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Bill posó educadamente los labios en el borde del vaso y después lo volvió a dejar. La abuela y yo dimos largos sorbos a los nuestros, con nerviosismo. Ella escogió un primer tema de conversación bastante desafortunado. Dijo:

– Supongo que habrá oído hablar del extraño tornado.

– No, cuénteme-respondió Bill, con una voz suave como la seda. No me atreví a mirarlo, sino que me senté con las manos juntas y los ojos fijos en ellas.

Así que la abuela le habló del extraño tornado y de las muertes de los Ratas. Le contó que era una cosa terrible, pero que estaba claro lo ocurrido, y creo que ante eso Bill se relajó una pizca.

– Yo pasé ayer por allí, de camino al trabajo-intervine, sin alzar la mirada-. Junto a la caravana.

– ¿Y era como te esperabas? -preguntó Bill, con tan solo curiosidad en la voz.

– No -respondí-, no era como nada que pudiera prever. Me quedé de verdad… asombrada.

– Pero Sookie, si ya has visto otras veces los daños de un tornado-participó la abuela, sorprendida.

Cambié de tema.

– Bill, ¿dónde has conseguido esa camisa? Es muy bonita -vestía unos pantalones chinos caquis y un polo a rayas verdes y marrones, mocasines lustrosos y finos calcetines marrones.

– En Dilliard's-respondió, y traté de imaginármelo en la galería comercial de Monroe, tal vez, y al resto de la gente girándose para mirar a esa exótica criatura con su piel reluciente y sus preciosos ojos. ¿De dónde sacaba el dinero para pagar? ¿Cómo se lavaba la ropa? ¿Se metía desnudo en el ataúd? ¿Tenía coche o se limitaba a flotar hasta el lugar que necesitara?

La abuela se sintió complacida con lo normales que eran los hábitos de compra de Bill. Sentí otra punzada de dolor al comprobar lo contenta que estaba ella de ver a mi supuesto pretendiente en su sala de estar, a pesar de que (según la literatura popular) este era víctima de un virus que le hacía parecer muerto. Se lanzó a realizar preguntas a Bill, a las que él respondió con cortesía y de aparente buena gana. De acuerdo, se trataba de un muerto muy educado.

– ¿Y tu familia era de esta zona? -indagó la abuela.

– La familia de mi padre era de los Compton, la de mi madre Loudermilk-dijo él con prontitud. Parecía muy relajado.

– Todavía quedan muchos Loudermilk -dijo la abuela contenta-. Pero me temo que el anciano Sr. Jessie Compton murió el año pasado.

– Lo sé-contestó Bill-. Por eso regresé. Las tierras volvieron a mi propiedad, y como las cosas están cambiando en la sociedad en favor de la gente como yo, decidí tomar posesión de ellas.

– ¿Conoció a los Stackhouse? Sookie dice que usted posee una larga historia. -Pensé que la abuela había logrado plantearlo de manera elegante. Sonreí sin dejar de mirarme las manos.

– Recuerdo a Jonas Stackhouse-dijo Bill, para deleite de mi abuela-. Mis padres ya estaban aquí cuando Bon Temps no era más que un bache en el camino junto a la linde fronteriza. Jonas Stackhouse se trasladó aquí con su mujer y sus cuatro hijos cuando yo era un jovenzuelo de dieciséis años. ¿No es esta la casa que él construyó, al menos en parte?

Me fijé en que cuando Bill pensaba en tiempos pretéritos, su voz adquiría un vocabulario y una cadencia distintos. Me pregunté cuántos cambios de jerga y tono había tenido que adquirir su inglés durante el siglo anterior.

Ni que decir tiene que la abuela se sintió en el paraíso genealógico. Quería saberlo todo sobre Jonas, el bisabuelo de su marido.

– ¿Poseía esclavos? -preguntó.

– Señora, si recuerdo bien tenía una esclava doméstica y otro esclavo para las tierras. La esclava era una mujer de mediana edad, y el de los campos un joven muy grande, muy fuerte, llamado Minas. Pero básicamente eran los Stackhouse los que trabajaban sus propias tierras, como mis padres.

– ¡Oh, esa es la clase de cosas que mi pequeño club adoraría escuchar! ¿Le ha contado Sookie que…?

La abuela y Bill, tras muchos finos circunloquios, fijaron una fecha para que Bill diera su charla en una reunión nocturna de los Descendientes.

– Y ahora, si nos disculpa a Sookie y a mí, puede que demos u n paseo. Hace una noche preciosa. -Con lentitud, para que p udiera verlo venir, se inclinó y cogió mi mano. Se levantó a la vez que yo me ponía en pie. Su mano estaba fría, y su contacto era suave y firme. Bill no estaba pidiéndole permiso a la abuela, pero tampoco la ignoraba del todo.

– Oh, marchad tranquilos-dijo mi abuela feliz, haciendo un gesto con la mano-. Tengo tantas cosas que hacer… Tendrá usted que enumerarme todos los nombres de la zona que recuerde de cuando estaba… -y allí se detuvo, intentando no decir algo que pudiera molestarlo.

– Residiendo aquí en Bon Temps -sugerí yo.

– Por supuesto-respondió el vampiro, y por la presión de sus labios supe que estaba tratando de no sonreír.

De alguna manera ya nos encontrábamos en la puerta, y comprendí que Bill me había levantado y trasladado como el rayo. Sonreí de modo sincero; me gusta lo inesperado.

– Volveremos en un rato-le dije a la abuela. No creo que se apercibiera de nuestro extraño traslado, ya que estaba recogiendo los vasitos del té.

– Oh, no os preocupéis por mí-dijo-, estaré bien.

En el exterior, las ranas, los sapos y todos los demás bichos entonaban su ópera rural de cada noche. Bill sostuvo mi mano mientras paseábamos por el jardín, lleno del olor a hierba recién cortada y a plantas en flor. Mi gata, Tina, surgió de entre las sombras y pidió unas caricias, así que me agaché a rascarle la cabeza. Para mi sorpresa, la gata se frotó contra las piernas de Bill, una actitud que él no hizo nada por impedir.

– ¿Te gusta este animal? -comentó, con voz neutra.

– Es mi gata -le dije-. Se llama Tina y, sí, me gusta mucho.

Sin hacer comentario alguno, Bill se quedó inmóvil y esperó hasta que Tina siguió su camino y desapareció en la oscuridad, más allá de la luz del porche.

– ¿Te gustaría sentarte en el columpio o en las sillas del jardín, o prefieres dar un paseo?-le pregunté, ya que me parecía que ahora era yo la anfitriona.

– Oh, paseemos un poco. Necesito estirar las piernas.

Por algún motivo aquella frase me intranquilizó, pero comenzamos a avanzar por el largo camino de entrada, en dirección a la carretera comarcal de dos carriles que pasaba por delante tanto de nuestra casa como de la suya.

– ¿Te ha preocupado lo de la caravana? -me preguntó.

Traté de pensar cómo explicarlo.

– Me siento muy… umm, frágil, cuando pienso en la caravana.

– Ya sabías que era fuerte.

Meneé la cabeza de un lado a otro, reflexionando.

– Sí, pero no me daba realmente cuenta de toda la magnitud de tu fuerza -le dije-. O de tu imaginación.

– Con los años, acabamos siendo buenos en ocultar lo que hacemos.

– Ya veo. Entonces, supongo que habrás matado a bastante gente.

– A algunos -su voz implicaba: "asúmelo".

Me apreté las manos tras la espalda.

– ¿Estabas hambriento justo después de convertirte en vampiro? ¿Cómo es?

Él no se esperaba esa pregunta. Me miró, pude notar sus ojos sobre mí incluso aunque ahora estábamos a oscuras. El bosque nos rodeaba y nuestros pies crujían en la gravilla.

– En cuanto a cómo me convertí en vampiro, es una historia demasiado larga para este momento-me dijo-. Pero sí, cuando era joven, en alguna ocasión maté por accidente. Nunca estaba seguro de cuándo debía volver a alimentarme, ¿comprendes? Naturalmente, siempre éramos perseguidos, no había nada parecido a la sangre artificial. Y tampoco había tanta gente. Pero fui un buen hombre cuando estaba vivo… es decir, antes de pillar el virus. Así que traté de enfocarlo de manera civilizada, de elegir gente mala como mis víctimas y nunca alimentarme de niños. Al menos logré no matar nunca a un niño. Ahora es todo tan distinto… Puedo ir a una farmacia de guardia de cualquier ciudad y conseguir algo se sangre sintética, aunque tiene mal sabor. O puedo pagar a una puta y conseguir la sangre suficiente para subsistir un par de días. Puedo hechizar a alguien para que me deje morderlo por amor y después hacer que se olvide de todo. Y además ya no necesito tanta sangre.