Dorian asintió repetidamente. -¿Dónde está mamá?
El muchacho alzó la mirada. Sus ojos estaban estancados de terror.
– Dorían, es importante. ¿Dónde está mamá?
– Se la llevó… -balbuceó él.
Ismael se preguntó cuánto tiempo llevaría atrapado allí abajo, en la oscuridad.
– Se la llevó… -repitió Dorian, como si estuviese bajo los efectos de un influjo hipnótico.
– ¿Quién se la ha llevado, Dorian? -preguntó Irene con fría serenidad-. ¿Quién se ha llevado a mamá?
Dorian les dirigió una mirada a ambos y sonrió débilmente, como si la pregunta que le formulaban fuese absurda.
– La sombra… -respondió-. La sombra se la llevó.
Las miradas de Ismael e Irene se encontraron. Ella respiró profundamente y puso las manos sobre los brazos de su hermano.
– Dorian, voy a pedirte que hagas algo que es muy importante. ¿Me comprendes?
Él asintió.
– Necesito que vayas corriendo al pueblo, a la gendarmería, y que le digas al comisario que un accidente terrible ha ocurrido en Cravenmoore. Que mamá está allí, herida. Que vengan cuanto antes. ¿Me has comprendido?
Dorian la observó, desconcertado.
– No menciones la sombra. Di sólo lo que yo te he dicho. Es muy importante… Si lo haces, nadie te creerá. Menciona sólo un accidente.
Ismael asintió.
– Necesito que hagas esto por mí, y por mamá. ¿Podrás hacerlo?
Dorian miró a Ismael y luego a su hermana. -Mamá ha tenido un accidente y está herida en Cravenmoore. Necesita ayuda urgente -repitió el muchacho mecánicamente-. Pero ella está bien…, ¿no?.
Irene le sonrió y lo abrazó. -Te quiero -le susurró.
Dorian besó a su hermana en la mejilla y, tras dirigir un saludo de camarada a Ismael, echó a correr en busca de su bicicleta. La encontró junto a la barandilla del porche. El obsequio de Lazarus había quedado reducido a una red de alambres y metal retorcido. El muchacho contempló los restos de su bicicleta mientras Ismael e Irene salían de la casa y reparaban en el macabro hallazgo.
– ¿Quién es capaz de hacer algo así? -preguntó Dorian.
– Es mejor que te des prisa, Dorian -le recordó Irene.
Él asintió y partió a escape. Tan pronto como hubo desaparecido, Irene e Ismael salieron al porche. El sol se ponía sobre la bahía, trazando un globo de tinieblas que sangraba entre las nubes y teñía el mar de escarlata. Ambos se miraron y, sin necesidad de palabras, comprendieron lo que les esperaba en el corazón de la oscuridad, más allá del bosque.
12. DOPPELGÄNGER
Nunca hubo una novia más bella al pie de un altar, ni la habrá jamás -dijo la máscara-. Nunca.
Simone podía oír el llanto silencioso de las velas ardiendo en la penumbra y, más allá de aquellos muros, el susurro del viento arañando el bosque de gárgolas que coronaba Cravenmoore. La voz de la noche.
– La luz que Alexandra trajo a mi vida borró cuantos recuerdos y miserias habían poblado mi memoria desde la infancia. Aún hoy, pienso que pocos mortales llegan a conocer ese umbral de felicidad, de paz. De algún modo dejé de ser aquel muchacho del distrito más mísero de París. Olvidé aquellos largos encierros en la oscuridad. Dejé atrás para siempre aquel sótano negro donde siempre creía oír voces, donde la voz de mis remordimientos me decía que vivía aquella sombra a la que la enfermedad de mi madre había abierto una puerta desde los infiernos. Olvidé aquella pesadilla que me persiguió durante años… En ella, una escalera descendía desde las profundidades del sótano de nuestra casa en la rue des Gobelins hasta las cuevas de la laguna Estigia. Todo aquello quedó atrás. ¿Y sabe usted por qué? Porque Alexandra Alma Maltisse, el verdadero ángel en mi vida, me enseñó que, en contra de lo que mi madre me había repetido desde que tuve uso de razón, yo no era malo. ¿Comprende, Simone? No era malo. Era como los demás, como cualquier otro. Era inocente.
La voz de Lazarus se detuvo un instante. Simone imaginó lágrimas deslizándose en silencio tras la máscara.
– Juntos exploramos Cravenmoore. Muchas personas piensan que todos los prodigios que contiene esta casa son creación mía. No es cierto. Apenas una pequeña parte ha salido de mis manos. El resto, galerías y galerías de maravillas que ni yo mismo acierto a comprender, ya estaba aquí cuando entré por primera vez. Cuánto tiempo llevaban en esta casa nunca lo sabré. Hubo una época en que pensé que otros antes que yo habían ocupado mi lugar. A veces, si me detengo a escuchar en silencio por la noche, creo oír el eco de otras voces, de otros pasos, que pueblan los pasillos de este palacio. En ocasiones pienso que el tiempo se ha detenido en cada habitación, en cada corredor vacío, y que todas las criaturas que habitan este lugar fueron un día de carne y hueso. Como yo.
»Dejé de preocuparme por esos misterios hace mucho tiempo, incluso después de comprobar que, tras meses de vivir en Cravenmoore, aún descubría nuevas estancias en las que no había estado jamás, nuevos pasadizos que conducían a alas desconocidas… Creo que algunos lugares, palacios milenario s que se pueden contar con los dedos de una mano, son mucho más que una simple construcción; están vivos. Tienen su propia alma y su propio modo de comunicarse con nosotros. Cravenmoore es uno de esos lugares. Nadie sabe cuándo fue construido. Ni quién lo hizo, ni por qué. Pero cuando esta casa me habla, yo escucho…
»Antes del verano de 1916, en la cúspide de nuestra felicidad, sucedió algo. En realidad, había comenzado ya un año antes, sin que yo tuviese conocimiento de ello. Al día siguiente de nuestra boda, Alexandra se levantó al alba y acudió a la gran sala oval para contemplar los cientos de regalos que habíamos recibido. De entre todos ellos, llamó su atención un pequeño cofre labrado a mano. Una joya. Alexandra, cautivada, lo abrió. Contenía una nota y un frasco de cristal. La nota, dirigida a ella, le decía que aquél era un obsequio especial. Una sorpresa. Le explicaba que el frasco contenía mi perfume predilecto, el perfume que empleaba mi madre, y que debía guardado hasta el día de nuestro primer aniversario antes de usarlo. Pero tenía que ser un secreto entre ella y el firmante, un viejo amigo de mi infancia, Daniel Hoffmann…
»Siguiendo fielmente las instrucciones, con el convencimiento de que de ese modo me haría feliz, Alexandra guardó el frasco durante doce meses hasta la fecha señalada. Llegado el día, lo rescató del cofre y lo abrió. No hace falta decirle que aquel frasco no contenía perfume alguno. Aquél era el frasco que yo había lanzado al mar en la víspera de nuestro enlace. Desde el instante en que Alexandra destapó el frasco, nuestra vida se convirtió en una pesadilla…
»Fue por entonces cuando empecé a recibir la correspondencia de Daniel Hoffmann. Esta vez me escribía desde Berlín, donde me explicaba que tenía una gran labor por delante que algún día habría de cambiar el mundo. Millones de niños estaban recibiendo sus visitas y sus obsequios. Millones de niños que algún día formarían el mayor ejército que haya conocido la Historia. Hasta la fecha, todavía no he comprendido a qué hacía referencia con esas palabras…
»En uno de sus primeros envíos, me obsequió con un libro, un tomo encuadernado en piel que parecía más viejo que el mismo mundo. Una sola palabra se podía leer en su cubierta: Doppelgänger. ¿Ha oído usted hablar del Doppelgänger, querida amiga? Por supuesto que no. Las leyendas y los viejos trucos de magia no interesan ya a nadie. Es un término de origen germánico; designa a la sombra que se desprende de su dueño y se vuelve en su contra. Pero eso, por supuesto, no es más que el principio. Así lo fue para mí. Para su información, le diré que en esencia el libro era un manual acerca de las sombras. Una pieza de museo. Cuando empecé su lectura, ya era tarde. Algo crecía oculto, amparado en la oscuridad de esta casa; mes a mes, como el huevo de una serpiente que espera el momento de eclosionar.