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Al tercer día el inconstante clima de la isla se volvió más benigno y poco a poco el espeso y blanco manto de nieve empezó a desaparecer del paisaje. En tanto que los legionarios agradecieron el calor del sol, el agua del hielo derretido rápidamente convirtió el camino en una pegajosa ciénaga que succionaba las ruedas de la carreta y los pies calzados con botas de la infantería. Fue con cierto alivio que descendieron por la suave inclinación del valle del Támesis en el cuarto día, y divisaron los terraplenes de la enorme base del ejército construida el verano anterior, cuando por primera vez las legiones se habían abierto camino a la fuerza hasta el otro lado del enorme río. En aquellos momentos la base se hallaba guarnecida por cuatro cohortes de tropas auxiliares bátavas. La infantería bátava se había quedado en la base mientras los escuadrones de caballería patrullaban por el valle, tratando de localizar y ahuyentar a cualquiera de los grupos de asalto de Carataco con los que pudieran toparse. En el interior de la base los suministros se habían ido almacenando durante todo el invierno, puesto que las embarcaciones procedentes de la Galia siguieron cruzando el canal hacia Rutupiae siempre que el tiempo lo permitía. Desde allí, unas barcazas mas pequeñas transportaban las provisiones subiendo por el estuario del Támesis hasta la base que se extendía a ambas orillas del río. El eslabón final en la cadena de suministros lo constituían unas pequeñas columnas de carros que se abrían camino bajo una intensa vigilancia hacia los fuertes de avanzada, guarnecidos por reducidos destacamentos de tropas auxiliares.

Dicha línea de defensa había sido establecida por el general Plautio para mantener a raya a Carataco. Había resultado ser un intento vano. Con frecuencia, pequeños grupos de tropas enemigas lograban pasar sin ser vistos, a cubierto de la oscuridad, para hostigar las líneas de suministro Romanas y causar estragos entre las tribus que se habían pasado al bando de los invasores. De vez en cuando intentaban un ataque más temerario y en un puñado de puestos de avanzada sus pequeñas guarniciones fueron víctimas de una masacre. Apenas pasaba un solo día sin que alguna distante mancha en el despejado cielo de invierno señalara que una columna de suministros, una aldea nativa o un puesto de avanzada Romano habían sido atacados. Los comandantes de las cohortes auxiliares encargadas de defender la zona no podían hacer otra cosa que mirar desesperados la prueba de su fracaso por no haber podido contener a Carataco y a sus hombres. Hasta que no llegara la primavera y mejorara el tiempo no se podría lanzar una vez más el lento peso de las legiones Romanas contra los Britanos.

La llegada de la segunda legión al campamento del Támesis sólo les proporcionó un breve respiro de la paliza diaria que suponía construir un campamento de marcha. Al día siguiente, el legado dio la orden de cruzar el puente hacia la orilla sur.

Fue entonces cuando los soldados dotados de una mentalidad más estratégica empezaron a comprender cuál sería el papel de la legión en la campaña que se preparaba. Una vez cruzado el río, la legión viró hacia el oeste y avanzó río arriba durante más de dos días siguiendo un camino que los ingenieros habían recubierto de un modo rudimentario con una mezcla de troncos de árbol y ramas gruesas. Luego el sendero torcía hacia el sur, y a primera hora de la tarde del tercer día la legión llegó al abrigo de una larga colina. Era desde allí que la segunda legión lanzaría su ofensiva sobre el territorio de los Durotriges cuando empezara la campaña.

En tanto que el tren de bagaje y los carros de la maquinaria de guerra maniobraban trabajosamente para subir por la embarrada ladera, el cuerpo principal de la legión realizó la marcha de ascenso hasta la extensa cima de la colina. Se dio la orden de dejar las mochilas y empezar a cavar las trincheras.

Mientras los soldados de la sexta centuria emprendían la tarea en su sección de la zanja defensiva, el centurión Macro miró hacia el sur.

– ¡Ven aquí, Cato! ¿Allí no hay una especie de ciudad? Su optio se unió a él y dirigió la mirada allí donde el otro señalaba con el dedo. A varios kilómetros de distancia unas finas estelas de humo se elevaban en remolinos, apenas visibles en la densa penumbra de la caída de la tarde invernal. Tal vez la luz lo engañara, pero Cato creyó ver las débiles líneas de un asentamiento nativo, de considerable tamaño.

– Supongo que será Calleva, señor.

– ¿Calleva? ¿Sabes algo de ese lugar?

– Estuve hablando con un mercader en Camuloduno, señor. Trabaja como socio en un establecimiento comercial situado en la costa sur. Suministra vino y cerámica a los atrebates. Ahora nos encontramos en su territorio. Calleva es su capital tribal, señor. El único lugar un poco grande, según el mercader.

– ¿Y qué estaba haciendo en Camuloduno?

– Buscaba una oportunidad para expandir su negocio. igual que el resto de su gremio.

– ¿Te contó algo útil sobre nuestros amigos de ahí?

– ¿Útil, señor?

– Cosas como si son leales, cómo se comportan en combate. Así de útil.

– Entiendo. Sólo me dijo que tanto a él como a los demás comerciantes los atrebates les parecían una gente muy amistosa. Y ahora que el general ha reinstaurado a Verica en su trono, tendrían que ser fieles a Roma.

Macro dio un resoplido de desdén.

– Cuando las ranas críen pelo.

CAPÍTULO VI

Se pasaron todo el día siguiente reforzando las fortificaciones del campamento principal de la legión y construyendo toda una serie de puestos de avanzada al norte, dominando el Támesis, y al oeste, para protegerse de las incursiones por parte de los Durotriges. La mañana siguiente a su llegada, un grupo de jinetes que provenía de la dirección en la que se encontraba Calleva se aproximó al campamento. Al instante se convocó a la cohorte de guardia en las defensas, y se hizo llegar al legado la noticia de los jinetes. Vespasiano acudió a toda prisa a la torre de guardia y, con la respiración agitada después de trepar por la escalera, dirigió la mirada ladera abajo. La pequeña columna de jinetes trotaba con toda tranquilidad hacia la puerta y justo detrás de la cabeza de la columna ondeaban un par de estandartes, en uno de ellos aparecía la serpiente britana Y el otro llevaba la insignia de un destacamento de vexilarios Romanos de la vigésima legión.

Un crujido en la escalera anunció la llegada del tribuno superior de la legión. Hacía poco que Cayo Plinio había sido designado para el cargo en sustitución de Lucio Vitelio, que en aquellos momentos ya se encontraba de camino a Roma y hacia una brillante carrera como favorito del emperador.

– ¿Quién es, señor? -Verica, me imagino.

– ¿Y los nuestros? -Su guardia personal. El general Plautio mandó a una cohorte de la vigésima para dar más peso a Verica cuando reclamara el trono. -Vespasiano sonrió-. Por si acaso los atrebates decidían que serían más felices sin su nuevo gobernante. Será mejor que veamos lo que quieren.

El portón de madera toscamente tallada se abrió hacia dentro para dejar entrar a los jinetes. A un lado del revuelto sendero, en el suelo enfangado, una centuria reunida a toda prisa se alineó para dar la bienvenida a los invitados. A la cabeza de la columna iba un individuo alto de largos y sueltos cabellos canos. Verica había sido un hombre impresionante en su juventud, pero la edad y los años de preocupación en el exilio lo habían convertido en una débil y encorvada figura que desmontó cansinamente de su caballo para saludar a Vespasiano.

– ¡Bienvenido, señor! -saludó Vespasiano y, tras una ligerísima vacilación, Plinio siguió el ejemplo de su legado, tragándose su aversión a semejante deferencia hacia un mero nativo, aunque soberano de su pueblo. Verica caminó con rigidez hacia el legado y estrechó el antebrazo tendido hacia él.