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– También nos gustaría hablar con Randy Wolf -dijo Claire.

– Me temo que no puedo ayudarles.

– ¿Por qué no?

– Fuera de la escuela, pueden hacer lo que les plazca. Pero yo tendría que tener permiso de sus padres.

– ¿Por qué?

– Son las normas.

– Si pillan a un chico saltándose clases, ¿no habla con él?

– Yo puedo, pero usted no. Y aquí no se trata de hacer campana. -Reid desvió la mirada-. Además, estoy un poco sorprendido por su presencia aquí, señor Bolitar.

– Es mi representante -dijo Claire.

– Lo comprendo. Pero eso no da mucho derecho cuando se trata de hablar con un alumno, o en realidad, con un profesor. Tampoco puedo obligar al profesor Davis a hablar con ustedes, pero al menos le avisaré. Es un adulto. No puedo hacer lo mismo con Randy Wolf.

Fueron al pasillo a la taquilla de Aimee.

– Hay otra cosa -dijo Amory Reid.

– ¿Qué?

– No sé si tiene nada que ver, pero últimamente Aimee tuvo algún problema.

Se pararon y Claire dijo:

– ¿Cómo?

– La sorprendieron en la oficina de asesoramiento, utilizando un ordenador.

– No lo entiendo.

– Nosotros tampoco. Uno de los consejeros la encontró allí. Se estaba imprimiendo un expediente. Resultó que era el suyo.

Myron pensó un momento.

– ¿No tienen contraseñas esos ordenadores?

– Las tienen.

– ¿Cómo entró entonces?

Ried habló con excesivo cuidado.

– No estamos seguros. Pero la teoría es que alguien cometió un error en administración.

– ¿Qué error?

– Alguien olvidó apagarlo.

– En otras palabras, todavía estaba encendido y así pudo acceder ella.

– Es una teoría, sí.

Bastante tonta, pensó Myron.

– ¿Por qué no se me informó? -preguntó Claire.

– No era para tanto.

– ¿Robar un expediente no es para tanto?

– Se había impreso su expediente. Aimee era una alumna excelente. Nunca se había metido en ningún lío. Decidimos dejarlo pasar con una advertencia severa.

Y ahorrarse así una vergüenza, pensó Myron. No quedaría bien que se supiera que una alumna había logrado acceder al sistema informático del instituto. Más cosas escondidas debajo de la alfombra.

Llegaron a la taquilla. Amory Reid usó su llave maestra. Una vez la abrió, se apartó. Myron fue el primero que miró. La taquilla de Aimee era espeluznantemente personal. Fotografías parecidas a las que había visto en su habitación adornaban la superficie metálica. Randy tampoco estaba. Había imágenes de sus guitarristas preferidos. En una percha había una camiseta negra del tour «American Idiot» de Green Day; en otra, una sudadera de New York Liberty. En el fondo estaban amontonados los libros de texto de Aimee, forrados con plástico. Había cintas del pelo en el estante, un cepillo, un espejo. Claire los tocó con ternura.

Pero no había nada allí que pareciera útil. Ninguna pistola humeante, ningún rótulo gigante que dijera por aquí encontrar a aimee.

Myron se sintió perdido y vacío, y mirar en la taquilla, algo que era tan de Aimee, le hizo sentir aún más dolorosamente su ausencia.

El humor se quebró cuando el móvil de Reid sonó. Lo respondió, escuchó un momento y colgó.

– He encontrado a alguien que sustituya al señor Davis en la clase. Les espera en mi despacho.

Drew Van Dyne estaba pensando en Aimee e intentando decidir cuál sería su próximo paso cuando llegó a Planet Music. Siempre que le sucedía eso, siempre que la vida y las malas decisiones que había tomado le confundían, Van Dyne se automedicaba o, como hacía ahora, se volcaba en la música.

Tenía bien metidos los auriculares del iPod en los canales auditivos. Escuchaba «Gravity» de Alejandro Escovedo, disfrutando con el sonido, intentando descubrir cómo habría compuesto la canción. Eso era lo que le gustaba hacer a Van Dyne. Destripar una canción de la mejor forma posible. Elaboraba una teoría sobre el origen, cómo había aparecido la idea, la primera chispa de inspiración. ¿Fue la primera semilla un riff de guitarra, el coro, una estrofa o una letra concreta? El compositor, ¿tenía el corazón roto, estaba triste o rebosaba alegría? ¿Y por qué se sentía así? ¿Y cómo siguió, después del primer paso, con la canción? Van Dyne veía al autor al piano o rasgando la guitarra, escribiendo notas, cambiándolas, retorciéndolas, todo.

Una pasada. Una pasada total. Inventarse una canción. Aunque… aunque siempre hubiera una vocecita, muy adentro, diciendo: «Deberías haber sido tú, Drew».

Olvidas a la esposa que te mira como si fueras caca de perro y ahora quiere el divorcio. Olvidas a tu padre, que te abandonó cuando eras un niño, y a tu madre, que ahora intenta compensar que no te hizo ni caso durante años. Olvidas el alienante y monótono empleo de profesor que detestas, que ya no es algo que haces mientras esperas tu oportunidad y que tu oportunidad, si eres sincero contigo mismo, nunca llegará. Olvidas que tienes treinta y seis años y que por mucho que intentes acabar con ello, tu maldito sueño no muere… No, eso sería demasiado fácil. Por el contrario el sueño permanece y te obsesiona y ves que nunca, nunca se hará realidad.

Te evades con la música.

¿Qué diablos debía hacer ahora?

Eso era lo que pensaba Drew Van Dyne mientras pasaba delante de Bedroom Rendezvous. Vio que una de las dependientas le cuchicheaba algo a otra. Quizás hablaran de él, pero no le importó mucho. Entró en Planet Music, un lugar que amaba y detestaba al mismo tiempo. Le encantaba estar rodeado de música y detestaba que le recordaran que nada de eso era suyo.

Jordy Deck, una versión más joven y menos dotada que él, estaba detrás del mostrador. Por la cara del chico, Van Dyne supo que había sucedido algo.

– ¿Qué?

– Un tipo grande -dijo el chico-. Ha venido preguntando por ti.

– ¿Cómo se llama?

El chico se encogió de hombros.

– ¿Qué quería?

– Preguntaba por Aimee.

Sintió una punzada de miedo en el pecho.

– ¿Qué le has dicho?

– Que viene mucho por aquí, pero creo que ya lo sabía. No tiene nada de raro.

Drew Van Dyne se acercó más a él.

– Descríbemelo.

El chico lo hizo. Van Dyne recordó la llamada de aviso que había recibido por la mañana. Parecía Myron Bolitar.

– Oh, otra cosa -dijo el chico.

– ¿Qué?

– Cuando se marchó, creo que se fue al Bedroom Rendezvous.

Claire y Myron decidieron que se encargaría él de hablar con el señor Davis.

– Aimee Biel era una de mis alumnas más prometedoras -dijo Harry Davis.

Estaba pálido y tembloroso y no caminaba con el paso seguro que Myron le había visto por la mañana.

– ¿Era? -dijo Myron.

– ¿Disculpe?

– Ha dicho «era». «Era una de mis alumnas más prometedoras».

Los ojos de él se abrieron sorprendidos.

– Ya no está en mi clase.

– Ya.

– A eso me refería.

– Bien -dijo Myron, intentando mantenerlo a la defensiva-. ¿Cuándo fue exactamente su alumna?

– El año pasado.

– Bien. -Se acabaron los preliminares. Directo al puñetazo definitivo-: Si Aimee ya no era alumna suya, ¿qué hacía en su casa el sábado por la noche?

Gotas de sudor aparecieron en la frente del profesor como topos de plástico en un juego de ordenador.

– ¿Por qué cree que estuvo allí?

– Yo la acompañé.

– No es posible.

Myron suspiró y cruzó las piernas.

– Podemos hacer esto de dos maneras, señor D, contándome lo que sabe o llamando al director.

Silencio.

– ¿De qué hablaba con Randy Wolf esta mañana?

– También es alumno mío.

– ¿Es o era?

– Es. Doy clases a tres cursos.

– Tengo entendido que los alumnos le han votado Profesor del Año durante cuatro años seguidos.

Él no dijo nada.

– Estudié aquí -dijo Myron.

– Sí, lo sé. -Sonrió ligeramente-. Sería difícil no advertir la persistente presencia del legendario Myron Bolitar.