Sesenta exploradores de la caballería de la legión no iban a tener mucha influencia sobre los ataques de los Druidas, pero era mejor eso que nada y Albino movió la cabeza en señal de agradecimiento.
– ¿Cómo va el entrenamiento de la gente del lugar? El rostro del centurión dejó entrever un asomo de desesperación cuando la máscara de impasible profesionalidad se retiró momentáneamente.
– Yo no diría que no hay esperanza, señor. Pero tampoco creo que debamos ser demasiado optimistas.
– ¿Y eso? -Son fuertes -dijo Albino a regañadientes-. Más fuertes que muchos de los soldados que sirven con las águilas. Pero en cuanto tratas de instruirlos de un modo disciplinado y formal todo se convierte en un jodido y absoluto caos. Y disculpe mi lenguaje galo, señor. No se coordinan; cada uno por sí mismo realiza una salvaje carga contra el enemigo. Lo que se les da mejor es la práctica individual con las armas. Aun así utilizan las espadas con las que los hemos equipado como si fueran malditos cuchillos de carnicero. No dejo de repetirles que quince centímetros de punta valen más que todo el filo del mundo, pero no me entienden. Son imposibles de adiestrar, señor.
– ¿Ah, sí? -Vespasiano arqueó las cejas-. ¿No me dirás que un hombre de tu experiencia no puede entrenarlos? Te has enfrentado a casos más difíciles en otras ocasiones.
– Casos difíciles, señor. Pero no razas difíciles.
Vespasiano asintió con la cabeza. Todos los celtas que había conocido compartían la misma confianza arrogante en la superioridad innata de su cultura y adoptaban una actitud de profundo desprecio por lo que ellos consideraban los refinamientos, impropios de un hombre, de las civilizaciones griega y Romana. Aquellos Britanos eran los peores. Se pasaban de estúpidos, concluyó Vespasiano.
– Haz lo que puedas, centurión. Si no aprenden de sus superiores nunca serán una amenaza para nosotros.
– Sí, señor. -Albino bajó la mirada con desaliento.
El toque amortiguado de un clarín sonó más allá de la tienda. Momentos después oyeron gritar algunas órdenes. El centurión miró al legado pero Vespasiano se negó a que lo consideraran una persona que se alteraba ante cualquier distracción pasajera. Se reclinó en la silla para hablarle al centurión.
– Muy bien, centurión. Mandaré un despacho al general para informarle de tu situación, y de los ataques de esos Druidas. Mientras tanto seguirás con el adiestramiento y mantendrás las patrullas. Tal vez no mantengamos alejados a los Druidas pero al menos sabrán que les estamos buscando. Los exploradores deberían hacer más fácil la tarea. ¿Tienes algo más que decirme?
– No, señor.
– Puedes retirarte.
El centurión cogió el casco, saludó y salió de la tienda a paso rápido.
Vespasiano se dio cuenta de que el griterío había aumentado: el tintineo de las armas y las corazas indicaba que un gran contingente de soldados se disponía a ponerse en marcha. Le costó resistir el impulso de salir corriendo de la tienda para ver qué ocurría, pero ¡que lo asparan si se permitía comportarse como un nervioso tribuno subalterno en su primer día en el ejército! Se obligó a coger un rollo y empezar a leer los últimos informes de efectivos. Sonaron unas pisadas en las tablas de madera del suelo que había justo en el exterior de la tienda.
– ¿Está el legado ahí dentro? -les gritó alguien a los centinelas que montaban guardia junto a los faldones de la entrada a la tienda de Vespasiano-. Pues dejadme pasar.
Los faldones de cuero se abrieron y Plinio, el tribuno superior, entró a toda prisa, jadeando. Tragó saliva ansiosamente.
– ¡Señor! Tiene que ver esto.
Vespasiano levantó la vista de las hileras de números del pergamino.
– Cálmate, tribuno. Ésta no es la manera de comportarse de un oficial superior.
– ¿Señor?
– Uno no va zumbando por todo el campamento a menos que se trate de una emergencia de lo más grave.
– Si, señor. -¿Y estamos en grave peligro, tribuno?
– No, señor. -Entonces no pierdas la calma y sirve de ejemplo al resto de la legión.
– Sí, señor. Lo lamento, señor.
– Está bien. ¿Qué es eso tan urgente que debes explicarme?
– Se acercan unos hombres al campamento, señor.
– ¿Cuántos?
– Dos, señor. Y algunos más que se han quedado junto al bosque.
– ¿Dos? ¿Y entonces a qué viene todo este alboroto?
– Uno de ellos es Romano…
Vespasiano esperó pacientemente un momento.
– ¿Y el otro? -No lo sé, señor. No he visto nada igual en toda mi vida.
CAPÍTULO VII
A la sexta centuria le había tocado la segunda guardia del día. Después de un apresurado desayuno de gachas humeantes, relevaron a la centuria que patrullaba las defensas del campamento fortificado. El centurión que acabó el turno informó a Cato de la llegada de los jinetes provenientes de Calleva. La luz del sol de media mañana caía a raudales sobre los terraplenes. Cato había trepado hasta allí tras salir de las frías sombras que rodeaban las ordenadas hileras de tiendas y entrecerró los ojos. Se vio obligado a protegerse de la luz unos momentos.
– ¡Una mañana estupenda, optio! -le dijo un legionario a modo de saludo-. Puede que hoy incluso entremos en calor.
Cato se volvió hacia él; era un joven corpulento y cargado de espaldas, con un rostro alegre y unos cuantos dientes torcidos que parecían los restos de uno de los círculos de piedra junto a los que había pasado la legión durante su marcha el verano anterior. Al ser una persona delgada y con poca grasa gracias a su disposición nerviosa, a Cato le costaba mucho mantener el calor y todavía temblaba bajo su capa de lana, que se había abrochado bien ceñida al cuerpo. Se limitó a saludar al legionario con un gesto de la cabeza porque no quería que el hombre viera que le castañeteaban los dientes. El legionario era uno de los últimos reemplazos, un galo que se llamaba Horacio Fígulo. Fígulo era un soldado bastante competente y el carácter jovial del joven lo había hecho popular entre los miembros de la centuria.
Con un repentino sobresalto de la conciencia, Cato recordó que Fígulo tenía la misma edad que él. La misma edad y, sin embargo, los pocos meses más que había servido con las águilas le hacían considerar a aquel recluta con la fría mirada de un veterano. No había duda de que un espectador ocasional bien podría imaginar que el optio era un veterano: las cicatrices de las terribles quemaduras que había sufrido el verano anterior eran claramente visibles. No obstante, el vello de sus mejillas era aún tan ralo que sería hilarante el plantearse siquiera afeitarlo. Por el contrario, Fígulo compartía la peluda fisonomía de sus antepasados celtas; la fina barba de suave pelo que le cubría las mejillas y la barbilla requería la atención casi diaria de una hoja cuidadosamente afilada.
– ¡Mira esto, optio! -Fígulo apoyó su jabalina contra el muro y rebuscó un momento en el interior de su capa antes de sacar una nuez-. Llevo toda la semana practicándolo.
Cato reprimió un gruñido. Desde que un prestidigitador ambulante fenicio había entretenido a la centuria hacía varias semanas, el joven Fígulo había intentado imitar el repertorio de trucos del mago… con escaso éxito. El aspirante a mago le tendió la nuez para que la examinara.
– ¿Qué es esto?
Cato se lo quedó mirando fijamente un momento y luego alzó los ojos al cielo con una leve sacudida de la cabeza.
– Es una nuez normal y corriente, ¿no es así, optio? -Si tú lo dices -replicó Cato con los dientes apretados. -Pues bien, como sabemos, las nueces no tienen la costumbre de desaparecer de pronto. ¿Tengo razón?
Cato asintió con la cabeza, una vez. -¡Pues ahora mira! -Fígulo cerró las manos y las movió entre los dos haciendo un floreo al tiempo que salmodiaba el sonido que más se aproximaba a los hechizos del fenicio-.