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– ¿En qué estado está la casa?

– Bastante malo-admitió él-. He estado tratando de limpiarla, lo poco que puedo hacer de noche. Pero necesito obreros para hacer algunas reparaciones. No soy malo con la carpintería, pero no tengo ni idea de electricidad. -Por supuesto que no, pensé-. Me da la impresión de que la casa necesita ser recableada -prosiguió Bill, con un tono de preocupación idéntico al que usaría cualquier propietario.

– ¿Tienes teléfono?

– Pues claro-dijo él, sorprendido.

– ¿Y entonces cuál es el problema con los obreros?

– Es difícil contactar con ellos de noche, y más aún quedar para una reunión en la que pueda explicarles lo que hay que hacer. Se asustan, o se creen que es la llamada de un bromista-la frustración resultaba evidente en el rostro de Bill, aunque no le veía la cara.

Me reí.

– Si quieres, puedo llamarles yo -sugerí-. Me conocen, y aunque todos piensan que estoy loca saben que soy honrada.

– Eso sería un gran favor -dijo Bill, tras dudarlo unos instantes-. Podrían trabajar durante el día, después de que me reúna con ellos para discutir la faena y el presupuesto.

– Qué molestia no poder salir de día-dije con sinceridad. Nunca antes me lo había planteado.

– Y tanto que lo es -respondió Bill con voz áspera.

– Y tener que ocultar tu lugar de descanso -añadí sin pensarlo. Cuando noté el silencio de Bill, me disculpé-: Lo siento. -Si no hubiésemos estado tan a oscuras, me habría visto enrojecer.

– El lugar de descanso diurno de un vampiro es su secreto mejor guardado-comentó Bill secamente.

– Mis disculpas.

– Las acepto -dijo, tras un feo instante. Llegamos a la carretera y miramos a uno y otro lado, como si esperáramos un taxi. Ahora que habíamos salido de debajo de los árboles podía verlo con claridad a la luz de la luna. Él también a mí. Me miró de arriba abajo.

– Tu vestido es del color de tus ojos.

– Gracias -dije. Yo desde luego no podía verlo con tanta claridad.

– Aunque no hay mucho vestido.

– ¿Perdón?

– Me cuesta acostumbrarme a las señoritas que llevan tan poca ropa encima-dijo Bill.

– Pues ya has tenido unas cuantas décadas para hacerte a la idea -respondí agriamente-. ¡Vamos, Bill, los vestidos llevan cuarenta años siendo cortos!

– Me gustaban las faldas largas-dijo con nostalgia-. Y me gustaba la ropa interior que llevaban las mujeres. Las enaguas.

Emití un sonido vulgar.

– ¿Llevas al menos enaguas? -me preguntó.

– ¡Llevo una preciosa braga de nylon beige con encaje! – repliqué indignada-. ¡Y si fueras un chico humano, diría que estás tratando de que te hable de mi ropa interior!

Se rió, con esa risa tan honda y poco gastada que me afectaba profundamente.

– ¿De verdad llevas puestas unas bragas así, Sookie?

Le saqué la lengua porque sabía que podía verme. Me subí un poco el borde de la falda, revelando el encaje de las bragas y unos centímetros más de mi piel morena.

– ¿Contento? -le espeté.

– Tienes unas piernas bonitas, pero me siguen gustando más los vestidos largos.

– Eres tozudo-le dije.

– Sí, eso es lo que mi mujer siempre me decía.

– Así que estuviste casado.

– Claro, me convertí en vampiro a los treinta, cuando ya tenía esposa y cinco niños vivos. Mi hermana, Sarah, también vivía con nosotros. Nunca se casó, su prometido murió en la guerra.

– La guerra civil.

– Sí. Yo pude regresar vivo del frente, fui de los afortunados. Al menos así lo pensé entonces.

– Luchaste por los Confederados-dije meditabunda-. Si todavía guardases tu uniforme y lo llevaras puesto al club, las damas se desmayarían de placer.

– Para cuando terminó la contienda apenas me quedaba uniforme-dijo con amargura-. Nos cubríamos con andrajos y nos moríamos de hambre. -Pareció hacer un esfuerzo por regresar al presente-. Después de convertirme en vampiro, ya no tenía significado para mí-explicó, de nuevo con una voz fría y distante.

– He mencionado un tema que te entristece -intervine-, lo siento. ¿De qué deberíamos hablar?-dimos la vuelta y comenzamos a dar el paseo de regreso hacia la casa.

– De tu vida -me dijo-. Dime lo que haces cuando te despiertas por las mañanas.

– Me levanto de la cama, y entonces la arreglo rápidamente. Tomo el desayuno: tostadas, a veces cereales y a veces huevos. Y café. Y después me lavo los dientes, me doy una ducha y me visto. Algunos días me toca depilarme las piernas, ya sabes. Si es día de trabajo, allí voy; y sino entro hasta la noche, puede que vaya de compras, o lleve a la abuela a la tienda, o alquile una peli o tome el sol. Y leo mucho. Tengo suerte de que la abuela todavía sea una persona activa. Ella hace la colada, plancha la ropa y cocina casi todo.

– ¿Y los hombres?

– Oh, ya te hablé de eso. Me resulta imposible.

– Entonces, ¿qué harás, Sookie?-me preguntó con amabilidad.

– Envejecer y morir-respondí con voz seca. Tocaba demasiado a menudo mi punto flaco.

Para mi sorpresa, Bill se adelantó y me cogió la mano. Ahora que los dos habíamos molestado un poco al otro, que habíamos tocado temas delicados, el ambiente parecía de algún modo más claro. La noche estaba serena, y una brisa hizo que el cabello me bailara por delante de la cara.

– ¿Puedes quitarte el pasador? -pidió Bill.

No había motivo para negarse. Alcé la mano hasta alcanzar el pasador y abrirlo, y sacudí la cabeza para que el pelo se soltara. Lo guardé en un bolsillo de Bill, ya que mi vestido no tenía. Como si fuera la cosa más normal del mundo, Bill comenzó a pasar los dedos por mi pelo, desparramándolo sobre mis hombros. Como parecía que el contacto físico resultaba admisible, toqué sus patillas.

– Son largas -observé.

– Esa era la moda entonces -dijo-. Tengo suerte de no haber llevado barba como tantos hombres, ola tendría para toda la eternidad.

– ¿Nunca tienes que afeitarte?

– No, por fortuna me acababa de afeitar. -Parecía fascinado con mi pelo-: A la luz de la luna, parece plateado-dijo en voz muy baja

– Ah. ¿Qué te gusta hacer?

Pude ver la sombra de una sonrisa en la oscuridad.

– También me gusta leer -dijo, pensando en ello-. Me gusta el cine… Obviamente, he vivido toda su evolución. Me gusta la compañía de gente que tiene vidas normales. A veces añoro la compañía de otros vampiros, aunque la mayoría lleva vidas muy distintas a la mía.

Caminamos en silencio durante unos momentos.

– ¿Te gusta la televisión?

– A veces -confesó-. Durante una época grababa teleseries y las veía por la noche, cuando me daba la impresión de estar olvidando lo que suponía ser humano. Con el tiempo lo dejé, porque con los ejemplos que veía en esos programas olvidar mi humanidad parecía algo positivo. -Me reí.

Llegamos al círculo de luz que rodeaba la casa. Hasta cierto punto esperaba que la abuela estuviera en el columpio del porche esperándonos, pero no fue así. Y solo lucía una débil bombilla en la sala de estar. De verdad, abuela, pensé exasperada. Era como si mi nuevo chico me llevara a casa después de la primera cita. De hecho, llegué a plantearme si Bill trataría de besarme o no. Con sus ideas sobre los vestidos largos, probablemente creyera que resultaba inapropiado.

Pero por estúpido que pueda parecer besar a un vampiro, me di cuenta de que era lo que de verdad quería hacer, más que ninguna otra cosa. Sentí un peso en el pecho, una amargura ante otra cosa que se me prohibía. Y pensé: ¿por qué no?

Lo detuve, tirando con suavidad de su mano. Me puse de puntillas y posé mis labios sobre su reluciente mejilla. Inhalé su olor, normal pero algo salado. Llevaba una pizca de colonia.

Sentí que Bill temblaba. Giró la cabeza de modo que sus labios tocaran los míos. Tras un instante, rodeé su cuello con mis brazos. Su beso se hizo más intenso y yo abrí los labios. Nunca me habían besado así. Siguió y siguió hasta que todo el universo quedó envuelto en ese beso de la boca del vampiro sobre lamía. Noté que se me aceleraba la respiración, y empecé a desear otras cosas.