El cacharro se detuvo frente a los peldaños de madera y el pequeño porche que conducía a la entrada principal. Habían llegado a Más a Tierra.

Shively se volvió.

– Llevémosla dentro, muchachos. La cama está aguardando.

Con la ayuda de Shively, Malone y Brunner levantaron el inerte cuerpo. Mientras Shively abría la puerta con la llave que le había entregado Yost, Malone y Brunner subieron los peldaños y atravesaron el porche cruzando la entrada y pasando al pequeño vestíbulo.

Después giraron a la izquierda siguiendo a Shively por un pasillo que conducía al dormitorio principal. Shively abrió la puerta del mismo.

– Dejadla en la cama -les ordenó-. Voy a meter todas las cosas dentro. Volveré en seguida y os echaré una mano para atarla.

– Ya nos las apañaremos -dijo Malone sosteniendo cuidadosamente a Sharon por las axilas y caminando de espaldas a la puerta.

Shively se apartó a un lado para que Malone y Brunner pudieran pasar.

– Sí -murmuró contemplando a Sharon-, vale la pena. Le guiñó un ojo a Malone y se alejó silbando para sacar las provisiones del cacharro antes de que Yost lo dejara aparcado en el cobertizo que había a la derecha del refugio.

Al entrar en el dormitorio principal, Malone se sorprendió de sus inesperadas dimensiones, de su comodidad y del tamaño del Lecho Celestial.

La cama era una moderna reproducción de una vieja cama de latón del siglo XIX, con altos parales a ambos lados de las barras de latón de la cabecera. No había colcha, simplemente dos almohadas bien embutidas y una manta de lana rosa sobre las limpias sábanas blancas.

Depositaron suavemente a Sharon Fields sobre la cama, la colocaron en medio en posición supina, con la cabeza descansando sobre una de las almohadas.

Malone la examinó, le alisó la melena rubia, le quitó el pesado collar del colgante y lo colocó sobre la mesilla y le abrochó uno de los botones de la blusa blanca de punto.

Mientras la colocaban en su sitio, se le había levantado un poco la falda de cuero beige, dejando al descubierto una pequeña mancha de nacimiento que tenía en un muslo. Malone tiró discretamente de ella y, al rozarle suavemente la piel con los dedos, advirtió que un cálido, hormigueo le recorría todo el cuerpo.

Brunner guardaba silencio y parpadeaba incesantemente.

– Me parece que estaría más cómoda sin las botas, ¿no crees? -preguntó.

Malone dudaba.

La idea de quitarle cualquier prenda estando ella inconsciente le preocupaba. Y, sin embargo, puesto que se hallaba tendida en la cama, era una estupidez no quitarle el engorroso calzado.

– Sí, creo que debiéramos descalzarla. Tú le quitarás la izquierda y yo le quitaré la derecha. Me parece que tienen cremalleras a los lados.

Le bajaron las cremalleras de las botas, se las quitaron y la dejaron descalza. Ahora había llegado el momento de dar el paso que más desagradaba tanto a Malone como a Brunner. Brunner miró preocupado a Malone y habló el primero.

– ¿Tenemos que atarla? Eso es lo que menos me gusta. Menos todavía que el secuestro. Ahora sí que parece un verdadero secuestro, como si la retuviéramos a la fuerza.

Malone vaciló de nuevo.

Pero sabía que tenían que hacerlo.

– No tenemos más remedio. Lo acordamos de antemano. Si no lo hacemos nosotros, sabes que lo harán los demás.

– Supongo que sí.

– Tengo la cuerda en la bolsa. Voy por ella -dijo Malone saliendo al pasillo.

A través de una ventana que daba al porche y a la zona arenosa que se abría ante el bosquecillo de robles, pudo ver a Shively junto al cacharro llenando el depósito de éste por medio de un bidón mientras hablaba con Yost, que ahora se encontraba sentado al volante.

Malone se dirigió a la entrada, donde aparecían acumuladas todas sus pertenencias. Encontró su bolsa entre todo un montón de maletas, bolsas de plástico y paquetes. La recogió y se dirigió de nuevo al dormitorio principal.

Rebuscando en la bolsa, Malone encontró dos trozos de cuerda que previamente había sido cortada a la medida adecuada. Sacó también dos tiras de tela que habían arrancado de una sábana. Le arrojó al apenado Brunner una de las cuerdas y una tira de tela.

– Pongamos manos a la obra, Leo.

– No vuelvas a llamarme por mi nombre.

– Perdona.

Cada cual tomó uno de los brazos de Sharon, envolvió la muñeca de ésta con una tira de tela para no causarle daño y después se la ató con la cuerda. Después le extendieron los brazos atando los otros extremos de las cuerdas a los pilares de la cama.

– No la dejes muy tirante -dijo Malone-. La cuerda no debe estar muy tensa. Tiene que ceder un poco para que pueda cambiar de posición si lo desea.

– Sí -dijo Brunner con un hilo de voz.

Terminaron en seguida. Se intercambiaron el sitio y cada cual comprobó el trabajo del otro y se mostró satisfecho.

– Mira -dijo Brunner-, me parece que podríamos considerarlo desde otro punto de vista. Una vez a mi mujer la operaron en el hospital y, para administrarle unas inyecciones intravenosas, tuvieron que atarle los brazos a las barandillas de la cama. Estaba inquieta y se movía sin cesar y lo hicieron para protegerla. En los hospitales suelen hacerlo.

– Creo que podríamos considerarlo desde ese punto de vista -dijo Malone-. Lo de atarla es sólo temporal. Para facilitar las cosas hasta que ella sepa por qué lo hemos hecho y se muestre dispuesta a colaborar. Entonces podremos desatarla.

– Tal vez esta tarde.

– Pues claro que sí -dijo Malone.

Contempló una vez más el cuerpo inmóvil de Sharon-. Me parece que no hay motivo para que sigamos manteniéndola con los ojos vendados y amordazada.

– La gasa de la boca se la podemos quitar -dijo Brunner-. Aunque gritara, estamos tan lejos que nadie podría oírla.

Se inclinó hacia Sharon, despegó una esquina de esparadrapo y le quitó suavemente la gasa que le cubría la boca. Sharon empezó inmediatamente a respirar con normalidad.

– ¿Y la venda de los ojos? -preguntó Malone.

Antes de que Brunner pudiera responder, entró Shively en la estancia seguido de Yost.

– Vaya, chicos, habéis estado trabajando mucho -dijo Shively-. La tenéis muy bien atada.

Yost se acercó a la cama.

– Es la bella durmiente -dijo en un susurro.

– Estábamos pensando quitarle la venda de los ojos -dijo Brunner.

– No sé -dijo Shively-¿Qué te parece, Howie?

– Estoy pensando una cosa -dijo Yost-. Si le dejamos la venda en los ojos, jamás podrá saber quiénes somos. Aunque, hayamos cambiado de aspecto.

Malone decidió intervenir.

– Soy totalmente contrario a dejarle la venda. Cuando despierte y compruebe que le han vendado los ojos, se asustará mucho. Bastante se asustará de verse atada para que encima no pueda ver con quién está. No hay nada más aterrador que lo desconocido.

Si ve dónde está y con quién está, si ve que somos unos tipos normales y no unos criminales, tendremos mayores posibilidades de gustarle y de que acceda a colaborar con nosotros.

– Tienes razón -reconoció Yost-, si bien con toda esta pelambrera en la cara, no estoy muy seguro de que le parezcamos normales.

– Tú estás muy bien -le aseguró Malone-. Y ella sólo podrá recordar el aspecto que ofrecemos ahora. Cuando todo haya terminado y hayamos regresado a Los Ángeles sin bigotes, barbas ni disfraces, ella no podrá reconocernos.

Voto a favor de que le quitemos la venda de los ojos. Queremos que nos vea, que se sienta a gusto a nuestro lado. De eso se trata precisamente.

– Creo que el muchacho tiene razón -les dijo Shively a los demás.

Yost se acarició el bigote falso.

– Me parece bastante lógico.

– Yo estoy de acuerdo con lo que decidáis -dijo Brunner.

– Muy bien -dijo Malone.

Se inclinó hacia Sharon Fields y arrancó con sumo cuidado los extremos del esparadrapo que mantenía adherida la gasa y después apartó ésta. Los párpados de Sharon Fields se movieron pero no se abrieron.