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– Un hombre maravilloso, siempre preocupado por sus colegas -dijo Brophy.

– Vale, pero es de lo más inoportuno -replicó Patterson. Dejó el auricular sobre la mesa y salió de la cocina.

Brophy fue a ayudar a la señora Patterson con una sonrisa conciliadora.

Bill Patterson golpeó suavemente la puerta de su hija.

– ¿Cariño?

Sidney abrió la puerta del dormitorio. Patterson vio las numerosas fotos de Jason y del resto de la familia desparramadas sobre la cama. Inspiró con fuerza y tragó saliva.

– Cariño, hay un tipo del bufete al teléfono. Dice que es muy urgente.

– ¿Dijo su nombre?

– Henry Wharton.

Sidney frunció el entrecejo y un segundo después su expresión recuperó la normalidad.

– Seguramente llama para decir que no podrá venir al servicio. Ya no estoy en la lista de los diez primeros. La cogeré aquí, papá. Dile por favor que me dé un minuto.

En el momento en que su padre iba a cerrar la puerta, volvió a mirar las fotos. Levantó la mirada y descubrió que su hija le observaba, con una expresión casi de vergüenza, como una adolescente a la que acaban de sorprender fumando en el cuarto.

Patterson se acercó y le dio un beso en la mejilla mientras la abrazaba.

De nuevo en la cocina, Patterson cogió el teléfono.

– Enseguida se pone -dijo con voz áspera.

Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y se disponía a continuar con la tarea de hacer el café cuando le interrumpió una llamada a la puerta. Patterson miró a su esposa.

– ¿Esperamos a alguien tan temprano?

– Será algún vecino que viene a traer más comida. Ve tú, Bill.

Patterson se encaminó obediente hacia la puerta principal. Brophy le siguió hasta el recibidor.

El padre de Sidney abrió la puerta y se encontró con dos hombres vestidos con trajes.

– ¿En qué puedo servirles?

Lee Sawyer sacó sus credenciales con un movimiento pausado y se las exhibió. El acompañante hizo lo mismo.

– Soy el agente especial del FBI, Lee Sawyer. Mi compañero, Raymond Jackson.

La confusión de Bill Patterson era evidente mientras miraba alternativamente las credenciales del gobierno y a los hombres que se las mostraban. Los agentes le devolvieron la mirada.

Sidney se apresuró a guardar las fotos, y sólo se demoró con una que era del día del nacimiento de Amy. Jason, vestido con una bata de hospital, sostenía a su hija recién nacida. La expresión de orgullo y felicidad en el rostro del flamante padre era algo maravilloso de contemplar. La metió en el bolso. Estaba segura de que la necesitaría cuando en el transcurso del día las cosas se le volvieran un poco insoportables. Se arregló el vestido, se sentó en la cama y cogió el teléfono.

– Hola, Henry.

– Sid.

De no haber sido porque estaba sentada, Sidney se habría caído al suelo. Se le aflojaron todos los músculos y sintió como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza.

– ¿Sid? -repitió la voz ansiosa.

Sidney intentó controlarse paso a paso. Tenía la sensación de estar sumergida debajo del agua a una profundidad donde los humanos no podían sobrevivir y que intentaba salir a la superficie. De pronto, su cerebro recuperó el funcionamiento y continuó el ascenso poco a poco. Mientras luchaba contra la sensación de que iba a desmayarse, Sidney Archer consiguió pronunciar una palabra de una manera que nunca habría imaginado que volvería a decir. Las dos sílabas escaparon de sus labios temblorosos.

– ¿Jason?

Capítulo 29

Mientras la madre de Sidney cruzaba la sala para reunirse con su marido en la puerta principal, Paul Brophy aprovechó la ocasión para volver discretamente a la cocina. ¿El FBI? Esto se ponía interesante. Pensaba en si debía llamar o no a Goldman cuando vio el auricular descolgado sobre la mesa. Henry Wharton estaba al teléfono. Brophy se preguntó qué estarían discutiendo. Desde luego ganaría puntos con Goldman si conseguía averiguarlo.

Brophy se asomó por un segundo a la puerta de la cocina. El grupo continuaba en el recibidor. Corrió hasta la mesa, cogió el auricular, tapó con la mano el micrófono, y se llevó el teléfono al oído. De pronto se quedó boquiabierto mientras escuchaba las dos voces tan conocidas. Metió una mano en el bolsillo, sacó la grabadora, la colocó junto al auricular y grabó la conversación de los esposos.

Cinco minutos más tarde, Bill Patterson volvió a llamar a la puerta de su hija. Cuando Sidney le abrió la puerta, su padre se sorprendió ante su apariencia. Los ojos seguían rojos y cansados, pero ahora parecía brillar en ellos una luz que no había visto desde la muerte de Jason. Otra sorpresa era la maleta a medio hacer sobre la cama.

– Cariño, no sé la razón, pero el FBI está aquí -dijo sin apartar la mirada de la maleta-. Dicen que quieren hablar contigo.

– ¿El FBI?

De pronto se le aflojaron los músculos y su padre la cogió a tiempo para que no se tambaleara.

– Pequeña, ¿qué pasa? -preguntó, preocupado-. ¿A qué viene la maleta?

– Estoy bien, papá -contestó Sidney un poco más serena-. Tengo que ir a un lugar después del servicio.

– ¿Ir? ¿Adónde vas? ¿De qué hablas?

– Por favor, papá, ahora no. No puedo explicártelo ahora.

– Pero Sid…

– Por favor, papá.

Patterson desvió la mirada, incapaz de resistir la súplica en los ojos de Sidney, con una expresión desilusionada e incluso temerosa.

– De acuerdo, Sidney.

– ¿Dónde están los agentes, papá?

– En la sala. Quieren hablar contigo en privado. Intenté que se fueran, pero, demonios, son el FBI.

– Está bien, papá, hablaré con ellos. -Sidney pensó por un momento. Miró el teléfono que acababa de colgar y después consultó su reloj-. Llévalos al estudio y diles que estaré allí en dos minutos.

Sidney cerró la maleta y la metió debajo de la cama, seguida por la mirada atenta del padre.

– ¿Sabes lo que haces? -le preguntó él con el entrecejo fruncido.

– Lo sé -respondió Sid en el acto.

Jason Archer estaba esposado a la silla. Kenneth Scales, con una sonrisa de oreja a oreja, mantenía la pistola apoyada contra su cabeza. Otro hombre rondaba por el fondo.

– Buen trabajo, Jason -dijo Scales-. Quizá podrías labrarte una carrera en el cine. Es una pena que no tengas futuro.

Jason le miró con los ojos desorbitados de rabia.

– ¡Hijo de puta! Si le haces daño a mi esposa o a mi hija te destrozaré. Lo juro por Dios.

– Cojonudo -exclamó Scales, ufano-. Dime, ¿cómo lo harás? -Apartó la pistola y la descargó de revés contra la mandíbula de Jason.

Se entreabrió la puerta del cuartucho. Jason, aturdido por el golpe, miró hacia la abertura y soltó un grito furioso. En un arranque desesperado se lanzó a través de la habitación, con silla y todo. Casi había llegado al hombre de la puerta cuando Scales y su compinche lo arrastraron otra vez hacia atrás.

– Maldita sea, ¡te mataré!, ¡te mataré! -chilló Jason.

El desconocido entró en el cuarto y cerró la puerta. Sonrió mientras los dos pistoleros levantaban a Jason y le tapaban la boca con esparadrapo.

– ¿Otra vez las pesadillas, Jason?

Bill Patterson acompañó a los dos agentes del FBI hasta el pequeño pero cómodo estudio, y después fue a reunirse con su esposa y Paul Brophy en la cocina. Miró el teléfono, intrigado. Habían colgado. A Brophy no se le escapó el detalle.

– Lo colgué yo -dijo-. Supuse que usted tendría otras cosas que hacer.

– Gracias, Paul.

– No tiene importancia. -Brophy bebió un trago de café, muy satisfecho consigo mismo mientras acariciaba la grabadora guardada en un bolsillo del pantalón-. Caramba -miró a los Patterson-, el FBI. ¿Qué querrán?

– No lo sé y creo que Sidney tampoco. -Era muy protector en todo lo relacionado con su hija. Las líneas de preocupación destacaban en su frente-. Por lo que parece, hoy es el día de las inoportunidades -murmuró mientras se sentaba para echarle una ojeada al periódico.