"Lamento tener que discrepar -les dije-. Estoy totalmente en desacuerdo con vosotros sin ninguna reserva. Yo la considero una persona única y extraordinaria. Cada día espero con impaciencia el momento de poder verla.

Sé que cada noche gozaré de una nueva aventura. He conocido a bastantes mujeres. Jamás he conocido a ninguna mujer que vistiera mejor que ella.

Colma todas mis aspiraciones y sabéis muy bien cuán altas son éstas. Es más hermosa que ninguna otra mujer de la tierra. Es más amable, más dulce y más excelente que ninguna. Y, finalmente, se muestra más imaginativa y creadora que ninguna en el arte amoroso.

A diferencia de lo que les ocurre a la mayoría de sus hermanas, goza del amor por sí mismo. Para ella, se trata de una forma de expresión. Por eso se muestra siempre lozana, espontánea y variada.

Jamás he conocido ni he oído hablar de ninguna mujer capaz de dar lo que ella puede dar".

El Agente de Seguros me lanzó un desafío.

"Dime una cosa que ninguna otra mujer pueda dar. No la hay. Lo malo es que la sigues viendo con cristales de color de rosa.

Insistes en convertirla en lo que no es. Anda, dime una sola cosa que tenga ella y no tenga otra mujer que hayas conocido".

El Mecánico se me adelantó antes de que yo pudiera contestar.

"Sólo tiene una cosa que no tiene ninguna otra mujer -dijo-. ¿Sabéis lo que es?" "¿Qué?", preguntó el Agente de Seguros.

"Pues, dinero.

Eso es lo que tiene".

"De eso no me cabe la menor duda", dijo el Agente de Seguros.

"¿Sabéis lo forrada que está? ¿Sabéis cuántos billetes ganó el año pasado? Anoche estuve hablando con ella y le dije que era injusto que alguien como ella ganara tanto, siendo así que los demás apenas ganamos nada.

¿Sabéis cuánto reconoció que había ganado el año pasado, en sólo un año? Un millón.

¡Un millón de dólares!" "Para ser más exactos, permíteme que te recuerde su declaración de ingresos -le interrumpió el Perito Mercantil-.

En el transcurso de los doce meses del año pasado alcanzó unos ingresos de un millón doscientos veintinueve mil cuatrocientos cincuenta y un dólares y noventa centavos".

"¿Lo veis? -dijo el Mecánico-. Pues, si queréis saber mi opinión, para mí eso es lo más atractivo que tiene. A eso no me importaría nada meterle mano".

No me gustaba nada el sesgo que estaba adquiriendo la conversación y llegué a la conclusión de que había llegado el momento de exponerles a los demás lo que el Objeto me había dicho.

Me pareció que si comprendían cuánto apreciaba ella la ausencia de interés económico de la aventura y lo mucho que les respetaba por sus puras motivaciones, se avergonzarían y desistirían de aquella conversación tan materialista.

Tomé por tanto la palabra.

"Creo que debiera deciros algo que viene muy a cuento de esta conversación -les dije-. La otra noche estuve hablando con ella a propósito de sus relaciones con nosotros y de su actitud. Debo añadir que se mostró de lo más sincera.

Si bien no minimizó la importancia del secuestro, me confesó que, desde que ello había ocurrido, había conseguido ver las cosas de una forma más desapasionada. Y me confesó que ahora, tras haberse producido el secuestro y haberse acostumbrado a su suerte, sobre todo desde que empezamos a tratarla mejor, ha descubierto que existe un aspecto de nuestra empresa que le causa mucha admiración.

Me dijo que nos respetaba precisamente por ese motivo".

"¿Ah, sí? -preguntó el Mecánico-. ¿De qué se trata?"

"Aprecia la pureza de nuestras intenciones. Le gusta la idea de que nos arriesgáramos por el hecho de desearla y no ya para mantenerla como rehén a cambio de un montón de dinero. Considera que nuestros motivos constituyen un cumplido. Hemos coqueteado con el peligro, hemos logrado llevar a cabo un difícil secuestro y lo hemos hecho por amor, no por dinero. Por eso nos respeta".

"Ni hablar, hombre -dijo el Mecánico soltando un gruñido-. Debe estarse burlando de nosotros y pensando que somos un hato de imbéciles, por habernos tomado todas estas molestias a cambio de su amor en lugar de hacerlo a cambio de lo que interesa realmente, que es el dinero contante y sonante y nada más".

"Te equivocas -dije yo-. Se enorgullece sinceramente de nuestro comportamiento. Se siente muy halagada".

"Bueno, tal vez lo considere un cumplido, maldita sea, pero yo no.

Yo pienso que estamos haciendo el ridículo. ¿Sabéis una cosa? Cuanto más lo pienso, cosa que llevo haciendo toda la semana, más me doy cuenta de lo tontos que hemos sido al habernos arriesgado tanto a cambio de un trasero como hay otros, sobre todo teniendo en cuenta que cualquier persona en su sano juicio sabe perfectamente que, cuando se lleva a cabo algo de este estilo y se alcanza el éxito, es posible disfrutar de todos los traseros que te apetezcan junto con el dinero. Os digo que somos unos idiotas".

"No lo somos -insistí yo-. Si lo hubiéramos hecho a cambio de dinero, no seríamos más que unos vulgares delincuentes, cosa que no somos. Lo hicimos porque éramos unos seres humanos honrados, que queríamos llevar a cabo una empresa romántica".

"De romántica, nada -me espetó el Mecánico claramente molesto-. Os digo que fuimos unos idiotas. Mirad, cuando un tío va y arriesga deliberadamente el pellejo lo importante es que lo haga por algo que merezca la pena.

Hacerlo a cambio de un poco de amor, qué demonios, eso se hace, se acaba y se olvida y entonces ¿qué te queda? Por el contrario, arriesgas el pellejo a cambio de algo que pueda cambiar tu vida para siempre, eso sí merece la pena.

Mirad, yo os digo lo que pienso. -Hizo un gesto en dirección al dormitorio principal-. Cuando todo termine, haber disfrutado de su trasero en aquella habitación no va a cambiar mi vida. En cambio, disponer de unos cuantos millones de los que ella tiene guardados, eso podría permitirme volver a casa convertido en un rey y modificar todo mi futuro.

Qué demonios, ella misma me dijo que tenía más billetes verdes de los que le hacen falta, aunque viviera hasta los noventa años. No los podrá aprovechar todos".

"Pues nosotros no se los vamos a quitar -dije yo-. El Club de los Admiradores no se fundó con vistas a estudiar su situación económica, y no se hable más del asunto".

"Muy bien, chico, muy bien -dijo el Mecánico y después esbozó una ancha sonrisa para darme a entender que no se proponía insistir en el tema-.

No tienes por qué enojarte. No estaba proponiendo nada en concreto. Estaba haciendo simplemente conjeturas, pensando en voz alta".

"Pues procura no pensarlo -le dije-. Quede esto bien claro de una vez por todas. Su riqueza no nos concierne".

"Yo no diría tanto -replicó el Mecánico. Levantó el vaso, ingirió un sorbo y se lamió los labios-. Tal vez no nos concierna pero yo sólo sé una cosa: y es que cuando pienso en todo el dinero que tiene, me excito más que si pensara en su trasero".

"Cállate ya y baraja -le dije-. Sigamos la partida".

Pero me sentía muy enojado a causa de aquella insensata conversación. En el transcurso de la primera mano, una vez reanudamos el juego, me alegré mucho de poderle ganar y dejarle atascado con trece puntos.

Habían transcurrido veinticuatro horas sin incidente alguno, y a la noche siguiente volvieron a reunirse los cuatro alrededor de la mesa del comedor para beber, conversar de vez en cuando y jugar indiferentemente a la banca.

En aquellos momentos, mientras descartaba tres veces a Yost y aceptaba los tres naipes que Brunner le ofrecía, Adam Malone estaba muy lejos de la partida. Estaba repasando el día y, a primera vista, aquel viernes no se le antojaba nada distinto a los demás días transcurridos en aquel confinamiento, si bien había algo que le inquietaba.

Todos habían dormido hasta tarde, lo cual no era nada raro. La tarde se la habían pasado: Brunner, dormitando frente al aparato de televisión; Yost limpiando su escopeta de caza de dos cañones y saliendo a dar un paseo, y Shively, tan nervioso como siempre, fumando sin cesar, cortando un poco de leña, revisando el cacharro de ir por las dunas y bebiendo tequila.