Los débiles ruidos de persecución provenientes del bosque de repente tomaron un nuevo cariz. Unos distantes gritos y chillidos iban acompañados por el agudo sonido del entrechocar de las armas. Vespasiano y los legionarios de la sexta centuria se volvieron hacia el bosque. Los sonidos de la lucha se intensificaron rápidamente y luego se desvanecieron.
– ¡Formen en cuadro! -bramó Macro-. Orden cerrado. Los soldados reaccionaron enseguida y se apresuraron a formar alrededor del cadáver del prefecto. Vespasiano se abrió paso a empujones hacia el centro y desenvainó la espada. Cruzó la mirada con Macro y con un gesto señaló hacia el cuerpo y la cabeza que seguían sobre la nieve. El centurión se dirigió a sus soldados.
– ¡Vosotros dos! ¡Fígulo y Sertorio! Acercaos. Los dos elegidos rompieron filas y a paso rápido se aproximaron a su centurión.
– Fígulo, ponlo encima de tu escudo. Vosotros dos tendréis que llevarlo hasta la puerta. Yo llevaré el otro escudo.
Fígulo bajó la mirada hacia el ensangrentado cuerpo del prefecto con una expresión de asco en el rostro.
– No te preocupes, muchacho, no te costará sacar la sangre del forro del escudo. Sólo tendrás que restregarlo bien. ¡Vamos, manos a la obra!
Mientras los dos hombres se inclinaban para realizar su truculenta tarea, Macro se volvió hacia Cato.
– Tú puedes llevar la cabeza.
– ¿La cabeza? -Cato empalideció- ¿Yo? -Sí, tú. Recógela -dijo Macro con brusquedad, luego se acordó de la presencia del legado-, Y, esto… asegúrate de llevarla con respeto.
Hizo caso omiso de la fulminante mirada de Cato y volvió rápidamente con el legado, que se encontraba entonces en el extremo del cuadro para mirar más detenidamente hacia el bosque.
Con los dientes apretados, Cato se agachó y alargó una mano para coger la cabeza del prefecto. Al primer roce con el oscuro cabello ondulado sus dedos retrocedieron. Tragó saliva, nervioso, y se obligó a agarrar suficiente pelo para cerciorarse de que no se le escapara. Acto seguido se enderezó lentamente al tiempo que sujetaba la cabeza alejada de su cuerpo, con la cara hacia fuera. Aun así, los viscosos colgajos de tendones y sangre medio coagulada que pendían del cuello cercenado provocaron que la bilis le subiera a la garganta y se apresuró a apartar la vista.
Un caballo sin jinete salió de repente de entre los árboles y regresó al galope al campamento de la segunda legión. Dos caballos más le siguieron, y luego otro, este último con un explorador en la silla, inclinado y clavando los talones, espoleando a su bestia hacia la sexta centuria, Nada más surgió de los árboles, que se quedaron silenciosos y en calma.
– No tendría que haber ordenado una persecución -comentó Vespasiano en voz baja.
– No, señor. El legado se volvió hacia Macro, con las cejas juntas y fruncidas con enojo por la crítica implícita. Pero sabía que el centurión no se equivocaba. Debería habérselo imaginado. Vespasiano sintió rabia por la facilidad con la que había mandado a los exploradores a la muerte.
A poca distancia de los escudos de la sexta centuria, el explorador superviviente frenó su caballo, que se empinó y levantó una lluvia de nieve. El explorador soltó las riendas y cayó de la silla. -¡Está herido! -gritó Macro-. ¡Traedlo aquí, detrás de los escudos! ¡Deprisa!
Los soldados más próximos salieron a todo correr, agarraron al explorador y lo arrastraron hacia el interior del cuadro. El hombre se desplomó y se sujetó el estómago con la mano allí donde el ensangrentado desgarrón de su túnica revelaba un largo corte, tan profundo que dejaba al descubierto una parte de los Intestinos. Macro se arrodilló para examinar la herida. Asió el borde de la capa del explorador y le hizo un tajo con la daga. Enfundó la hoja y rasgó una ancha tira de tela. Rápidamente vendó con ella al explorador y ató firmemente los extremos. El hombre soltó un grito y apretó los dientes.
– ¡Ya está! Esto servirá hasta que podamos llevárselo a los cirujanos.
– ¿Qué sucedió? -Vespasiano se inclinó sobre el explorador-. ¡Informa, soldado! ¿Qué te ocurrió? -Señor, había montones de ellos… esperándonos en el bosque… Los estábamos siguiendo por un sendero… de repente se nos vinieron encima por todos lados, chillando como animales salvajes… No pudimos hacer nada… Nos hicieron pedazos. -Por un momento los ojos del explorador se abrieron horrorizados ante el vívido recuerdo del terrorífico enemigo. Luego su mirada volvió a centrarse en el legado-. Yo me hallaba al final de la columna, señor. En cuanto vi que no teníamos nada que hacer, intenté hacer girar a mi montura. Pero el sendero era estrecho, mi caballo estaba asustado y no quería darse la vuelta. Entonces uno de los Druidas salió del bosque y arremetió contra mí con su hoz… ¡Lo alcancé con mi lanza, señor! ¡Lo alcancé bien! -Los ojos del explorador brillaron con una salvaje expresión de triunfo antes de cerrarse con crispación cuando una oleada de dolor lo sacudió.
– Es suficiente por ahora, muchacho -le dijo Vespasiano con dulzura-. Guarda el resto de tus fuerzas para informar a tu oficial cuando los cirujanos se hayan ocupado de ti.
Con los ojos firmemente apretados, el explorador movió la cabeza en señal de asentimiento.
– Centurión, échame una mano aquí. -Vespasiano colocó las manos debajo de los hombros del explorador y lo levantó con cuidado-. Ayúdame a echármelo a la espalda.
– ¿A su espalda, señor? ¿Quiere que lo haga uno de los soldados, señor?
– ¡Maldita sea, hombre! Lo llevaré yo. Macro se encogió de hombros e hizo lo que le habían ordenado. El explorador pasó los brazos alrededor del cuello del legado y Vespasiano se echó hacia delante y le sostuvo las piernas.
– ¡Eso es, Macro! Destina a un hombre para que guíe a ese caballo, luego vámonos.
Macro dio la orden a la centuria para que avanzara hacia el campamento En formación cerrada, el paso de la centuria era forzosamente lento, por mucho que los soldados quisieran apresurarse para volver al refugio del campamento. En el centro del cuadro el legado se tambaleaba bajo su carga. A un lado, Fígulo y Sertorio llevaban el cuerpo de Maxentio sobre el escudo de Fígulo. junto a ellos caminaba Cato, con la vista clavada al frente y su dolorido brazo estirado para mantener la cabeza que sostenía lo más alejada posible de su cuerpo. Macro, que marchaba en la parte trasera del cuadro, no dejaba de mirar atrás, hacia el bosque, por si veía alguna señal de los Druidas y sus seguidores. Pero nada se movía a lo largo del oscuro límite de la arboleda y el bosque permanecía completamente silencioso.
CAPÍTULO IX
Al cabo de tres días la nieve casi se había derretido y sólo seguía brillando en algún que otro punto, en las hondonadas y grietas donde los rayos del bajo sol invernal no llegaban. Los primeros días del mes de marzo dieron un poco más de calidez a la atmósfera y el camino lleno de surcos se volvió resbaladizo con el barro acumulado bajo los pies enfundados en botas de la cuarta cohorte. Marchaban hacia el sur desde Calleva, patrullando por la frontera con los Durotriges en un intento de evitar más ataques. La misión era más un gesto de apoyo de los Romanos hacia los atrebates que una tentativa realista de poner freno a los Durotriges y a sus siniestros aliados Druidas. Los informes que le llegaban a Verica sobre la devastación que se extendía sobre las pequeñas aldeas lo habían puesto tan nervioso que le había rogado a Vespasiano que actuara. Así pues, la cuarta cohorte y un escuadrón de exploradores, acompañados de un guía, fueron enviados a recorrer los pueblos y asentamientos fronterizos para demostrar que la amenaza de los Durotriges se estaba tomando muy en serio.
Al principio los aldeanos tenían miedo de los extraños uniformes y los idiomas extranjeros de los legionarios, pero la cohorte había recibido órdenes de comportarse de un modo ejemplar. El alojamiento y los víveres fueron pagados con monedas de oro y los Romanos respetaron las costumbres locales que el guía de Verica, Diomedes, les explicaba. Este último era un agente comercial que representaba a un mercader de la Galia y que había vivido muchos años entre los atrebates. Hablaba su dialecto celta con fluidez. Hasta se había casado con una mujer de un clan guerrero que había sido lo bastante liberal como para tolerar que una de sus hijas menos preciadas se convirtiera en la esposa de aquel pulcro hombrecillo griego. Con su tez olivácea, sus aceitados rizos de cabello oscuro, la barba recortada con esmero y su excelente guardarropa continental, Diomedes no podía parecerse menos a los rudos nativos entre los cuales había elegido vivir tanto tiempo. Sin embargo, lo tenían en gran estima y era calurosamente bienvenido en todas las poblaciones por las que pasaba la cohorte.