidencia y un informe del fraude, por escrito, Plummer le entregaría una suma de dinero relativamente modesta.
– ¿Cuánto?
El dominee De Vroome, de pie con su gran estatura, echó bocanadas de humo.
– Lebrun quería cincuenta mil dólares en moneda norteamericana o su equivalente en moneda suiza o británica. Plummer regateó con él, hasta que Lebrun aceptó la suma de veinte mil dólares.
– Y la reunión, ¿se llevó a cabo?
– Por así decirlo, sí. Pero antes déjeme hablarle de un cambio en los planes. Cuando Plummer regresó a Amsterdam y me relató lo que había ocurrido entre ellos, yo me sentí… digámoslo así… me sentí extremadamente regocijado y esperanzado. De inmediato decidí que la transacción era vital para nuestra causa y que, por lo tanto, no debía ser manejada sólo por Cedric Plummer. Él es un periodista entusiasta, pero no es experto en papirología, arameo y crítica de textos. Yo sí soy experto en las tres materias, y tenía la certeza de que la prueba de la falsificación de Lebrun estaría en el otro fragmento del Papiro número 3 que había recortado y mantenido intacto; o algo similar. Yo esperaba que además contendría alguna evidencia innegable de que no era genuino sino falso. Yo estaba mucho mejor capacitado que Plummer para emitir un juicio acerca de semejante prueba, así que lo acompañé a Roma.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace tres días. Fuimos en automóvil al punto de reunión aquí en la ciudad…
– ¿En qué parte de la ciudad?
Pacientemente, De Vroome complació a Randall.
– En un pequeño y barato café o bar para estudiantes que hay al otro lado de la angosta carretera que llega a la Piazza Navona. El café en sí está en la esquina de la Piazza delle Cinque Lune (la Plaza de las Cinco Lunas) y la Piazza di S. Apollinare. De ninguna manera es tan pintoresco como suena. El café se llama Bar Fratelli Fabbri… el Bar de los Hermanos Fabbri. Es poco atrayente. En el exterior tiene cuatro mesas con sillas de mimbre frente al establecimiento y un verde toldo raído para proteger del ardiente sol a los clientes habituales. Tiene dos entradas encortinadas con tiras azules de plástico para mantener fuera a las moscas… el tipo de cintas que uno encontraría en la entrada de una casa de mala nota en Argel. Plummer y yo íbamos a encontrarnos allí con Robert Lebrun a la una de la tarde. Nosotros llegamos con quince minutos de antelación y nuestros veinte mil dólares, tomamos una de las mesas exteriores y ordenamos Carpanos, aguardando con una tensión considerable, como usted bien podrá imaginar.
– ¿Apareció Lebrun? -preguntó Randall ansiosamente.
– A la una y cinco, cuando ya comenzábamos a preocuparnos, un taxi apareció repentinamente sobre la Piazza delle Cinque Lune y frenó patinando sobre la ancha calle frente al café. La puerta trasera se abrió y un anciano bastante encorvado bajó y caminó cojeando hasta la ventanilla delantera para pagarle al chófer. Recuerdo que Plummer me tiró del brazo. «¡Es Robert Lebrun, es él!» Plummer se puso en pie de un salto y gritó: «¡Lebrun! ¡Aquí estoy!» Lebrun se volvió, casi cayéndose sobre su pierna artificial, miró hacia nuestra mesa con ojos entrecerrados e inmediatamente se transformó. Pareció haberse disgustado mucho. Con una mano se estrujó el puño de la otra y, sacudiéndolas en dirección a nosotros, gritó alocadamente a Plummer: «¡Rompió usted su palabra! ¡No pretende publicarlo! ¡Me va a vender a ellos!» Me señaló con el dedo y, mientras lo hacía, por primera vez me di cuenta de que traía puesto mi traje clerical, mi sotana. Un desatino idiota. La había usado para un servicio religioso y no me había molestado en quitármela. El viejo estaba seguro de que Plummer había estado actuando en nombre de la Iglesia y que estaba tratando de apoderarse de la prueba de la falsificación para que la propia Iglesia se deshiciera de ella. Plummer trató de gritarle para que se acercara, e intentó cruzar el tráfico y alcanzarlo para explicarle mi presencia. Pero fue demasiado tarde. Tropezando, Lebrun había vuelto a subir al taxi; y se había alejado, dejándonos sin esperanza de alcanzarlo, sin ninguna esperanza. Nunca más lo volvimos a ver, ni pudimos localizarlo. No existe ningún Lebrun en el listín telefónico de Roma, ni en ningún otro directorio o registro municipal. Desapareció por completo.
– Así que usted no tiene nada -dijo Randall.
– Excepto lo que le he relatado en esta habitación. Sin embargo, le he revelado todo lo que ha sucedido, exactamente como sucedió, todos nuestros secretos, porque sabía que usted ha tenido las mismas sospechas que yo acerca de la nueva Biblia, y porque usted fue capaz de lograr lo que yo no pude. Usted, señor Randall, logró ver al profesor Augusto Monti el día de hoy. Y es Monti (el único que queda) quien sabe el verdadero nombre del falsificador, y su domicilio. Monti, y sólo Monti, nos podría conducir a Lebrun y a la prueba definitiva de la falsificación. ¿Cree usted que el profesor Monti lo ayudaría?
Randall puso a un lado su pipa, tomó su portafolio y se levantó.
– Usted sabe que Monti sufrió un colapso nervioso. Usted sabe que está en un manicomio. ¿Cómo podría él ayudar?
– Pero sus colegas de la universidad nos han informado que sólo padece de un desorden mental temporal.
– Eso es lo que han hecho creer. No es verdad. Yo estuve con Monti. Traté de sostener con él una conversación racional y fracasé. El profesor Monti está irremediablemente loco.
El dominee De Vroome pareció doblegarse.
– Entonces estamos perdidos y sin esperanza. -Su mirada afrontó a la de Randall-. A menos que haya algo más que usted sepa y que pudiera ayudarnos. De ser así, ¿lo haría usted?
– No -dijo Randall. Cruzando la sala se dirigió hacia la puerta, deteniéndose frente al dominee De Vroome-. No, no puedo ayudarlos, y si pudiera, no estoy seguro de que querría hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de que Robert Lebrun exista. Y si existe, no estoy seguro de que pudiera creerse en él. Gracias por sus atenciones y por su confianza, dominee, pero yo me voy de regreso a Amsterdam. Mi búsqueda de la verdad ha terminado aquí, en Roma. No tengo fe en su Robert Lebrun… ni en su existencia. Buenas noches.
Pero al salir de la suite de De Vroome y caminar por el pasillo del cuarto piso, dirigiéndose por la escalera a su propia habitación que estaba en el quinto, Randall supo que no había sido honesto con el clérigo holandés.
Randall sabía que había mentido deliberadamente.
No tenía duda alguna de que un hombre llamado Robert Lebrun existía en algún lugar de la ciudad, y que ese Lebrun debía tener algún tipo de prueba de la falsificación. Era lógico; encajaba perfectamente en la secuencia de acontecimientos que Randall acababa de escuchar.
Lo que quedaba era localizar a Lebrun y obtener la prueba. Randall no iba a volver a Amsterdam; aún no. Iba a hacer un último esfuerzo por descubrir la verdad. Por ahora tenía una pista, una pista que lo podría conducir a Robert Lebrun.