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– O puedes encontrar una chica que tenga una herida en la cabeza-dije.

– Oh, tú eras el postre. La comida fueron los Rattray.

Asúmelo.

– Guau-dije, sintiéndome sin aliento-. Dame un minuto.

Así lo hizo. Ni un hombre entre un millón me habría concedido ese tiempo sin hablar. Abrí mi mente, dejé caer por completo mis protecciones, me relajé. Su silencio se derramó sobre mí. Permanecí inmóvil, con los ojos cerrados, y respiré disfrutando de un alivio demasiado profundo para expresarlo con palabras.

– ¿Ya eres feliz? -preguntó, como si pudiera verlo.

– Sí-musité. En ese momento sentí que no importaba nada codo lo que hubiera hecho la criatura que tenía al lado; aquella paz era algo inapreciable tras toda una vida de tener las quejas de los demás dentro de mi cabeza.

– Tú también me sientas bien-dijo, y me sorprendió.

– ¿Y cómo es eso?-pregunté, con voz pausada y soñadora.

– No tienes miedo, ni prisas, ni me condenas. No tengo que usar mi glamour para que te quedes, para tener una conversación contigo.

– ¿Glamour?

– Es como un hipnotismo-me explicó-. Todos los vampiros lo usan hasta cierto punto. Porque, antes de que se inventara la nueva sangre sintética, para alimentarnos teníamos que persuadir a la gente de que éramos inofensivos… o convencerlos de que ni siquiera nos habían visto… o engañarlos para que pensaran que habían visto otra cosa.

– ¿Y funciona conmigo?

– Por supuesto-dijo, pareciendo sorprendido.

– De acuerdo, hazlo.

– Mírame.

– Está oscuro.

– Da igual, observa mi cara. -Se puso delante de mí, con las manos descansando con suavidad sobre mis hombros, y me miró fijamente. Pude atisbar el débil resplandor de su piel y de sus ojos, y lo contemplé, preguntándome si empezaría a cloquear como un pollo o a quitarme la ropa.

Pero lo que ocurrió fue… nada. Solo sentí la relajación narcótica que me producía su compañía.

– ¿Puedes sentir mi influencia? -me preguntó con aliento entrecortado.

– Para nada, lo siento -dije con humildad-. Solo te veo brillar.

– ¿Puedes ver eso? -le había vuelto a sorprender.

– Claro. ¿Acaso los demás no?

– No. Esto es muy extraño, Sookie.

– Si tú lo dices. ¿Puedo verte levitar?

– ¿Ahora mismo? -Bill parecía divertido.

– Claro, ¿por qué no? Salvo que haya alguna razón…

– No, ninguna en absoluto. -Se dejó ir de mis brazos y empezó a elevarse.

Solté un jadeo de puro éxtasis. Flotó hacia arriba en la oscuridad, brillando como el mármol blanco a la luz de la luna. Cuando estaba a unos seis metros del suelo, comenzó a planear. Me pareció ver que me sonreía.

– ¿Todos sabéis hacer eso?-le pregunté.

– ¿Sabes cantar?

– No, nunca logro llevar la melodía.

– Bueno, tampoco todos nosotros sabemos hacer las mismas cosas -Bill descendió poco a poco y aterrizó en el suelo sin ningún ruido-. La mayoría de los humanos parecen mostrarse aprensivos con los vampiros. Pero tú no-comentó.

Me encogí de hombros. ¿Quién era yo para mostrarme aprensiva con algo extraordinario? Él pareció entenderlo porque, tras una pausa durante la que retomamos el paseo, me dijo:

– ¿Siempre ha sido tan duro para ti?

– Sí, siempre-no podía responder otra cosa, aunque no era mi intención quejarme-. Cuando era muy pequeña resultaba peor, porque no sabía cómo levantar barreras y oía cosas que se suponía que no debería oír. Y por supuesto las repetía, como haría cualquier niño. Mis padres no sabían qué hacer conmigo. A mi padre, sobre todo, le avergonzaba mucho. Mi madre me llevó por último a una psicóloga infantil, que sabía exactamente lo que me ocurría, pero que no podía aceptarlo e insistía en decirles a mis padres que yo interpretaba su lenguaje corporal y que era muy observadora, así que se me daba bien imaginarme que oía los pensamientos de la gente. Desde luego, no era capaz de admitir que yo de verdad oía los pensamientos de la gente, porque eso no encajaba en su mundo. Y también se me dio mal la escuela, porque me era muy difícil concentrarme cuando casi todos los demás alumnos pensaban en sus cosas. Pero cuando había un examen sacaba muy buenas notas, porque los demás chicos se concentraban en sus propios ejercicios… Eso me daba algo de margen. A veces mis padres pensaban que era una vaga por no esforzarme con los deberes de cada día, y otras veces los profesores pensaban que tenía una discapacidad en el aprendizaje. Oh, no te creerías qué teorías manejaban. Deben de haberme revisado los ojos y los oídos cada dos meses, o al menos esa impresión me daba. Y los escáneres cerebrales… Dios. Mis pobres padres se gastaron un dineral. Pero nunca lograron aceptar la sencilla realidad. Al menos abiertamente, ¿entiendes?

– Pero en su interior lo sabían.

– Sí. Una vez mi padre trataba de decidir si avalaba a un hombre que quería abrir una tienda de accesorios para automóviles, y cuando el hombre vino a casa me pidió que me sentara a su lado. Después de que se marchara, papá me llevó fuera y con la mirada en el horizonte me preguntó: "Sookie, ¿está diciendo la verdad?". Fue un momento muy extraño.

– ¿Cuántos años tenías?

– Debía de tener menos de siete, porque ellos murieron cuando yo estaba en segundo.

– ¿Cómo fue?

– Una riada. Los pilló en el puente, al oeste de aquí.

Bill no hizo ningún comentario. Desde luego, él había visto muertes a millares.

– ¿Y mentía aquel hombre?-me preguntó cuando hubieron transcurrido unos segundos.

– Oh, sí. Planeaba coger el dinero de mi padre y desaparecer.

– Tienes un don.

– Un don. Claro. -Sentí que las comisuras de los labios se me torcían hacia abajo.

– Te hace distinta a los demás humanos.

– No me digas. -Caminamos un rato en silencio-. ¿Así que tú no te consideras en absoluto humano?

– No lo hago desde hace mucho.

– ¿De verdad crees que has perdido tu alma?-Eso era lo que predicaba la Iglesia Católica sobre los vampiros.

– No tengo modo de saberlo -dijo Bill, casi de pasada. Estaba claro que había meditado sobre ello tan a menudo que ya era un tema corriente para él-. Personalmente, no lo creo. Queda algo en mí que no es cruel, que no es criminal después de todos estos años. Aunque a veces puedo comportarme de ambas maneras.

– No es tu culpa haberte infectado con un virus.

Bill bufó, aunque logró sonar casi elegante.

– Desde que existen los vampiros ha habido teorías sobre ellos. Puede que esa sea cierta. -Entonces me miró como si lamentara haberlo dicho-. Si lo que te convierte en vampiro es un virus-añadió, de modo más natural-, se trata de uno muy selectivo.

– ¿Cómo te conviertes en vampiro? He leído toda clase de historias, pero tu palabra sería un testimonio de primera mano.

– Tendría que chuparte la sangre, de una vez o a lo largo de dos o tres días como mucho, hasta que estuvieras al borde de la muerte, y entonces darte mi sangre. Yacerías como un cadáver unas cuarenta y ocho horas, a veces hasta tres días, y después te alzarías y caminarías en la noche. Y estarías hambrienta.

El modo en que dijo "hambrienta" me hizo temblar.

– ¿No hay otra manera?

– Bueno, otros vampiros me han contado que los humanos a los que muerden de manera habitual, día tras día, pueden convertirse en vampiros casi por sorpresa. Pero eso requiere mordiscos profundos y consecutivos. Otra gente, en las mismas condiciones, solo acaba anémica. Además, cuando la persona está a punto de morir por algún otro motivo, un accidente de coche o una sobredosis, por ejemplo, el proceso puede acabar… realmente mal.

Estaba empezando a sentir escalofríos.

– Es momento de cambiar de tema. ¿Qué planeas hacer con las tierras de los Compton?

– Quiero vivir allí mientras pueda. Estoy cansado de vagar de ciudad en ciudad. Crecí en el campo, y ahora que tengo derecho legal a existir y puedo ir a Monroe, o Shreveport o Nueva Orleáns para conseguir sangre sintética o prostitutas especializadas en nuestro estrato, quiero quedarme aquí. Al menos quiero ver si es posible. Llevo décadas vagabundeando.