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Tal como se presentan hoy los hechos del caso, hay una coordinación perfecta, casi mística, entre las vistas, sonidos, olores y sabores de la naturaleza y nuestros órganos de la vista, el oído, el olfato y el gusto. Esta coordinación entre las vistas y sonidos y olores del universo y nuestros órganos de percepción es tan perfecta que constituye un argumento perfecto en favor de la teología, que tan en ridículo puso Voltaire. Pero no todos tenemos que ser teólogos. Dios puede habernos invitado a esta fiesta, o no. La actitud china es que participaremos de la fiesta, invitados o no. No tiene sentido, sencillamente, dejar de participar de la fiesta cuando la comida parece tan tentadora y tenemos tanto apetito. Que los filósofos prosigan sus indagaciones metafísicas y traten de descubrir si estamos entre los invitados, pero el hombre sensato tiene que servirse la comida antes de que se enfríe. El hambre está siempre acompañada de sentido común.

Nuestro planeta es un planeta muy bueno. En primer lugar, tenemos la alternación de noche y día, de amanecer y puesta de sol, y un fresco atardecer que sigue a un día caluroso, y una alborada silenciosa y clara que presagia una mañana activa, y nada hay mejor que esto. En segundo lugar, tenemos la alternación de verano e invierno, perfectos en sí mismos, pero aun más perfeccionados porque son introducidos gradualmente por la primavera y el otoño, y nada hay mejor que esto. En tercer lugar, tenemos los árboles silenciosos y dignos, que nos dan sombra en verano y no tapan el sol tibio en invierno, y nada hay mejor que esto. En cuarto lugar, hay flores que se abren y frutas que maduran por rotación en meses diferentes, y nada hay mejor que esto. En quinto lugar, hay días nublados y neblinosos que alternan con días claros y de sol, y nada hay mejor que esto. En sexto lugar, hay chaparrones de primavera y truenos de verano y el viento seco y vigorizante del otoño y la nieve del invierno, y nada hay mejor que esto. En séptimo lugar, hay pavorreales y papagayos y alondras y canarios que cantan canciones inimitables, y nada hay mejor que esto. En octavo lugar, tenemos el zoológico, con monos, tigres, osos, camellos, elefantes, rinocerontes, cocodrilos, focas, vacai, caballos, perros, gatos, zorros, ardillas, picamaderos y animales que responden a tal-variedad e ingenio que jamás pudimos imaginarlo, y nada hay mejor que esto. En noveno lugar, tenemos el pez arcoiris, el pez espada/anguilas eléctricas, ballenas, mojarras, almejas, abalones, langostas, camarones, tortugas y animales de tal variedad e ingenio que jamás pudimos imaginarlo, y nada hay mejor que esto. En décimo lugar, hay magníficos pinos rojos, volcanes que lanzan fuego, cavernas magníficas, picachos majestuosos, colinas onduladas, lagos plácidos, ríos serpenteantes y frescas márgenes, y nada hay mejor que esto. El menú es prácticamente interminable para atender a los gustos individuales y lo único sensato que se puede hacer es ir a participar del festín, y no quejarse de la monotonía de la vida.

II. DE LO GRANDE

La Naturaleza es de por sí, y siempre, un sanatorio. Aunque no pueda curar otra cosa, puede sanar al hombre enfermo de megalomanía. Hay que "poner en su lugar" al hombre, y se ve siempre puesto en su lugar frente al telón de fondo de la naturaleza. Así vemos que en los cuadros chinos se pinta siempre a los seres humanos tan pequeños en el panorama. En un panorama chino llamado "Mirando a una montaña después de la nieve" es muy difícil encontrar a la figura humana que se supone mira a la montaña después de nevar. Al cabo de una búsqueda cuidadosa se le descubrirá bajo un pino: su cuerpo es apenas de una pulgada en un cuadro que tiene quince de alto, y está hecho de unas pocas pinceladas rápidas. Hay otro cuadro Sung de cuatro figuras de estudiosos que ambulan por un bosque otoñal y alzan las cabezas para mirar a las ramas entrelazadas de los majestuosos árboles que los cubren. Hace bien sentirse terriblemente pequeño a veces. Una vez pasaba yo el verano en Kuling, y tendido en lo alto de la montaña empecé a ver dos criaturas diminutas, del tamaño de hormigas, que a cien millas de distancia, en Nanking, se odiaban y tejían intrigas una contra otra por una oportunidad para servir a China, y el tamaño hacía que todo pareciese un poco cómico. Por eso es que los chinos suponen que un viaje a la montaña surte efecto catártico, pues limpia el pecho de una cantidad de tontas ambiciones y de preocupaciones innecesarias.

El hombre suele olvidar cuan pequeño, y a menudo cuan inútil es. Un hombre que ve un edificio de cien pisos de alto se siente envanecido, a menudo, y el mejor modo de curar esa inaguantable vanidad es transportar con la imaginación ese rascacielo hasta una montaña, pequeña, despreciable, y ganar un sentido más veraz de lo que podemos y lo que no podemos llamar "enorme". Lo que nos gusta del mar es su infinitud, y lo que nos gusta de la montaña es su enormidad. Hay en Huangshan o en los Montes Amarillos, picos que están formados por simples trozos de granito de trescientos metros de altura desde su base visible, en el suelo, hasta su cima, y que tienen media milla de largo. Estos picachos son los que inspiran a los artistas chinos, y su silencio, su rugosa enormidad y su eternidad aparente explican en parte el amor de los chinos por las rocas en los cuadros. Es difícil creer que hay rocas tan enormes hasta que se visita Huangshan, y hubo una Escuela Huangshan de pintura, en el siglo XVII, que se inspiraba en estos silenciosos picachos de granito.

Por otra parte, por asociación con la enormidad de la naturaleza, puede ser grande también el corazón del hombre. Hay una manera de mirar a un panorama como si fuera una película; un modo de mirar a las nubes tropicales en el horizonte como el telón de fondo de un escenario, y no contentarse con nada menos grande como telón de fondo; un modo de mirar a los bosques de la montaña como un jardín particular, y no contentarse con nada menos grande como jardín; un modo de escuchar a las rumorosas olas como un concierto, – y no contentarse con nada menos como concierto, y un modo de mirar a la brisa montañesa como sistema de enfriamiento del aire, y no contentarse con nada menos como enfriamiento del aire. Así nos hacemos grandes, tal como son grandes la tierra y los firmamentos. Como el "Hombre Grande" que describió Yüan Tsi (210-263 de nuestra era), uno de los primeros románticos de China, "vivimos en el cielo y la tierra como si fueran nuestra casa". El mejor "espectáculo" que jamás he visto ocurrió una tarde en el Océano Indico. Era en verdad inmenso. El escenario tenía un centenar de millas de ancho y tres de alto, y en él la naturaleza representó un drama que duró media hora: con dragones gigantescos, dinosaurios y leones que se movían por el cielo -¡cómo se hinchaban las cabezas de los leones y se extendían sus melenas, y cómo se inclinaban y se retorcían los lomos de los dragones!-; y ejércitos de soldados con uniformes blancos y grises y oficiales con entorchados dorados, que marchaban y contramarchaban y se unían en combate y se retiraban otra vez. A medida que proseguía la batalla y la persecución, cambiaban las luces del escenario, y los soldados de blancos uniformes aparecieron de color naranja y los soldados de uniformes grises parecieron ponerse otros purpúreos, mientras el telón de fondo era una llama de oro iridiscente. Luego, cuando los técnicos de la naturaleza fueron apagando gradualmente las luces, el púrpura venció y tragó al naranja, y fue siendo un malva y gris más y más profundo, y durante los últimos cinco minutos se presentó un espectáculo de inenarrable tragedia y de sombrío desastre, antes de que se extinguieran del todo las luces. Y no pagué un solo centavo para presenciar el más grandioso espectáculo de toda mi vida.

Tenemos también el silencio de las montañas, y ese silencio es terapéutico: los picachos silenciosos, las rocas silenciosas, los árboles silenciosos, todo en majestuoso silencio. Toda buena montaña es un sanatorio. Uno se siente acurrucado como un niño en su pecho. No creo en la Ciencia Cristiana, pero sí en las propiedades espirituales, curativas de los árboles antiguos y los lugares de montaña, no para sanar una clavícula fracturada o una piel infectada, sino para curar las ambiciones de la carne y las enfermedades del alma: cleptomanía, megalomanía, egocentrismo, halitosis espiritual, titulitis, prestamitís, dirigentitis (el deseo de dirigir a los demás), neurosis de guerra, versofobia, maldad, odio, exhibicionismo social, terquedad en general, y todas las formas de enfermedades morales.