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– Sí. Ninguna mujer se lo compraría.

– ¿Y cómo puedo saber quién se lo compró?

– No tenemos archivos ni nada de eso. Podría preguntar a las otras chicas, pero… -Sally Ann se encogió de hombros.

Myron le dio las gracias y salió. Cuando era niño, Myron había ido allí con su padre. Solían ir a Herman's Sporting Goods en aquella época. La tienda ya no existía. Pero al salir de Bedroom Rendezvous, todavía miró por el pasillo hacia donde solía estar Herman's. Y dos tiendas más abajo, vio una tienda con un nombre que le sonaba.

PLANET MUSIC.

Myron volvió mentalmente a la habitación de Aimee. Planet Music. Las guitarras eran de Planet Music. Había recibos de la tienda en un cajón. Y allí la tenía, la tienda de música preferida de Aimee, a dos locales de distancia de Bedroom Rendezvous.

¿Otra coincidencia?

En la niñez de Myron, la tienda que había allí vendía pianos y órganos. A Myron siempre le había parecido raro. Tiendas de pianos y órganos en centros comerciales. Vas a los centros comerciales a comprar ropa, cedés, juguetes, tal vez un equipo de música. ¿Quién va al centro comercial a comprar un piano?

Evidentemente no mucha gente.

Los pianos y órganos habían desaparecido. Planet Music vendía cedés e instrumentos de tamaño reducido. Tenían anuncios de alquileres. Trompetas, clarinetes, violines… Probablemente ganaban dinero con las escuelas.

El chico que había detrás del mostrador tendría veintitrés años, llevaba un poncho de alpaca y parecía una versión aún más roñosa del que atendía en Starbucks. Llevaba un polvoriento gorro de punto en la cabeza afeitada. También lucía la aparentemente inevitable perilla.

Myron lo miró severamente y soltó la foto sobre el mostrador.

– ¿La conoces?

El chico dudó un segundo de más. Myron se lanzó.

– Si contestas a mis preguntas, no te arrestaré.

– ¿Arrestarme por qué?

– ¿La conoces?

Él asintió.

– Es Aimee.

– ¿Compra aquí?

– Sí, a menudo -dijo él, mirando a todas partes menos a Myron-. Ella entiende de música. La mayoría de gente que viene por aquí sólo pregunta por grupos de chicos. -Dijo «grupos de chicos» como la mayoría de las personas diría «bestialidad»-. Pero a Aimee le va el rock.

– ¿La conoces bien?

– No mucho. Quiero decir que no viene a verme a mí.

Entonces el chico del poncho se calló.

– ¿A quién viene a ver?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Porque no quiero obligarte a vaciar los bolsillos.

Él levantó ambas manos.

– Oiga, estoy limpio del todo.

– Entonces te pondré algo yo mismo.

– ¿Que qué…? ¿Lo dice en serio?

– En serio como un cáncer. -Myron forzó la mirada severa. No era muy bueno mirando severamente. La tensión le estaba dando dolor de cabeza-. ¿A quién viene a ver?

– Al ayudante del director.

– ¿Tiene nombre?

– Drew. Drew Van Dyne.

– ¿Está aquí?

– No. Viene por las tardes.

– ¿Tienes su dirección? ¿Su teléfono?

– Eh -dijo el chico, despertando de repente-. Enséñeme la placa.

– Adiós.

Myron salió de la tienda. Volvió a donde Sally Ann.

Ella jugó con el chicle.

– ¿Tan pronto de vuelta?

– No podía estar lejos de ti -dijo Myron-. ¿Conoces a un tipo que trabaja en Planet Music y se llama Drew Van Dyne?

– Oh -dijo ella, asintiendo como si todo tuviera sentido de repente-. Oh, sí.

34

Claire se sobresaltó al oír el teléfono.

No había dormido desde que Aimee había desaparecido. En los últimos dos días Claire había tomado suficiente café, y por lo tanto cafeína, para que el ruido la hiciera saltar. No cesaba de repasar la visita de los Rochester, la ira del padre, la sumisión de la madre. La madre. Joan Rochester. Estaba claro que a esa mujer le ocurría algo.

Claire se pasó la mañana registrando la habitación de Aimee mientras daba vueltas a cómo hacer hablar a Joan Rochester. Tal vez un enfoque de madre a madre. La habitación de Aimee no guardaba ninguna sorpresa. Claire empezó a registrar cajas viejas, cosas que había guardado y que ahora le parecía que hacía apenas un par de semanas. La lapicera que Aimee había hecho para Erik en preescolar. Su primer boletín de notas de primero, todo excelentes, más el comentario de la señora Rohrbacs de que Aimee era una alumna dotada, con un brillante futuro, y un placer tenerla en clase. Se quedó mirando las palabras «brillante futuro», como si se burlaran de ella.

El teléfono le desquició los nervios. Se lanzó a por él, esperando de nuevo que fuera Aimee, que todo fuera sólo un tonto malentendido, que hubiera una razón plausible para su ausencia.

– Diga.

– Ella está bien.

La voz era robótica. Ni hombre ni mujer. Como una versión más tensa del que te dice que tu llamada es muy apreciada y esperes al siguiente operador disponible.

– ¿Quién es?

– Ella está bien. Le doy mi palabra. Deje de buscarla.

– ¿Quién es? Déjeme hablar con Aimee.

Pero la única respuesta fue el tono de marcar.

Joan Rochester dijo:

– Dominick no está en casa.

– Lo sé -dijo Myron-. Quería hablar con usted.

– ¿Conmigo? -Como si la mera idea de que alguien quisiera hablar con ella fuera tan chocante como un aterrizaje en Marte-. Pero ¿por qué?

– Por favor, señora Rochester, es muy importante.

– Creo que deberíamos esperar a Dominick.

Myron la empujó y pasó por su lado.

– Yo no.

La casa estaba limpia y ordenada. Todo eran líneas rectas y ángulos. Sin curvas, sin estallidos de color sorprendentes, todo en su sitio, como si la habitación no quisiera llamar la atención.

– ¿Puedo ofrecerle un café?

– ¿Dónde está su hija, señora Rochester?

Ella pestañeó quizás una docena de veces a toda velocidad. Myron conocía a hombres que pestañeaban así. Siempre eran aquellos que habían sido acosados de niños en la escuela y no lo superaron. Logró balbucear una palabra.

– ¿Qué?

– ¿Dónde está Katie?

– No… No lo sé.

– Eso es mentira.

Más pestañeo. Myron no se permitió sentir pena por ella.

– No… No estoy mintiendo.

– Lo sabe, y deduzco que tiene una razón para mantenerlo en secreto, relacionada con su marido. Eso no me concierne.

Joan Rochester intentó mantenerse erguida.

– Preferiría que saliera de mi casa.

– No.

– Entonces llamaré a mi marido.

– Tengo registros telefónicos -dijo Myron.

Más pestañeo. Levantó una mano como si se protegiera de un golpe.

– De su móvil. Su marido no los habrá comprobado. Y aunque lo hubiera hecho, una llamada desde una cabina de Nueva York probablemente no significara nada para él. Pero yo conozco a una mujer llamada Edna Skylar.

La confusión sustituyó al miedo.

– ¿A quién?

– Es médica en el St. Barnabas. Vio a su hija en Manhattan. Más concretamente, cerca de la Calle 23. Usted ha recibido varias llamadas a las siete de la tarde de un teléfono que está a cuatro manzanas de allí; eso es bastante cerca.

– Esas llamadas no eran de mi hija.

– ¿No?

– Eran de una amiga.

– Ah.

– Mi amiga compra en la ciudad. Le gusta llamarme cuando encuentra algo interesante para que le dé mi opinión.

– ¿Desde una cabina?

– Sí.

– Su nombre.

– No pienso decírselo. Insisto en que se marche inmediatamente.

Myron se encogió de hombros y levantó las manos.

– Entonces supongo que he llegado a un punto muerto.

Joan Rochester volvió a pestañear.

Estaba a punto de hacerla pestañear un poco más.

– Pero quizá con su marido sea más afortunado.

Todo el color se le fue de la cara.

– Si le digo lo que sé, ¿le explicará lo de su amiga que va de compras? No sé si le creerá.

El terror le ensanchó los ojos.

– No tiene ni idea de cómo es.