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Ismael extrajo de nuevo su cuchillo y lo blandió frente a él, situando a Irene a su espalda. La sombra se alzó y se desplazó hacia ellos. Su garra asió la hoja del cuchillo. Ismael percibió la corriente helada ascendiendo por sus dedos y su mano, paralizándole el brazo.

El arma cayó al suelo y la sombra envolvió al chico. Irene trató de asirlo en vano. La sombra conducía a Ismael hacia el fuego.

Justo entonces, la puerta de la estancia se abrió y la silueta de Lazarus Jann apareció en el umbral.

La luz espectral que emergía del bosque se reflejó sobre el parabrisas del coche de la gendarmería, que abría la formación. Tras él, el vehículo del doctor Giraud y una ambulancia reclamada del dispensario de La Rochelle cruzaban la carretera de la Playa del Inglés a toda velocidad.

Dorian, sentado junto al comisario jefe, Henri Faure, fue el primero en advertir el halo dorado que se filtraba entre los árboles. La silueta de Cravenmoore se adivinó tras el bosque, un gigantesco carrusel fantasmal entre la niebla.

El comisario frunció el ceño y observó aquella visión que jamás había contemplado en cincuenta y dos años de vida en aquel pueblo.

– ¡Más de prisa! -instó Dorian.

El comisario miró al muchacho y, mientras aceleraba, empezó a preguntarse si la historia de aquel supuesto accidente tenía algo de cierta.

– ¿Hay algo que no nos hayas dicho?

Dorian no respondió y se limitó a mirar al frente.

El comisario aceleró a fondo.

La sombra se volvió y, al ver a Lazarus, dejó caer a Ismael como un peso muerto. El muchacho golpeó contra el suelo con fuerza y profirió un grito ahogado de dolor. Irene corrió a socorrerlo. -Sácalo de aquí -dijo Lazarus, avanzando lentamente hacia la sombra, que se retiraba.

Ismael notó una punzada en un hombro y gimió. -¿Estás bien? -preguntó la muchacha.

El chico balbuceó algo incomprensible, pero se incorporó y asintió. Lazarus les dirigió una mirada impenetrable.

– Lleváosla y salid de aquí -dijo.

La sombra susurraba frente a él como una serpiente al acecho. De pronto saltó hacia el muro y el retrato la absorbió de nuevo.

– ¡He dicho que os marchéis de aquí! -gritó Lazarus.

Ismael e Irene cogieron a Simone y la arrastraron hacia el umbral de la habitación. Justo antes de salir, Irene se volvió a mirar a Lazarus y vio cómo el fabricante de juguetes se acercaba al lecho protegido por los velos y los apartaba con infinita ternura. La silueta de aquella mujer se perfiló tras las cortinas.

– Espera… -murmuró Irene con el corazón en un puño.

Tenía que ser Alma. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al advertir las lágrimas en el rostro de Lazarus. El fabricante de juguetes abrazó a Alma. Jamás en la vida Irene había visto a alguien abrazar a otra persona con semejante cuidado. Cada gesto, cada movimiento de Lazarus denotaba un cariño y una delicadeza que sólo una vida entera de veneración podían otorgar. Los brazos de Alma lo rodearon también y, por un instante mágico, ambos permanecieron unidos en la penumbra, más allá de este mundo. Sin saber por qué, Irene sintió deseos de llorar, pero una nueva visión, terrible y amenazadora, se cruzó en su camino.

La mancha se estaba deslizando, sinuosamente, desde el retrato hacia el lecho. Una punzada de pánico invadió a la joven.

– ¡Lazarus, cuidado!

El fabricante de juguetes se volvió y contempló cómo la sombra se alzaba frente a sí, rugiendo de rabia. Sostuvo la mirada de aquel ser infernal durante un segundo, sin mostrar temor alguno. Luego, los miró a ellos dos; sus ojos parecían transmitirles palabras que no acertaban a comprender. Súbitamente, Irene entendió lo que Lazarus se disponía a hacer.

– ¡No! -gritó, sintiendo que Ismael la retenía. El fabricante de juguetes se acercó a la sombra. -No te la llevarás otra vez…

La sombra alzó una garra, dispuesta a atacar a su dueño. Lazarus introdujo la mano en su chaqueta y extrajo un objeto brillante. Un revólver.

La risa de la sombra reverberó en la estancia como el aullido de una hiena.

Lazarus apretó el gatillo. Ismael lo miró, sin comprender. Entonces, el fabricante de juguetes le sonrió débilmente y el revólver cayó de sus manos. Una mancha oscura se esparcía sobre su pecho. Sangre.

La sombra dejó escapar un alarido que estremeció toda la mansión. Un alarido de terror.

– ¡Oh Dios… -gimió Irene.

Ismael corrió a socorrerlo, pero Lazarus alzó una mano para detenerlo.

– No. Dejadme con ella. Y marchaos de aquí… -murmuró, dejando escapar un hilo de sangre por la comisura de los labios.

Ismael lo sostuvo en sus brazos y lo acercó al lecho. Al hacerlo, la visión de un rostro pálido y triste le golpeó como una puñalada. Ismael contempló a Alma Maltisse cara a cara. Sus ojos llorosos lo miraron fijamente, perdidos en un sueño del que nunca podría despertar.

Una máquina.

Durante todos esos años, Lazarus había vivido con una máquina para mantener el recuerdo de su esposa, el recuerdo que la sombra le había arrebatado.

Ismael, paralizado, dio un paso atrás. Lazarus lo miró, suplicante.

– Déjame solo con ella, por favor.

– Pero… no es más que… -empezó Ismael.

– Ella es todo lo que tengo…

El chico comprendió entonces por qué nunca se encontró el cuerpo de aquella mujer ahogada en el islote del faro. Lazarus lo había rescatado de las aguas y le había devuelto la vida, una vida inexistente, mecánica. Incapaz de afrontar la soledad y la pérdida de su esposa, había creado un fantasma a partir de su cuerpo, un triste reflejo con el que había convivido durante veinte años. Y mirando sus ojos agonizantes, Ismael supo también que, en el fondo de su corazón, de algún modo que no acertaba a comprender, Alexandra Alma Maltisse seguía viva.

El fabricante de juguetes le dirigió una última mirada llena de dolor. El muchacho asintió lentamente y volvió junto a Irene. Ella advirtió su rostro blanco, como si hubiera visto a la propia muerte.

– ¿Que…?

– Salgamos de aquí. Pronto -apremió Ismael.

– Pero…

– ¡He dicho que salgamos de aquí!

Juntos arrastraron a Simone hasta el corredor. La puerta se cerró a sus espaldas con fuerza, sellando a Lazarus en la habitación. Irene e Ismael corrieron, como pudieron, a través del pasillo hacia la escalinata principal, tratando de ignorar los aullidos inhumanos que se oían al otro lado de aquella puerta. Era la voz de la sombra.

Lazarus Jann se incorporó del lecho y, tambaleándose, se enfrentó a la sombra. El espectro le dirigió una mirada desesperada. Aquel diminuto orificio que la bala había practicado estaba creciendo, y la devoraba también a ella a cada segundo. La sombra saltó de nuevo para refugiarse en el cuadro, pero esta vez Lazarus cogió un madero encendido y dejó que las llamas prendiesen el óleo.

El fuego se esparció sobre la pintura como las ondas en un estanque. La sombra aulló y, en las tinieblas de la biblioteca, las páginas de aquel libro negro empezaron a sangrar hasta prender en llamas.

Lazarus se arrastró de nuevo hasta el lecho, pero la sombra, henchida de ira y devorada por las llamas, se lanzó tras él, dejando un rastro de fuego a su paso. Las cortinas del palanquín prendieron y las lenguas ardientes se esparcieron por el techo y el suelo, devorando con rabia cuanto encontraban. En apenas unos segundos, un infierno asfixiante se extendió por la habitación.

Las llamas asomaron por una de las ventanas y el fuego hizo saltar por los aires los pocos cristales que quedaban intactos, succionando el aire nocturno con fuerza insaciable. La puerta de la cámara salió despedida en llamas hacia el corredor y, lenta pero inexorablemente, el fuego, como una plaga, fue apoderándose de toda la mansión.

Caminando entre las llamas, Lazarus extrajo el frasco de cristal que había albergado a la sombra durante años y lo alzó en sus manos. Con un alarido desesperado, la sombra penetró en él. Las paredes de cristal se astillaron en una telaraña de hielo. Lazarus tapó el frasco y, contemplándolo por última vez, lo arrojó al fuego. El frasco estalló en mil pedazos; como el aliento moribundo de una maldición, la sombra se extinguió para siempre. Y con ella, el fabricante de juguetes sintió cómo la vida se le escapaba lentamente por aquella herida fatal.