Ellos, un día y otro, en el muelle, desde el alba, aguardan no sabe qué, tal vez una canoa que los traslade río arriba, que les traiga un mensaje misterioso. Luego se van, desaparecen, internándose por las hierbas altas hacia el este, por los caminos de Awgu, de Owerri. Geoffroy intenta conversar con ellos, unas palabras en ibo, frases en yoruba, en pidgin, y ellos, silenciosos, impertérritos, no altaneros,

mas ausentes, que desaparecen con diligencia en fila india siguiendo el curso del río, se pierden entre las altas hierbas que amarillea la sequía. Ellos, los umundri, los ndinze, los «precursores», los «iniciados». El pueblo de Chuku, el sol, rodeado de su halo como un padre lo está de sus hijos.

Es el signo itsi. El que Geoffroy descubrió en los rostros cuando llegó a Onitsha por vez primera. El signo grabado en la piel de los rostros de los hombres, como una escritura en piedra. El signo se abrió paso en su interior, le alcanzó en el cozarón, le marcó también a él la cara, demasiado blanca, esa piel suya que carece desde el nacimiento de la huella de la quemadura. Pero al presente siente esa quemadura, ese secreto. Hombres y mujeres del pueblo umundri, por las calles de Onitsha, sombras absurdas errando por los paseos de polvo rojo entre bosquecillos de acacias, con sus rebaños de cabras, sus perros. Sólo unos cuantos entre ellos llevan en el rostro el signo de su antepasado Ndri, el signo del sol.

El silencio domina en torno a ellos. Un día, no obstante, un viejo llamado Moisés, que se acuerda de Aro Chuku y el oráculo, contó a Geoffroy la historia del primer Eze Ndri, en Aguleri: en aquel tiempo, dijo, no había alimento, a los hombres no les quedaba más remedio que comer la tierra y las hierbas. Entonces Chuku, el sol, envió desde el cielo a Eri y a Namaku. Pero Ndri no fue enviado por el cielo. Tuvo que esperar encima de un hormiguero, ya que la tierra no era sino una ciénaga. El se quejaba: ¿por qué mis hermanos tienen qué comer? Chuku envió un hombre de Awka, con las herramientas de la forja, el fuelle, las brasas, y el hombre logró secar la tierra. Eri y Namaku eran alimentados por Chuku, comían lo que llaman Azu Igwe, el lomo del cielo. Quienes lo comían no dormían jamás.

Luego murió Eri, y Chuku cesó de enviar Azu Igwe, el lomo del cielo. Ndri tenía hambre, se lamentaba. Chuku le dijo: Obedéceme sin pensarlo y obtendrás tu alimento. ¿Qué debo hacer?, preguntó Ndri. Chuku respondió: Has de matar al mayor de tus hijos y a la mayor de tus hijas, y enterrarlos. Ndri replicó: Lo que me pides es terrible, no puedo hacerlo. Entonces Chuku envió a Dioka hasta Ndri, y Dioka era el padre de los Iniciados, el que había tallado el primer signo itsi en su rostro. Y Dioka marcó el rostro de los niños. Entonces Chuku dijo a Ndri: Ahora, haz lo que te he ordenado. Y Ndri mató a sus hijos y cavó dos tumbas para ellos. Pasaron tres semanas de cuatro días, y nacieron en las tumbas tiernos brotes. En la de su hijo mayor, Ndri desenterró un ñame. Lo coció y se lo comió, y le resultó excelente. Y acto seguido cayó en un sueño profundo, tan profundo que todo el mundo lo creía muerto.

Al día siguiente, en la tumba de su hija, Ndri desenterró una raíz koko, se la comió y volvió a quedarse dormido. Por ello llaman al ñame hijo de Ndri y a la raíz koko, hija de Ndri.

Esta es la razón por que, incluso hoy día, el Eze Ndri ha de marcar el rostro de su hijo y de su hija mayores con el signo itsi, en memoria de los primeros niños, que trajeron con su muerte el alimento a los hombres.

Así es que algo se abre en el corazón de Geoffroy. Es el signo marcado en la piel del rostro, tallado a cuchillo y espolvoreado con cobre. El signo que convierte a los hombres y mujeres adolescentes en hijos del sol.

En la frente, los signos del sol y de la luna.

En las mejillas, las plumas de las alas y de la cola del halcón.

El dibujo del cielo, a fin de que quienes lo reciben no conozcan el miedo nunca más ni vuelvan a temer el sufrimiento. El signo que libera a quienes lo llevan. Sus enemigos ya no pueden matarlos, los ingleses ya no pueden encadenarlos y obligarlos a trabajar. Son criaturas de Chuku, hijos del sol.

De pronto, Geoffroy siente vértigo. Sabe por qué ha venido aquí, a esta ciudad, a este río. Como si estuviera preestablecido que el secreto debiera abrasarlo. Como si todo lo que ha vivido y soñado no fuera nada al lado del signo tallado en la frente de los últimos aros.

Era la estación roja, la estación de un viento que agrietaba las riberas del río. Fintan se internaba cada vez más lejos, a la aventura. En cuanto terminaba de estudiar inglés y cálculo con Maou, se precipitaba a través del herzabal, bajaba hasta el río Omerun. La tierra estaba quemada y resquebrajada bajo sus pies desnudos, los arbustos ennegrecidos por el sol. Escuchaba el ruido de sus pasos, que resonaba ante él en el silencio de la sabana.

A mediodía el cielo estaba limpio, no quedaba ni una nube en las colinas, al este. Tan sólo algunas veces, con el crepúsculo, las nubes tomaban cuerpo por el lado del mar. El herbazal parecía un océano de sequedad. Al correr, las largas hierbas endurecidas le fustigaban la cara y las manos como si fueran correas. No se oía otro ruido que el impacto de sus talones en el suelo, los latidos del corazón en su pecho, el carraspeo de su hálito.

A estas alturas Fintan sabía correr sin cansarse. La planta de sus pies no tenía nada que ver con aquella piel desvaída y frágil que un día liberó de su calzado. Era una dura suela color tierra. Los dedos, con las uñas partidas, se le habían separado para agarrarse mejor al terreno, a las piedras, a los troncos de los árboles.

En los primeros tiempos, Bony se burlaba de él y de sus botas negras. Le decía: «Fintan pikni!» Los demás muchachos secundaban su risa. Ahora era capaz de correr igual que los demás, incluso pisando los espinos o los hormigueros.

La aldea de Bony se extendía a lo largo de la desembocadura del Omerun. El agua de este afluente era transparente y lisa, reflejaba el cielo. Fintan jamás había visto un lugar tan hermoso. En la aldea no tenían casas para ingleses, ni siquiera chozas de chapa, como en Onitsha. El embarcadero era simplemente de barro endurecido, y las cabañas presentaban techumbres de hojas. Las canoas estaban varadas en la playa, donde jugaban los niños pequeños y los viejos reparaban las redes y los aparejos de pesca. Río arriba, en una playa de grava y cantos rodados, las mujeres hacían la colada y se lavaban al caer el crepúsculo.

Cuando aparecía Fintan, las mujeres le chillaban improperios, le tiraban piedras. Se reían, se burlaban en su idioma de él. Por entonces Bony le mostró un paso a través de las cañas, al final de la playa.

Las jovencitas, rutilantes en el agua del río, eran estilizadas y muy bellas. Bony se lo llevaba siempre con la idea de contemplar a una extraña mujer a través de las cañas. La primera vez que la vio, fue al poco de llegar; llovía todavía. Ella no se juntaba con las demás chicas, se mantenía algo apartada, se bañaba en el río. Tenía cara de niña, muy tersa, pero su cuerpo y sus senos eran los de una mujer. Llevaba el pelo ceñido con un paño rojo, y un collar de cauri alrededor del cuello. Los chavales y el resto de las chicas se burlaban de ella, le tiraban chinas, huesos de fruta. La temían. No era de ningún sitio, llegó un buen día a bordo de una canoa que venía del sur y se quedó. Se llamaba Oya. Llevaba el vestido azul de las misiones, y un crucifijo alrededor del cuello. Decían que era una prostituta de Lagos, que había pasado por la cárcel. Decían que iba a menudo al pecio del barco inglés embarrancado en el extremo de la isla Brokkedon, en medio del río. Por eso las jóvenes se burlaban de ella y le tiraban huesos de fruta.

Bony y Fintan se acercaban a menudo a la playita, a la desembocadura del Omerun, para espiar a Oya. Era un rincón salvaje con aves, grullas, garzas. Al caer la tarde, el cielo se volvía amarillo, los llanos herbazales se cubrían de sombras. Fintan se inquietaba. Llamaba a Bony bajito: «¡Venga! ¡Vámonos ya!»