Изменить стиль страницы

»En mayo de 1916, algo me empezó a suceder.

La luminosidad de aquel primer año con Alexandra se extinguió lentamente. Comencé a sospechar de la existencia de la sombra poco después. Cuando lo hice, sin embargo, ya no tenía remedio. Los primeros ataques no pasaron de ser sustos. Las ropas de Alexandra aparecían destrozadas. Las puertas se cerraban a su paso y manos invisibles empujaban objetos contra ella. Voces en la oscuridad. Apenas el principio…

»Esta casa tiene miles de rincones donde una sombra puede ocultarse. Comprendí entonces que no era más que el alma de su creador, de Daniel Hoffmann, y que la sombra crecería en ella, haciéndose más fuerte día a día. Y yo, por el contrario, me transformaría en un ser más débil. Toda la fuerza que había en mí pasaría a ser suya y, lentamente, mientras caminaba de vuelta a la oscuridad de mi infancia en Les Gobelins, yo pasaría a ser la sombra, y él, el maestro.

»Decidí cerrar la fábrica de juguetes y concentrarme en mi vieja obsesión. Quise volver a dar vida a Gabriel, aquel ángel de la guarda que me había protegido en París. En mi regreso a la infancia, creía que, si era capaz de volver a darle vida, él nos protegería a mí y a Alexandra de la sombra. Fue así como diseñé la criatura mecánica más poderosa que jamás hubiera soñado. Un coloso de acero. Un ángel para liberarme de mi pesadilla.

»¡Pobre ingenuo! Tan pronto aquel monstruoso ser fue capaz de levantarse de la mesa de mi taller, cualquier fantasía de obediencia que podía haber albergado se esfumó. No era a mí a quien escuchaba, sino al otro. A su maestro. Y él, la sombra, no podía existir sin mí, pues yo era la fuente de la que absorbía toda su fuerza. No sólo el ángel no me liberó de aquella vida miserable, sino que se transformó en el peor de los guardianes. El guardián de aquel secreto terrible que me condenaba para siempre, un guardián que se levantaría cada vez que algo o alguien pusiera en peligro ese secreto. Sin piedad.

»Los ataques a Alexandra se recrudecieron. La sombra era ahora más fuerte y su amenaza crecía día a día. Había decidido castigarme a través del sufrimiento de mi esposa. Había entregado a Alexandra un corazón que ya no me pertenecía. Aquel error habría de ser nuestra perdición. Cuando estaba a punto de perder la razón, comprobé que la sombra sólo actuaba cuando yo estaba en las inmediaciones. No podía vivir lejos de mí. Por este motivo, decidí abandonar Cravenmoore y refugiarme en la isla del faro. A nadie podía dañar allí. Si alguien tenía que pagar el precio de mi traición, ése era yo. Pero subestimé la fortaleza de Alexandra. Su amor por mí. Superando el terror y la amenaza a su vida, acudió en mi auxilio la noche del baile de máscaras. Tan pronto el velero en el que surcaba la bahía se aproximó al islote, la sombra cayó sobre ella y la arrastró a las profundidades. Aún puedo oír su risa en la oscuridad cuando emergió de entre las olas. Al día siguiente, volvió a refugiarse en aquel frasco de cristal. Durante los próximos veinte años no volví a verla…

Simone se alzó temblando de la silla y retrocedió paso a paso hasta que su espalda topó con la pared de la habitación. No podía seguir escuchando una sola palabra de los labios de aquel hombre, de aquel… enfermo. Sólo una cosa la mantenía en pie y le impedía rendirse al pánico que le inspiraba aquella figura enmascarada una vez escuchado su relato: la ira.

– Amiga mía, no, no… No cometa ese error…

¿No comprende qué es lo que sucede? Cuando usted y su familia llegaron aquí, no pude evitar que mi corazón se fijase en usted. No lo hice conscientemente. Ni siquiera me di cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que fue demasiado tarde. Traté de apagar ese hechizo construyendo una máquina a su imagen y semejanza…

– ¿Qué?

– Creí… Al poco tiempo de que su presencia volviese a dar vida a esta casa, la sombra que había permanecido veinte años de nuevo dormida en aquel frasco maldito despertó de su limbo. No tardó en encontrar una víctima propicia para liberarla de nuevo…

– Hannah… -murmuró Simone.

– Sé lo que ahora debe de sentir y pensar, créame. Pero no hay escapatoria posible. He hecho cuanto he podido… Debe creerme…

La máscara se incorporó y caminó hacia ella. -¡No se acerque ni un paso más! -estalló Simone.

Lazarus se detuvo.

– No quiero hacerle daño, Simone. Soy su amigo. No me dé la espalda.

Ella sintió una oleada de odio que nacía en lo más profundo de su espíritu.

– Usted asesinó a Hannah…

– Simone…

– ¿Dónde están mis hijos?

– Ellos han elegido su propio destino…

Un puñal de hielo le desgarró el alma. -¿Qué… qué ha hecho con ellos? Lazarus alzó las manos enguantadas. -Han muerto…

Antes de que Lazarus pudiese finalizar sus palabras, Simone dejó escapar un alarido de furia y, asiendo uno de los candelabros de la mesa, se lanzó contra el hombre que tenía enfrente. La base del candelabro se estrelló con toda su fuerza en el centro de la máscara. El rostro de porcelana se rompió en mil pedazos y el candelabro se precipitó hacia la penumbra. No había nada allí.

Simone, paralizada, concentró los ojos en la masa negra que flotaba frente a ella. La silueta se despojó de los guantes blancos, desvelando únicamente oscuridad. Sólo entonces Simone pudo advertir aquel rostro demoníaco formarse frente a ella, una nube de sombras que adquiría lentamente volumen y siseaba como una serpiente, furiosa. Un alarido infernal rasgó sus oídos, un aullido que extinguió cada una de las llamas que ardían en la habitación. Por primera y última vez, Simone oyó la verdadera voz de la sombra. Después, las garras la atraparon y la arrastraron hacia la oscuridad.

A medida que se adentraban en el bosque, Ismael e Irene advirtieron que la tenue neblina que cubría la maleza se iba transformando paulatinamente en un manto de claridad incandescente. La niebla absorbía las luces parpadeantes de Cravenmoore y las expandía en un espejismo espectral, una verdadera selva de vapor áureo. Tan pronto rebasaron el umbral del bosque, la explicación de aquel extraño fenómeno se reveló desconcertante y, de algún modo, amenazadora. Todas las luces de la mansión brillaban con gran intensidad tras los ventanales, confiriendo a la gigantesca estructura la apariencia de un buque fantasmal alzándose de las profundidades.

Los dos muchachos se detuvieron frente a las compuertas de lanzas que franqueaban el paso hasta el jardín, contemplando aquella visión hipnótica. Envuelta en aquel manto de luz, la silueta de Cravenmoore parecía todavía más siniestra que en la oscuridad. Los rostros de decenas de gárgolas afloraban ahora como centinelas de pesadilla. Pero no fue esa visión la que detuvo sus pasos. Algo más flotaba en el aire, una presencia invisible e infinitamente más escalofriante. Los sonidos de decenas, de cientos de autómatas moviéndose y desplazándose en el interior de la mansión se filtraban en el viento; la música disonante de un tiovivo y las risas mecánicas de una jauría de criaturas ocultas en aquel lugar.

Ismael e Irene escucharon paralizados la voz de Cravenmoore durante unos segundos, rastreando el origen de aquella cacofonía infernal hasta la gran puerta principal. La entrada, ahora abierta de par en par, escupía un vaho de luz dorada tras el cual las sombras palpitaban y danzaban al son de aquella melodía que helaba la sangre. Irene apretó instintivamente la mano de Ismael y el muchacho le dirigió una mirada impenetrable.

– ¿Estás segura de querer entrar ahí? -preguntó él.

La silueta de una bailarina rotando sobre sí misma se recortó en una de las ventanas. Irene desvió la mirada.

– No tienes por qué venir conmigo. Al fin y al cabo, es mi madre…

– Es una oferta tentadora. No me la repitas dos veces -dijo Ismael.

– De acuerdo -asintió Irene-. Y pase lo que pase…

– Pase lo que pase.

Apartando de su mente las risas, la música, las luces y el macabro desfile de siluetas que poblaba aquel lugar, los dos muchachos enfilaron la escalinata de Cravenmoore. Tan pronto sintió el espíritu de la casa envolviéndolos, Ismael comprendió que cuanto habían visto hasta ahora no era más que el prólogo. El ángel y las demás máquinas de Lazarus no eran lo que lo asustaba. Había algo en aquella casa. Una presencia palpable y poderosa. Una presencia que destilaba odio y rabia. Y, de algún modo, Ismael supo que los estaba esperando.