El aliento de Geoffroy le abrasaba la nuca, podía sentir los latidos de su corazón. O acaso el redoble de los tambores en medio de la noche, en la otra ribera del río, pero ya no estaba asustada. «Te quiero.» Oía su voz, su respiración. «I am so fond of you, Marilu.» La estrechaba en sus brazos, ella sentía una onda que ascendía en su interior, como antes, cuando todo era nuevo. «No ha sucedido nada, no te he dejado sola ni un solo instante.» La onda crecía en su interior, atravesaba incluso el cuerpo de Geoffroy. El redoble, grave y continuo, se unió a la onda, los arrastraba consigo por el río, como el mar entonces en Italia; era un ruido que embriagaba, aplacaba, era el ruido de la tormenta que se desvanece en otra ribera.

Soplaba el harmatán. [5] El cálido viento había secado el cielo y la tierra, el barro del río aparecía surcado de arrugas, como la piel de un viejísimo animal. El río, azul celeste, ofrecía sus inmensas playas plagadas de aves. El vapor ya no lo remontaba hasta Onitsha, se detenía en Degema para desembarcar las mercancías. En la punta de la isla Brokkedon, el George Shotton descansaba en el lodo semejante en todo a la armazón de un mostruo marino.

Durante el día Geoffroy ya no iba al Wharf. Las oficinas de la United África eran auténticos hornos, debido a los techos de chapa. Sólo bajaba cuando caía la tarde, a recoger el correo, revisar los libros de cuentas, el movimiento de mercancías. Luego se llegaba al Club, pero cada vez aguantaba menos su atmósfera. El D.O. Simpson contaba, vaso en mano, sus sempiternas batallitas de caza. Después del incidente con Maou se mostraba insolente, sarcástico, odioso. Su piscina no avanzaba. La apuntalaron mal y uno de los laterales se derrumbó causando heridos entre los forzados. Geoffroy volvió a casa indignado: «¡Ese cerdo podría al menos haberles librado de la cadena para trabajar!»

Maou estaba al borde del llanto:

«No entiendo cómo puedes ir a visitarlo, ¡entrar en su casa!»

«Pienso comentárselo al residente, esto no puede seguir así.» Y se olvidaba del asunto, Se encerraba en su habitación, ante su escritorio, donde estaba prendido el gran mapa de Ptolomeo. Leía, tomaba notas, consultaba planos.

Una tarde, Fintan se hallaba en el umbral de la puerta. Miraba con timidez y Geoffroy lo llamó; parecía agitado, tenía revuelto el pelo gris, la coronilla se le apreciaba un tanto despoblada. Fintan trataba de pensar en él como en su padre. No era demasiado sencillo.

«Sabes, boy, creo que tengo la clave del problema.» Se expresaba con relativa vehemencia. Señalaba el mapa prendido en la pared. «Toda la explicación radica en Ptolomeo. El oasis de Júpiter Amón está demasiado al norte, imposible. La ruta es la de Kufra, a través de los montes etíopes, baja luego hacia el sur, a causa de Girgiri, hasta las marismas Quilónides, o incluso aún más al sur, hacia el territorio nubio. Los nubios eran aliados de los últimos ocupantes de Meroe. A partir de allí, siguiendo el curso subterráneo del río, de noche, por capilaridad, encontraban toda el agua que necesitaban para ellos y su ganado. Hasta que un día, años después, tuvieron que dar con el gran río, el nuevo Nilo.»

Hablaba andando arriba y abajo, colocándose y quitándose las gafas. Fintan estaba un poco asustado, y al mismo tiempo escuchaba las briznas de esta extraordinaria historia, los nombres de las montañas, de los pozos en el desierto.

«Meroe, la ciudad de la reina negra, la última representante de Osiris, la última descendiente de los faraones. Kemit, la nación negra. En el 350, el saqueo de Meroe por el rey Ezana de Aksum. Entró en la ciudad con sus tropas, mercenarios de origen nubio, y todas las gentes de Meroe, escribas, sabios, arquitectos, llevando consigo los rebaños y sus tesoros sagrados, partieron, se pusieron en marcha tras su reina en busca de un nuevo mundo…»

Hablaba como si se tratara de su propa historia, como si él hubiera llegado hasta allí, al término del viaje, a orillas del río Geir, a aquella misteriosa ciudad que se convirtió en la nueva Meroe, como si el río que corría frente a Onitsha fuese la vía hacia otra vertiente del mundo, hacia Hesperiu Keras, el Cuerno de Occidente, hacia Theón Ochema, el Carro de los Dioses, hacia los pueblos guardianes de la selva.

Fintan escuchaba esos nombres, escuchaba la voz de ese hombre que era su padre, sentía lágrimas en los ojos sin comprender por qué. Puede que se debiera al sonido de su voz, tan apagada, que no se dirigía a él sino que hablaba sola, o más bien, acaso, a lo que decía, ese sueño que venía de tan lejos, esos nombres de lengua desconocida que leía deprisa y corriendo en el mapa prendido en la pared, como si en un instante fuera a ser demasiado tarde, todo fuera a esfumarse: Garamantes, Thumelitha, Panagra, Tayama, y ese nombre escrito en rojo y mayúsculas, NIGEIRA METRÓPOLIS, en la confluencia de los ríos, en el confín del desierto y la selva, en ese punto en que el mundo empezó de nuevo. La ciudad de la reina negra.

Hacía calor. Las hormigas aladas revoloteaban en torno a las lámparas, los lagartos grises se aferraban a las manchas de luz, con su cabeza de ojos fijos en el centro de una aureola de mosquitos.

Fintan se mantuvo en el umbral. Miraba a ese hombre febril que iba y venía frente a su mapa, escuchaba su voz. Procuraba imaginarse aquella ciudad en el centro del río, aquella misteriosa ciudad donde se detuvo el tiempo. Pero lo que veía era Onitsha, inmóvil a orillas del río, con sus polvorientas calles y sus casas con el techo de chapa oxidado, sus embarcaderos, los edificios de la United África, el palacio de Sabine Rodes y el boquete abierto delante de la casa de Gerald Simpson. Puede que ahora sí fuera demasiado tarde.

«Vete, déjame solo.»

Geoffroy se sentó en su mesa atestada de papeles. Parecía cansado. Fintan retrocedió sin hacer ruido.

«Cierra la puerta.»

Qué modo de decir «la pue'ta»; por eso pensó Fintan que podría quererlo, pese a su mala idea, su severidad. Cerró la puerta soltando muy despacio el picaporte, como si temiera despertarlo. Y al instante sintió en la garganta un estrangulamiento, y en la vista unas lágrimas. Fue en busca de Maou a su habitación, se abrazó fuerte a ella. Tenía miedo de lo que pudiera avecinarse, prefería no haber llegado nunca hasta aquí, hasta Onitsha. «Háblame en tu lengua.» Ella le cantó una letrilla, igual que antes.

Las primeras líneas del tatuaje son el emblema del sol, o Itsi Ngweri, los hijos de Eri, el primero de los umundri, la descendencia del Edze Ndri. Moisés, que habla todas las lenguas de la bahía de Biafra, le dice a Geoffroy:

«Las gentes de Agbaja llaman Ogo a los signos tatuados en las mejillas de los hombres jóvenes, es decir, a las alas y la cola del halcón. Pero todos llaman a Dios Chuku, o sea el Sol.»

Habla del dios que envía la lluvia y las cosechas. Dice: «Está en todas partes, es el espíritu del cielo.»

Geoffroy escribe dicha sentencia, luego repite las palabras del Libro de los Muertos egipcio, cuando dice:

Yo soy el dios Shu, el que está en el ojo del padre.

Moisés habla del «chi», del alma, habla del Anyanu, el Señor Sol, a quien se ofrendaban sacrificios de sangre. Moisés dice: «Siendo yo todavía niño, las gentes de Awka recibían el nombre de Hijos del Sol, porque eran fieles a nuestro dios.»

Sigue diciendo: «Los jukun, a orillas del río Benue, llaman al sol Anu.»

Geoffroy se estremece al oír ese nombre, porque le vienen a la mente las palabras del Libro de los Muertos, y el nombre del rey de Heliópolis, Iunu, el Sol.

Es puro vértigo. La verdad abrasa, enajena. El mundo no es más que una sombra pasajera, un velo a través del cual aparecen los nombres más antiguos de la creación. Al norte, las gentes de Adamawa llaman al sol Anyara, el hijo de Ra. Los ibos del sur dicen Anyanu, el ojo de Anu, a quien la Biblia nombra On.

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[5] Viento muy cálido y seco que sopla del este en África Occidental.