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Por su parte, el pagano vive en este mundo como un huérfano, sin el beneficio de ese consolador sentimiento de que hay siempre en el cielo alguien que se ocupa de él y que, cuando se establezca esa relación personal que se llama rezo, atenderá a su bienestar privado y personal. No hay duda que es un mundo menos animado; pero existe el beneficio y la dignidad de ser un huérfano que, por necesidad, ha aprendido a ser independiente, a cuidar de su persona, y a ser más maduro, como lo son todos los huérfanos. Esta sensación, más que cualquier creencia intelectual -esta sensación de caer en un mundo sin el amor de Dios- fue lo que me asustó en realidad hasta el último momento de mi conversión al paganismo; creía, como muchos cristianos natos, que si no existiera un Dios personal el universo perdería su base.

Y sin embargo, el pagano puede llegar a un punto en que mira a ese mundo, acaso más tibio y más alegre, como un mundo a la vez más infantil, más adolescente, me siento tentado a decir; útil y aprovechable, si uno mantiene sin tacha la ilusión, pero ni más ni menos justificable que una manera de vivir verdaderamente budista; un mundo más bellamente coloreado, también, pero por consiguiente menos sólidamente cierto y, por ello, de menos valor. Para mí, personalmente, es fatal la sospecha de que algo está coloreado o no es sólidamente verdadero. Uno debe estar decidido a pagar un precio por la verdad; cualesquiera sean las consecuencias, venga la verdad. Esta posición es comparable, es psicológicamente igual que la del asesino: si ha cometido un asesinato, lo mejor que puede hacer después es confesarlo. Por eso mismo digo que se necesita poca valentía para llegar a ser pagano. Pero, después de haber aceptado lo peor, quedauno sin temores. La paz de la mente es la condición mental de haber aceptado lo peor. (Aquí veo por mí mismo la influencia del pensamiento budista o taoísta.)

Os podría señalar la diferencia entre un mundo pagano y uno cristiano de esta manera: el pagano en mí renunció al cristianismo por orgullo y humildad a la vez, orgullo emocional y humildad intelectual, pero quizá en total menos por orgullo que por humildad. Por orgullo emocional, porque odiaba la idea de que tuviese que haber alguna razón para comportarnos como hombres decentes, buenos, fuera de la sencilla razón de que somos seres humanos; teóricamente, y si queréis dedicaros a las clasificaciones, clasificad esto como un pensamiento típicamente humanista, Pero más por humildad, por humildad intelectual, sencillamente porque, con nuestros conocimientos astronómicos, ya no puedo creer que un ser humano individual sea tan terriblemente importante a los ojos de ese Gran Creador, viviendo como vive el individuo, átomo infinitesimal en esta tierra que es un átomo infinitesimal del sistema solar, que a su vez es un átomo infinitesimal del universo de sistemas solares. Lo que me asombra es la audacia del hombre, y su presuntuosa arrogancia. ¿Qué derecho tenemos a concebir el carácter de un Ser Supremo, de cuya obra apenas podemos ver una millonésima parte, y a postular acerca de Sus atributos?

La importancia del individuo humano es indudablemente uno de los dogmas básicos del cristianismo. Pero veamos a qué ridicula arrogancia conduce eso en la práctica usual de la diaria vida cristiana.

Cuatro días antes del funeral de mi madre hubo una lluvia torrencial, y si continuaba, como solía ocurrir en Changchow en julio, la ciudad se inundaría y no habría funeral. Como casi todos nosotros habíamos llegado de Shanghai, el retraso significaría inconvenientes. Una de mis parientas -un ejemplo algo extremado pero no desacostumbrado del creyente cristiano en China- me dijo que tenía fe en Dios, que siempre atendería a Sus hijos. Rezó, y cesó la lluvia, aparentemente con el fin. de que una pequeñita familia de cristianos pudiera tener su funeral sin tardanza. Pero la idea implícita de que, si no hubiese sido por nosotros. Dios habría sometido voluntariamente a decenas de miles de habitantes de Changchow a una inundación devastadora, como ocurría a menudo, o que no detuvo la lluvia por ellos, sino porque nosotros queríamos tener un funeral sin barro, se me ocurrió que era un tipo increíble de egoísmo. No puedo imaginar que Dios atienda a hijos tan egoístas.

Hubo también un pastor cristiano que escribió la historia de su vida, dando fe de las muchas pruebas de la acción de Dios en su vida, con el propósito de glorificar a Dios. Una de las pruebas que aducía era la de que, cuando había reunido seiscientos dólares de plata para comprar el pasaje a los Estados Unidos, Dios redujo la tasa de cambio el día mismo en que este individuo tan importante debía comprar el pasaje. La diferencia en la tasa de cambio sobre seiscientos dólares de plata pudo haber sido a lo sumo diez o veinte dólares, y Dios estaba dispuesto a conmover las bolsas de París, Londres y Nueva York a fin de que este curioso hijo Suyo pudiera ahorrarse diez o veinte dólares. Recordemos que esta forma de glorificar a Dios no es cosa desacostumbrada en ninguna parte de la cristianidad.

¡Oh, insolencia y envanecimiento del hombre, cuyo lapso de vida es apenas de tres veintenas de anos! La humanidad, en conjunto, puede tener una historia significativa, pero el hombre, como individuo, según las palabras de Su Tungp'o, no es más que un grano de mijo en un océano o un insecto fuyu que nace por la mañana y muere al atardecer, comparado con el universo. No quiere ser humilde el cristiano. No se satisface con la sumada inmortalidad de su gran corriente de la vida, de la que es ya una parte, que fluye a la eternidad como un poderoso río que se vacía en el gran mar y cambia y no cambia. Una vasija de arcilla preguntará al alfarero: "¿Por qué me has dado esta forma y por qué me has hecho tan quebradiza?" La vasija de arcilla no queda satisfecha de poder dejar otras vasijas más pequeñas de su especie cuando se quiebra. El hombre no se satisface con haber recibido este cuerpo maravilloso, este cuerpo casi divino. ¡Quiere vivir para siempre! Y no deja tranquilo a Dios. Ha de decir sus plegarias y ha de rezar diariamente para recabar pequeños dones personales a la Fuente de Todas las Cosas. ¿Por qué no puede dejar tranquilo a Dios?

Hubo una vez un sabio chino que no creía en el budismo, y cuya madre creía. Era una mujer devota y pretendía adquirir méritos musitando "¡Namu omitabha!" mil veces de día y de noche. Pero cada vez que empezaba a pronunciar el nombre de Buda, su hijo la llamaba: "¡Mamá!" La madrese enojó al fin. "Bien -dijo el sabio- ¿no crees que Buda se enojaría también si pudiera oírte?" ( [76])

Mi padre y mi madre eran devotos cristianos. Bastaba oír a mi padre cuando dirigía los rezos nocturnos de la familia. Y yo era un niño sensitivamente religioso. Como hijo de un pastor, recibí las facilidades de la educación de los misioneros, aproveché sus beneficios y sufrí sus debilidades. Siempre he estado agradecido a esos beneficios, y convertí en fuerza mía sus debilidades. Porque, según la filosofía china, no hay en la vida buena o mala suerte.

Se me prohibía asistir a teatros chinos, jamás se me permitía escuchar a los troveros chinos, y se me separó enteramente de la gran tradición y la mitología populares. Cuando ingresé en un colegio de misioneros se descuidó por completo el escaso fundamento de chino clásico que me había dado mí padre. Quizá haya sido mejor así, para que más tarde, después de recibir una educación completamente occidentalizada, pudiera volver yo al chino con la frescura y el vigoroso deleite de un hijo de Occidente que se adentra en el país de maravilla oriental. La mayor suerte que he tenido jamás fue la sustitución completa del pincel de escribir por la pluma estilográfica durante mi período de colegial y de adolescente, pues conservó sin mengua para mí la frescura del mundo mental oriental, hasta que estuve pronto para él. Si el Vesubio no hubiera cubierto a Pompeya, Pompeya no estaría tan bien conservada, y las huellas de las ruedas de los carros en sus calles no habrían quedado tan claramente marcadas hasta hoy. La educación en un colegio de misioneros fue mi Vesubio.

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[76] Al rezar por un enfermo, es irrazonable, evidentemente, rezar una docena o un centenar de veces, como es irrazonable en el niño pedir una docena o un centenar de veces que le lleven al cinematógrafo. Pedir una vez es bastante, y una promesa es una promesa, si el padre es un buen padre. Las solicitudes repetidas son molestas, tediosas.