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Dorian golpeó una y otra vez la puerta de la gendarmería. El muchacho estaba sin aliento y sus piernas parecían a punto de derretirse. Había corrido como un poseso a través del bosque, hasta la Playa del Inglés, y después a lo largo de la interminable carretera que bordeaba la bahía hasta el pueblo, mientras el sol se ocultaba en el horizonte. No había parado ni un segundo, consciente de que, si se detenía, no volvería a dar un paso en diez años. Un solo pensamiento lo impulsaba hacia adelante: la imagen de aquella forma espectral portando a su madre hacia las tinieblas. Le bastaba recordarla para correr hasta el fin del mundo.

Cuando la puerta de la gendarmería se abrió finalmente, la oronda silueta del agente Jobart se adelantó dos pasos al frente. Los ojos diminutos del gendarme examinaron al muchacho, que parecía que fuera a desplomarse allí mismo. Dorian creyó estar observando a un rinoceronte. El gendarme ofreció una sonrisa sardónica y, hundiendo profesionalmente los pulgares en los bolsillos del uniforme, blandió su mueca de qué-horas-son-éstas-demolestar. Dorian suspiró y trató de tragar saliva, pero no le quedaba una gota.

– ¿Y bien? -escupió Jobart.

– Agua…

– Esto no es un bar, camarada Sauvelle.

La fina muestra de ironía probablemente pretendía evidenciar las envidiables dotes de reconocimiento e instinto de sabueso del paquidérmico policía. Con todo, Jobart dejó pasar al muchacho y procedió a servirle un vaso de agua de la cisterna. Dorian jamás hubiera sospechado que el agua pudiese ser tan deliciosa.

– Más.

Jobart le tendió otro vaso, esta vez ofreciéndole su mirada de Sherlock Holmes.

– De nada.

Dorian apuró hasta la última gota y se encaró al policía. Las instrucciones de Irene saltaron a su memoria, frescas y sin mácula.

– Mi madre ha tenido un accidente y está herida. Es grave. En Cravenmoore.

Jobart necesitó unos segundos para procesar tanta información.

– ¿Qué tipo de accidente? -inquirió con tono de fino observador.

– ¡Muévase! -estalló Dorian.

– Estoy solo. No puedo dejar el puesto.

El chico suspiró. De entre todos los cretinos que había en el planeta había ido a dar con un ejemplar de museo.

– ¡Llame por radio! ¡Haga algo! ¡Ahora!

El tono y la mirada de Dorian desprendieron cierta alarma capaz de hacer que Jobart desplazase su considerable trasero hacia la radio y conectase el aparato. Por un instante se volvió a mirar al muchacho, con aire de sospecha.

– ¡Llame! ¡Ya! -gritó Dorian.

Lazarus recuperó el sentido bruscamente, notando un dolor punzante en la nuca. Se llevó la mano hasta ese punto y palpó la herida abierta. Recordó vagamente el rostro de Christian en el pasillo del ala oeste. El autómata le había golpeado y lo había arrastrado hasta este lugar. Lazarus miró a su alrededor. Se encontraba en una de las habitaciones sin utilizar que poblaban Cravenmoore.

Lentamente, se incorporó y trató de poner en orden sus pensamientos. Un profundo cansancio le asaltó tan pronto se sostuvo sobre sus pies. Cerró los ojos y respiró profundamente. Al abrirlos, reparó en un pequeño espejo que pendía de una de las paredes. Se acercó a él y examinó su propio reflejo.

Luego, aproximándose hasta una diminuta ventana que daba a la fachada principal, observó cómo dos figuras cruzaban el jardín en dirección a la puerta principal.

Irene e Ismael franquearon el umbral de la puerta y penetraron en el haz de luz que emergía de las profundidades de la casa. El eco del tiovivo y el traqueteo metálico de miles de engranajes devueltos a la vida caló en ellos como un aliento helado. Cientos de diminutos mecanismos se movían en los muros. Un mundo de criaturas imposibles se agitaba en las vitrinas, en los móviles suspendidos en el aire. Resultaba imposible dirigir la vista a cualquier punto y no encontrar una de las creaciones de Lazarus en movimiento. Relojes con rostro, muñecos que caminaban como sonámbulos, rostros fantasmales que sonreían como lobos hambrientos…

– Esta vez no te separes de mí -dijo Irene.

– No pensaba hacerlo -replicó Ismael, abrumado por aquel mundo de seres que latían a su alrededor.

Apenas habían recorrido un par de metros cuando la puerta principal se cerró con fuerza a sus espaldas. Irene gritó y se aferró al chico. La silueta de un hombre gigantesco se alzó frente a ellos. Su rostro estaba cubierto por una máscara que representaba un payaso demoníaco. Dos pupilas verdes se expandieron tras la máscara. Los muchachos retrocedieron ante el avance de aquella aparición. Un cuchillo brilló en sus manos. La imagen de aquel mayordomo mecánico que les había abierto la puerta en su primera visita a Cravenmoore golpeó a Irene. Christian. Ése era su nombre. El autómata alzó el cuchillo en el aire.

– ¡Christian, no! -gritó Irene-. ¡No!

El mayordomo se detuvo. El cuchillo cayó de sus manos. Ismael miró a la chica sin comprender nada. La figura, inmóvil, los observaba.

– Rápido -instó la muchacha, adentrándose en la casa.

Ismael corrió tras ella, no sin antes recoger el cuchillo que Christian había soltado. Alcanzó a Irene bajo la fuga vertical que ascendía hacia la cúpula. La joven miró alrededor y trató de orientarse.

– ¿Dónde ahora? -preguntó Ismael, sin dejar de vigilar a su espalda.

Ella dudó, incapaz de optar por un camino a través del cual adentrarse en el laberinto de Cravenmoore.

Súbitamente, un golpe de aire frío los sacudió desde uno de los corredores y el sonido metálico de una voz cavernosa llegó hasta sus oídos.

– Irene… -susurró la voz.

Los nervios de la muchacha se trabaron en una red de hielo. La voz llegó de nuevo. Irene clavó los ojos en el extremo del corredor. Ismael siguió su mirada y la vio. Flotando sobre el suelo, envuelta en un manto de neblina, Simone avanzaba hacia ellos con los brazos extendidos. Un brillo diabólico bailaba en sus ojos. Unas fauces surcadas de colmillos acerados asomaron tras sus labios apergaminados.

– Mamá -gimió Irene.

– Ésa no es tu madre… -dijo Ismael, apartando a la chica de la trayectoria de aquel ser.

La luz golpeó aquel rostro y lo desveló en todo su horror. Ismael se abalanzó sobre Irene para esquivar las garras del autómata. La criatura giró sobre sí misma y se les encaró de nuevo. Tan sólo medio rostro se había completado. La otra mitad no era más que una máscara de metal.

– Es el muñeco que vimos. No es tu madre -dijo el muchacho, que trataba de arrancar a su amiga del trance en que la visión la había sumido-. Esa cosa los mueve como si fuesen marionetas…

El mecanismo que sostenía al autómata dejó escapar un chasquido. Ismael pudo ver cómo las garras viajaban hacia ellos de nuevo, a toda velocidad. El muchacho cogió a Irene y se lanzó a la fuga sin saber a ciencia cierta hacia adónde se dirigía. Corrieron tan rápidamente como se lo permitieron sus piernas a través de una galería f1anqueada por puertas que se abrían a su paso y siluetas que se descolgaban del techo.

– ¡Rápido! -gritó Ismael, oyendo el martille o de los cables de suspensión a sus espaldas.

Irene se volvió a mirar atrás. Las fauces caninas de aquella monstruosa réplica de su madre se cerraron a veinte centímetros de su rostro. Las cinco agujas de sus garras se lanzaron sobre su rostro. Ismael tiró de ella y la empujó al interior de lo que parecía una gran sala en la penumbra.

La chica cayó de bruces sobre el suelo y él cerró la puerta a su espalda. Las garras del autómata se clavaron sobre la puerta, puntas de flecha letales. -Dios mío… -suspiró-. Otra vez no…

Irene alzó la vista; su piel del color del papel. -¿Estás bien? -le preguntó Ismael.

La muchacha asintió vagamente para luego mirar a su alrededor. Paredes de libros ascendían hacia el infinito. Miles y miles de volúmenes formaban una espiral babilónica, un laberinto de escaleras y pasadizos.