Porque hemos llegado a un estado de la cultura humana en que tenemos compartimientos del conocimiento, pero no conocimiento mismo; especialización pero no integración; especialistas pero no filósofos de humana sabiduría. Esta superespecialización del conocimiento no difiere mucho de la superespecialízación en una cocina imperial china. Una vez, al caer una dinastía, un rico funcionario chino pudo conseguir como cocinera a una sirvienta que había escapado de las cocinas del palacio. Orgulloso de ella, envió a sus amigos una invitación para que fueran a saborear una comida preparada por quien le parecía que era una cocinera imperial. Al acercarse el día, pidió a la sirvienta que preparara una comida imperial. La sirvienta respondió que no podía prepararla.
– ¿Qué hacías, entonces? -preguntó el funcionario.
– Ah, ayudaba a hacer las pastas para la comida -respondió la mujer.
– Bien, entonces, prepara unas lindas pastas para mis huéspedes.
– Oh, no -respondió la sirvienta con gran consternación del amo-, no sé hacer pastas. Me especializaba en picar la cebolla para el relleno de las pastas de la comida imperial.
Una condición parecida existe hoy en el campo del conocimiento humano y del estudio académico. Tenemos un biólogo que sabe un poco de la vida y la naturaleza humana; un psiquiatra que sabe otro poco; un geólogo que conoce la historia primaria de la humanidad; un antropólogo que conoce la mente del salvaje; un historiador que, si tiene espíritu genial, puede enseñarnos algo de la sabiduría humana y de la tontería humana, según se reflejan en la historia del pasado; un psicólogo que a menudo nos puede ayudar a comprender nuestro comportamiento, pero que también suele decirnos una imbecilidad académica, como la de que Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas, era, un sadista, o sale de su laboratorio, después de hacer experimentos con una cantidad de polluelos, y anuncia que el efecto de un fuerte ruido sobre los pollos es el de hacerles saltar el corazón. Algunos psicólogos educacionales me dejan estupefacto cuando se equivocan, y aun más estupefacto cuando tienen razón. Pero junto con el proceso de especialización no se ha producido el proceso, urgentemente necesario, de la integración, el esfuerzo por integrar todos estos aspectos del conocimiento y hacerlos servir al fin supremo, que es la sabiduría de la vida. Quizá estemos ya dispuestos para cierta integración del conocimiento, como se revela en algunos signos recientes. Pero a menos que los hombres de ciencia de Occidente procedan a esta tarea con un modo de pensar más sencillo y menos lógico, esa integración no se podrá realizar. La sabiduría humana no puede ser simplemente la suma de conocimientos especializados, ni puede ser obtenida por un estudio de promedios estadísticos; sólo se la puede realizar con la visión íntima, con el predominio general del sentido común, de la agudeza y de una intuición más sencilla, pero sutil.
Hay, claramente, una distinción entre pensamiento lógico y pensamiento razonable, que se puede expresar también como la diferencia entre el pensamiento académico y el pensamiento poético. Tenemos buena cantidad de pensamiento académico, pero hallamos muy pocas muestras de pensamiento poético en el mundo moderno. Aristóteles y Platón son sorprendentemente modernos, y sucede así, no porque los griegos se parecían a los modernos, quizá, sino porque eran, estrictamente, los antepasados del pensamiento moderno. A pesar de su punto de vista humanista y de su doctrina del Medio de Oro, Aristóteles fue estrictamente el abuelo de los modernos autores de textos, pues fue el primero que separó al conocimiento en compartimientos distintos: desde la física y la botánica hasta la ética y la política. Como era casi inevitable, fue también el primer hombre que lanzó la impertinente jerga académica incomprensible para el hombre común, y que están dejando muy atrás los sociólogos y psicólogos modernos. Y si bien Platón tenía verdadero discernimiento humano, en cierto modo fue el responsable de la veneración de las ideas y las abstracciones, como entre los neoplatónicos, una tradición que, en lugar de ser atemperada por un mayor discernimiento, nos es tan familiar ahora en los escritores que hablan de ideas e idearios como si tuvieran una existencia independíente. Sólo la psicología moderna, en días muy recientes, nos está privando de los compartimientos estancos de la "razón", la "voluntad" y la "emoción", y nos ayuda a matar el "alma", que era una entidad tan real para los teólogos medievales. Hemos matado el "alma", pero hemos creado un millar de lemas sociales y políticos ("revolucionario", "contrarrevolucionario", "burgués", "capitalista-imperialista", "escapista"), que tiranizan nuestros pensamientos, y hemos creado seres similares, como "clase", "destino", "estado", y procedemos, lógicamente, a transformar el estado en un monstruo que se traga al individuo.
Parece que es sumamente deseable una forma regenerada de pensar, un pensamiento más poético, que pueda ver la vida firmemente, y verla toda. Ya nos advierte James Harvey Robinson: "Algunos observadores cuidadosos expresan la convicción muy fundada de que, a menos que el pensamiento sea elevado a un plano muy superior al de ahora, es inevitable un gran revés para la civilización." El profesor Robinson señalaba oportunamente que "La conciencia y el discernimiento parecen recelarse mutuamente, y bien podrían ser amigos". Los economistas y los psicólogos modernos me dejan la impresión de que tienen exceso de conciencia y falta de discernimiento. Este es un punto que quizá no acentuemos bastante, este peligro de aplicar la lógica a los asuntos humanos. Pero la fuerza y el prestigio del pensamiento científico han sido tan grandes en la edad moderna, que, a pesar de todas las advertencias, esta especie de pensamiento académico se inmiscuye constantemente en el reino de la filosofía, con la estéril creencia de que la mente humana puede ser estudiada como un sistema de aguas corrientes y las ondas del pensamiento humano medidas como las ondas de radio. Las consecuencias son levemente perturbadoras en nuestro pensar de todos los días, pero desastrosas en la política práctica.
II. EL RETORNO AL SENTIDO COMÚN
Los chinos odian el término de "necesidad lógica" porque no hay necesidad lógica en los asuntos humanos. La desconfianza de los chinos por la lógica comienza con la desconfianza de las palabras, sigue con la desconfianza de las definiciones y termina con un odio instintivo hacia todos los sistemas y teorías. Porque sólo palabras, definiciones y sistemas han hecho posibles las escuelas de filosofía. La degeneración de la filosofía comenzó con la preocupación por las palabras. Un escritor chino, Kung Tingan, dijo: "El sabio no habla, los talentosos hablan y los estúpidos discuten"; esto a pesar de que al amigo Kung le encantaba discutir.
Porque ésta es la triste historia de la filosofía: que los filósofos pertenecieran al género de los Habladores y no al de los Callados. A todos los filósofos les gusta escuchar sus propias voces. El mismo Laotsé, que nos enseñó primero que el Creador (el Gran Callado) no habla, fue persuadido de que dejara cinco mil palabras a la posteridad antes de retirarse, fuera del Paso Hankukuan, a pasar el resto de su vida en sabia soledad y olvido. Más típico del género del filósofo hablador fue Confucio, que visitó "setenta y dos reinos a fin de obtener audiencias de sus reyes; o más aun, Sócrates, que iba por las calles de Atenas y detenía a los transeúntes para hacerles preguntas con el propósito de escucharse al dar ingeniosas respuestas. La afirmación de que el "Sabio no habla" es, por lo tanto, sólo una afirmación relativa. Pero de todos modos existe una diferencia entre los Sabios y los Talentosos, porque el Sabio habla de la vida, tal como la advierte directamente; los Talentosos hablan de las palabras del Sabio, y los estúpidos argumentan sobre las palabras de los Talentosos. En los sofistas griegos tenemos el tipo puro de Habladores interesados en el juego de las palabras como tales. La filosofía, que era el amor por la sabiduría. se convirtió en el amor por las palabras, y en la proporción en que creció esta tendencia sofista se hizo más y más completo el divorcio entre la filosofía y la vida. Al correr el tiempo, los filósofos comenzaron a emplear cada vez más palabras y frases más y más largas; los epigramas de la vida cedieron su lugar a las frases, las frases a los argumentos, los argumentos a los tratados, los tratados a los comentarios y los comentarios a la investigación filológica; se necesitaron más y más palabras para definir y clasificar las palabras que se empleaban, y más y más escuelas para que se diferenciaran y separaran de las escuelas ya establecidas; el proceso continuó hasta que ahora se ha perdido enteramente de vista el sentimiento inmediato, íntimo, o el conocimiento de la vida, y el lego tiene perfecto derecho a preguntar: "¿De qué estáis hablando?" Entretanto, a través de la subsiguiente historia del pensamiento, los pocos pensadores independientes que sintieron el impacto directo de la vida -un Goethe, un Samuel Johnson, un Emerson, un Willíam James- se han negado a hablar en la jerga de los Habladores, y siempre se han opuesto decididamente al espíritu de clasificación. Porque son los sabios los que han mantenido para nosotros el verdadero significado de la filosofía, que es la sabiduría de la vida. En casi todos los casos han renunciado a los argumentos y retornado al epigrama. Cuando el hombre ha perdido la capacidad de hablar en epigramas, escribe párrafos; cuando no se puede expresar claramente en párrafos, desarrolla un argumento, y cuando todavía no puede hacerse entender en un argumento, escribe un tratado.