Dominaba la mayoría de las lenguas del río, sabía peule y árabe. Su francés no tenía acento. Cuando hablaba con Maou le encantaba citar versos de Manzoni y Alfieri, como si supiera que eran los preferidos de ella. Había viajado hasta el último rincón del África Occidental, hasta la parte alta del río, hasta Tombuctú. Pero no hablaba de ello. Lo que le gustaba era escuchar música en su gramófono e ir a pescar al río con Okawho.

Maou no soportaba que Fintan frecuentara la casa de Sabine Rodes. Intentó advertírselo a Geoffroy, pero éste no la escuchaba. Un día, Fintan oyó una rara conversación. Maou se dirigía a Geoffroy en su cuarto, su voz era aguda, inquieta, con aquel acento italiano que de pronto se volvía más acusado. Se refería a un peligro, decía cosas medio incomprensibles en relación a Okawho y Oya, decía que él quería convertirlos en sus esclavos. Llegó incluso a exclamar: «Ese hombre es el diablo», lo que desató las risas en Geoffroy.

Tras esta discusión, Geoffroy habló con Fintan. Llevaba prisa, tenía una cita en el Wharf. Le dijo, no hay que pasarse más por casa de Rodes. Añadió, Rodes no es un nombre muy decente, no es un nombre como el nuestro. ¿Entiendes? Fintan no entendió nada.

Lo que era estupendo era colocarse a proa en la canoa, cuando Sabine Rodes iba por el río. Él se sentaba en una sillita de madera en medio de la canoa, y Okawho manejaba el motor fuera borda, un Evinrude de cuarenta caballos que levantaba un ruido como de avión. En la parte delantera de la canoa se iba más deprisa que el ruido, y Fintan no captaba más que el sonido del viento en sus oídos y la fricción del agua con la proa. Rodes pidió a Fintan que estuviese atento a los troncos. Sentado delante, con los pies rozando las ondas, Fintan se tomaba en serio su cometido. Iba señalando todos los escollos moviendo el brazo a derecha e izquierda. Cuando se acercaba un tronco bajo el agua, hacía un gesto con la mano para que Okawho elevara el eje del motor.

El río, más abajo, se hacía tan vasto como el mar. Al acercarse la canoa, las zaidas levantaban vuelo a ras de la metálica y sombría agua e iban a posarse algo más allá, donde los cañaverales. Se cruzaban con otras canoas, cargadas de ñames, llantén, tan repletas que parecían a punto de irse a pique, y que los hombres achicaban sin descanso. Haciendo presión con sus largas pértigas, los barqueros desplazaban sus embarcaciones bien ceñidos a ambas orillas, donde la corriente era más lenta. Otras canoas motoras avanzaban por el centro del río, con la popa hundida por el peso del motor, envueltas en un estrépito que retumbaba como los truenos. Cuando pasaba la canoa de Sabine Rodes, los prácticos hacían señas. Pero los que perchaban no se inmutaban, impasibles. En el río no se hablaba. Bastaba con deslizarse entre el agua y el deslumbrador reflejo del sol.

La canoa se internó luego por un angosto afluente casi cegado por la vegetación. Okawho desconectó el motor y, de pie al borde de la canoa, se puso a hacer fuerza con la pértiga. Se le veía enjuto y arqueado, su rostro cosido a cicatrices brillaba al sol.

La canoa avanzaba con lentitud entre los árboles. La selva prensaba el agua como una muralla. El silencio aceleraba los latidos del corazón de Fintan, como cuando se penetra en el interior de una gruta. Se notaba un soplo de aire frío que venía de la espesura, olores agudos, acres. Allí es donde iba a pescar Sabine Rodes con arpón, o en ocasiones a cazar cocodrilos, serpientes grandes.

Al girarse a medias, Fintan vio a Rodes de pie en la canoa, justo a su lado, empuñando su fusil lanzaarpones. Se leía una extraña expresión en su rostro, alegría, o ferocidad tal vez. Ya no le acompañaba su habitual expresión de ironía, ni ese tono ausente de aburrimiento que afectaba cuando hablaba con los ingleses de Onitsha. Su mirada azul gris brillaba con dureza.

«¡Mira!» Musitó mientras señalaba a Fintan un paso entre las ramas. La canoa avanzaba con lentitud, Okawho se encorvaba para pasar bajo la bóveda vegetal. Fintan miraba con horrorizada fascinación el agua opaca. No sabía qué mirar. En el interior del agua se deslizaban oscuras formas, había remolinos. En la profundidad del agua habitaban los monstruos. El sol abrasaba a través de la frondosidad de los árboles.

Sabine decidió dar marcha atrás. Apoyó el fusil en el fondo de la canoa. Ya iba remitiendo la claridad del día. Había vuelto el monzón. Se aglomeraban en el cielo negros nubarrones, río abajo, por la parte del mar. De improviso rugió el trueno, el viento rompió a soplar. En el momento en que la canoa ingresaba en el río, a la altura de la isla de Jersey, se abatió la tormenta sobre ellos. Era una cortina gris que avanzaba por el río, aniquilando el paisaje a su paso. Los relámpagos dibujaban sus latigazos en las nubes que tenían encima. El viento era tan violento que arrancaba olas en la superficie del río. Sabine Rodes gritaba en ibo: «Ozoo! Je kanyi la!» De pie en la popa, Okawho manejaba el motor con una sola mano esforzándose por no perder de vista los troncos a la deriva. Fintan se acurrucó en medio de la canoa, arropado con un impermeable que le dio Rodes. Era demasiado tarde para llegar al embarcadero de Onitsha. En la penumbra, al volverse, Fintan vio brillar las luces del Wharf, muy a lo lejos, perdidas en la líquida inmensidad. La canoa iba contracorriente hacia la isla de Jersey. Sabine Rodes achicaba el agua con una calabaza.

La lluvia no les cayó encima enseguida. Se abrió, formando dos brazos que rodeaban la isla. Okawho aprovechó la circunstancia para enfilar el arenal con la canoa, y Sabine Rodes arrastró a Fintan corriendo hasta un chamizo de hojas. Por fin descargó la lluvia, con tal violencia que segaba las hojas de los árboles. El viento empujaba con su soplo una bruma de agua que penetraba en la choza, impedía respirar. Era como si no quedara ni tierra ni río, sino sólo esa nube por doquier, ese polvo frío que se metía en el cuerpo.

Duró mucho. Fintan se agazapó junto a la pared de la choza. Estaba helado. Sabine Rodes se sentó a su lado. Se despojó de la camisa para abrigarlo. Sus gestos eran muy delicados, paternales. Fintan experimentaba una gran calma interior.

Sabine Rodes hablaba casi bajito. Pronunciaba palabras al azar. Estaban solos. Por la abertura de la choza el río parecía sin límites. Daba la impresión de estar en una isla desierta, en medio de los océanos.

«Tú me comprendes, tú sabes quién soy. No te ciega el odio de los otros, tienes claro quién soy.»

Fintan lo miró. Se mostraba perdido, una especie de vaho le cubría la mirada, una turbación que Fintan no entendía. Fintan pensó que nunca sería capaz de odiarlo, ni aunque fuera lo que decía Maou, ni aunque fuera el mismo diablo.

«Todos se marchan, cambian. No cambies, pikni, no cambies jamás, ni aunque se derrumbe todo a tu alrededor.»

De sopetón, igual que vino, cesó la lluvia. El sol salió de nuevo, una cálida y dorada luz crepuscular. Al echar a andar por el arenal, Fintan y Sabine Rodes vieron desaparecer la nube gris río abajo. Brokkedon emergió del río, con el pecio encallado en su popa igual que un animal enorme atascado en el lodo.

«Mira, pikni. Es el George Shotton, mi barco.» «¿Es suyo de verdad?», preguntó Fintan con ingenuidad. «Mío, de Oya, de Okawho, ¿qué importancia tiene?» Fintan estaba helado. Temblaba tanto que le fallaban las piernas. Sabine Rodes se lo echó a cuestas y lo llevó hasta la canoa. De pie, con el cuerpo cubierto de gotas de lluvia, Okawho esperaba en la canoa. Su rostro expresaba un gozo salvaje. Sabine Rodes dejó a Fintan, siempre arropado con su vieja camisa, en el sillón de madera.

Je kanyi la! La proa de la canoa apuntaba hacia el embarcadero de Onitsha. El estrave rompía las olas y el rugido de avión del fuera borda llenaba toda la extensión visible del río, de una ribera a otra.

Siempre hacia el atardecer se daba un momento de paz, un momento de vacío. Fintan estaba en el embarcadero de los pescadores, esperaba. Sabía que Bony había subido ya en dirección a la polvorienta pista por donde debían pasar los forzados encadenados.