– ¿Qué ocurre? -le preguntó bruscamente.

– Perdone -repuso la muchacha muy turbada-.

Es que estaba preocupada. ¿Se encuentra usted bien, señor Zigman?

– ¿Qué significa eso de si me encuentro bien?

– No, no lo sé.

– Pues claro que me encuentro bien. Me encuentro perfectamente bien. Ahora déjeme solo. Estoy ocupado.

Esperó a que se cerrara la puerta tras la muchacha y volvió a dirigir su atención a la carpeta.

Examinó rápidamente varias cartas, suyas a Nellie Wright, de Nellie a él en nombre de Sharon y, al final, encontró una y después otra y una tercera que le había escrito de puño y letra la propia Sharon desde distintos lugares con su conocida caligrafía inclinada.

Apartó la carpeta a un lado y colocó las tres cartas auténticas de Sharon Fields al lado de la falsa nota de rescate.

Las estudió detenidamente, las examinó palabra por palabra e incluso letra por letra. Terminó en cinco minutos.

Ahora ya lo sabía. La vida de Sharon Fields estaba enteramente en sus manos. No le cabía la menor duda, absolutamente ninguna.

La nota de rescate era Sharon auténtica, escrita de puño y letra por la propia Sharon.

Su deseo de una broma había sido un autoengaño y un intento involuntario de evitar que sucediera un hecho nefasto. Pero no podía evitar que no sucediera. La prueba la tenía delante.

Había sucedido. Sharon Fields había sido secuestrada. Había que comprar su seguridad. No podía esquivar la propuesta. Tendría que efectuar la inversión y en seguida.

Un millón de dólares. Había intervenido en numerosas transacciones en las que la suma exigida había sido no de un millón sino de cinco o diez millones. Pero jamás con veinticuatro horas de plazo.

Jamás en dinero efectivo, en billetes de determinado valor y con estrictas limitaciones en cuanto a los números de serie y en cuanto a la cantidad de billetes nuevos y viejos.

Y lo más grave era que todo ello tenía que hacerlo con el máximo sigilo.

La computadora de arriba se estaba poniendo en marcha, zumbaba rápidamente en silencio y estaba empezando a vomitarle los procedimientos a seguir. Bajo ninguna circunstancia se lo insinuaría a nadie y tanto menos a la policía y al FBI. Tenía que ser una operación de un solo hombre.

La operación Zigman.

Se mostraría tan reservado como un sacerdote o un psicoanalista. Pero había una persona a quien tendría que notificárselo.

Tendría que acudir a entrevistarse con Nellie Wright y comunicárselo. Con ello no rompería el pacto sellado con la secuestrada y los secuestradores.

Nellie y él eran como una sola persona en lo concerniente al afecto que le profesaban a Sharon.

Parecían dos personas pero funcionaban como una sola cuando se trataba de cuestiones relacionadas con Sharon. Aparte de Nellie, tendría que haber una tercera persona.

Otra persona que tendría que intervenir sin pérdida de tiempo. El hombre del dinero. Lo encontró inmediatamente.

Había muchos candidatos pero sólo uno de ellos resultaba idóneo.

Nathaniel Chadburn, el compañero de golf de Zigman en el transcurso de los fines de semana en el Club de Campo de Brentwood y veterano presidente del Sutter National bank.

El hombre más idóneo por dos motivos. Chadburn se encargaba de todos los asuntos bancarios de Zigman, desde cuentas corrientes de clientes a préstamos y financiaciones. Eran íntimos amigos desde hacía más de diez años.

Chadburn y el Sutter National no sólo trabajaban por cuenta de Zigman sino que, además, financiaban varios proyectos de la Aurora Films, los estudios que producían las películas de Sharon y con los que ésta tenía firmado un contrato.

Chadburn era un mago de las finanzas. Encontraría el medio de obtener un millón de dólares en efectivo de la noche a la mañana.

Era probable que en los sótanos del Sutter National dispusieran incluso de una cantidad superior a ésta.

En caso contrario, sabría dónde conseguirla aunque para ello tuviera que cerrar un trato con la Reserva Federal de Los Angeles.

En cuanto a las enojosas exigencias -la mitad en billetes nuevos y la mitad en billetes usados y todo ello en billetes de cien, de cincuenta y de veinte con variedad en los números de serie-, Chadburn conocía a otros banqueros de la zona e intercambiaría con éstos los billetes necesarios para conseguir la suma requerida.

Pero había otra razón por la cual Chadburn resultaba el hombre más idóneo y esta razón era la más importante: En el transcurso de todos los años que llevaban trabajando juntos, Chadburn jamás había hecho comentario alguno acerca de los asuntos particulares o situación económica de sus clientes.

Era un hombre reservado, tranquilo y discreto en grado sumo.

En el transcurso de aquellos diez años, Chadburn ni siquiera había tenido el atrevimiento de preguntarle a Zigman si estaba o había estado casado.

El despacho particular de Chadburn era un confesionario tan sagrado y seguro como el del Papa en el Vaticano.

Y, además, Chadburn era el único hombre que Zigman conocía que no hiciera trampa al anotar los tantos de golf en la tarjeta.

Añádase a ello un último factor. No era probable que exigiera aval por el préstamo y, caso de hacerlo, aceptaría los bienes raíces y los bonos de Zigman bajo palabra de éste.

Zigman sopesó otra cuestión. ¿Tendría que confesarle al banquero el uso a qué se destinaría el millón? ¿Haría falta mostrarle a Chadburn la nota de rescate? Sería conveniente hacerlo así.

Zigman estaba seguro de que sí pero después comprendió que no sería necesario traicionar la petición de Sharon en el sentido de que guardara absoluto secreto.

Porque, en cuanto Zigman le pidiera el préstamo y le señalara la necesidad de que éste fuera en efectivo, en billetes de determinado valor y con determinadas limitaciones en cuanto a la clase de billetes y numeración y le hablara del carácter urgente de la operación, Chadburn lo “comprendería”.

El banquero sabría con toda certeza para qué y para quién se necesitaba el millón de dólares.

El también iba al cine y leía novelas. No preguntaría y no haría falta contarle nada. Y no se quebrantaría ningún pacto de confianza.

Zigman dobló la nota de rescate y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Se levantó del sillón giratorio y entonces se preguntó por primera vez por qué el secuestrador o los secuestradores habían esperado trece días antes de exigir el rescate y se preguntó también qué penalidades habría sufrido Sharon en el transcurso de aquellos trece días.

Rápidamente lo apartó de su imaginación. No quería preguntarse nada. Sólo deseaba que su niña regresara a casa sana y salva.

Cruzó velozmente la estancia, salió al pasillo y se encaminó hacia el ascensor.

“Cuaderno de notas de Adam Malone -2 de julio”: Estamos a media mañana del miércoles y, dado que los demás consideran que se trata del momento culminante de nuestra estancia en Más a Tierra y lo están celebrando por medio de una borrachera, he llegado a la conclusión de que merecía la pena dejar constancia de ello por escrito.

Yo me he ido -están demasiado embriagados y no me echarán en falta-y he encontrado un umbroso robledal a menos de un kilómetro de nuestro refugio.

Me encuentro sentado bajo un árbol y reclinado contra un tronco al amparo del cálido sol, escribiendo mis impresiones y lo que he observado y oído.

Lo que ha sucedido hace apenas unas horas es que el Agente de Seguros se ha ido con el cacharro a las cercanías de la ciudad para comprar la edición de esta mañana del Los “Angeles Times”.

Ha regresado muy pronto teniendo en cuenta lo dificultoso y escarpado que es el camino y ha irrumpido en el refugio en el momento en que estábamos quitando la mesa del desayuno.

Ha lanzado una gran exclamación y ha arrojado el periódico sobre la mesa.

– !Somos ricos! -ha gritado.

Todos nos hemos acercado al periódico, que estaba doblado por la página de los anuncios clasificados, y, en la segunda columna, entre "Pérdidas" y "Cambios" estaba "Personales" y debajo había seis anuncios, uno de ellos rodeado por un círculo de tinta roja.