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– ¿Señor? -Sí, Cato. -Debe de haber algo que podamos hacer por esta gente.

Macro negó con la cabeza. -Nada. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué quieres que hagamos? -Dejar aquí a algunos hombres. Dejar atrás a una de las centurias para que los proteja.

– Una centuria menos debilita a la cohorte en la misma medida. Y luego, ¿cuándo pones fin a eso? No podemos dejar una centuria en cada aldea por la que pasemos. No somos suficientes.

– Bueno, pues armas entonces -sugirió Cato-. Podríamos dejarles algunas de las que tenemos de repuesto en los carros.

– No, no podemos, muchacho. Tal vez las necesitemos. En cualquier caso, no les han enseñado a utilizarlas. No serviría de nada. Vamos, no hablemos más de eso. Hoy tenemos una larga marcha por delante. Resérvate las fuerzas.

– Sí, señor -respondió Cato en voz baja al tiempo que sus ojos evitaban las acusadoras miradas de los lugareños que estaban junto a la puerta del pueblo.

Durante el resto del día la cuarta cohorte marchó pesadamente a lo largo del lodoso camino que llevaba al sur, al mar y a una pequeña población comercial enclavada junto a uno de los canales que desembocaban en un enorme puerto natural. Diomedes conocía bien dicha población, pues había ayudado a su construcción la primera vez que había desembarcado en Britania hacía muchos años. Entonces era su hogar. Noviomago, nombre por el que se la conocía, había crecido rápidamente y acogido a una mezcla de comerciantes, sus representantes y sus familias. Los que venían de fuera y sus vecinos nativos habían convivido en relativa armonía durante años, según Diomedes. Pero ahora los Durotriges estaban atacando su territorio y los atrebates culpaban a los extranjeros de provocar a los Druidas de la Luna Oscura y a sus seguidores. Diomedes tenía muchos amigos en Noviomago, además de a su familia, y estaba preocupado por su seguridad.

Mientras la cohorte marchaba, el pálido sol se abría camino por el cielo plomizo y gris describiendo un arco bajo. Cuando la penumbra de las últimas horas del día empezaba a crecer envolviendo a la cohorte, sonó un grito repentino que provenía de la cabeza de la columna. Los soldados apartaron los ojos del sendero en el que habían fijado su mirada mientras el cansancio y el peso de sus mochilas les curvaba las espaldas. Un puñado de exploradores a caballo bajó galopando hasta el camino desde la cima de una colina. La voz del centurión Hortensio llegó claramente al extremo de la columna cuando dio la orden para que la cohorte se detuviera.

– Hay problemas -dijo Macro en voz baja mientras observaba a los exploradores que informaban a Hortensio. El comandante de la cohorte asintió con la cabeza y volvió a mandar a los exploradores en avanzada. Se volvió hacia la columna, haciendo bocina con una mano.

– ¡Oficiales al frente! Cato se quitó la carga del hombro, la dejó al lado del camino y al salir trotando detrás de Macro sintió un estremecimiento de expectativa recorriéndole la espalda.

En cuanto estuvieron presentes todos los centuriones y optios, Hortensio resumió rápidamente la situación.

– Noviomago ha sido atacada. Lo que queda de ella está justo al otro lado de esa colina. -Movió el pulgar hacia atrás por encima del hombro-. Los exploradores dicen que no han visto ningún movimiento, por lo que parece que no hay supervivientes.

Cato miró a Diomedes, que estaba algo apartado de los oficiales Romanos, y vio que el griego tenía la mirada clavada en el suelo y una profunda arruga en la frente. De pronto apretó con fuerza la mandíbula y Cato se dio cuenta de que el hombre estaba al borde de las lágrimas. Con una mezcla de compasión e incomodidad por presenciar el dolor privado de otra persona, volvió su mirada hacia Hortensio mientras el comandante de la cohorte daba sus órdenes.

– La cohorte formará una línea debajo de la cima de la colina, avanzaremos hacia el otro lado y bajaremos por la ladera hacia la población. Daré el alto a una corta distancia de Noviomago y entonces la sexta centuria entrará en ella. -se volvió hacia Macro- Echad un vistazo por encima y luego informáis.

– Sí, señor. -Pronto anochecerá, muchachos. No tenemos tiempo de levantar un campamento de marcha, así que tendremos que reparar las defensas de la población lo mejor que podamos y acampar allí para pasar la noche. Bien, en marcha.

Los oficiales volvieron con sus centurias y dieron la voz de atención a sus tropas. En cuanto los soldados estuvieron formalmente alineados, Hortensio gritó la orden para que se dispusieran en línea. La primera centuria dio media vuelta a la derecha y luego giró con soltura sobre sus talones para formar una línea de dos en fondo. Las siguientes centurias hicieron lo mismo y extendieron la línea hacia la izquierda. La centuria de Macro fue la última que se colocó en posición y éste dio el alto en cuanto su indicador del flanco derecho llegó a la altura de la quinta centuria. La cohorte se mantuvo quieta un momento para que los soldados afirmaran la posición y luego se dio la orden de avanzar. Las dobles filas ascendieron ondulantes por la poco empinada ladera hacia el otro lado de la cima. Ante ellos y a lo lejos se extendía el mar, agitado y gris. Más cerca había un gran puerto natural desde el que un ancho canal se adentraba en el terreno donde había estado emplazada la población. Una brisa fría rizaba la superficie del canal. No había barcos anclados, tan sólo un puñado de pequeñas embarcaciones arrimadas a la orilla. Todos los soldados se pusieron tensos al intuir lo que iban a encontrar al otro lado de la colina y, cuando el suelo empezó a descender, los restos de Noviomago aparecieron ante sus ojos.

Los atacantes habían llevado a cabo una destrucción tan concienzuda como les había permitido el tiempo del que disponían. Sólo se veían las meras líneas ennegrecidas de los armazones de madera que aún quedaban en pie allí donde habían estado las chozas y casas de la población. En torno a éstos yacían los restos chamuscados de las paredes y los tejados de paja. Gran parte de la empalizada circundante había sido arrojada a la zanja de debajo. La ausencia de humo indicaba que ya habían pasado unos cuantos días desde que los Durotriges arrasaran el lugar. No se movía nada entre las ruinas, ni siquiera un animal.

Lo único que rompía el silencio eran los desgarrados chillidos de los cuervos que provenían de un bosquecillo cercano. Los exploradores de la caballería se abrieron en abanico a ambos flancos de la cohorte en busca de cualquier señal del enemigo.

El tintineo del equipo de los legionarios parecía sonar anormalmente alto a oídos de Cato mientras bajaba marchando hacia el pueblo. Al tiempo que se concentraba para mantener el paso de los demás, lo cual no era moco de pavo teniendo en cuenta su desgarbado modo de andar, recorrió con la mirada los alrededores de Noviomago, buscando cualquier indicio de una posible trampa. Bajo aquella luz cada vez más apagada, el paisaje del frío invierno se llenó de lúgubres sombras y él agarró más fuerte el asa del escudo.

– ¡Alto! -Hortensio tuvo que forzar la voz para que se oyera claramente por encima del sonido del viento. Se formó la doble línea y los soldados se quedaron quietos un instante antes de que se gritara la segunda orden-. ¡Dejad las mochilas!

Los legionarios depositaron sus cargas en el suelo y avanzaron cinco pasos para alejarse de su equipo de marcha. En su mano derecha sólo sostenían entonces una jabalina y estaban listos para combatir.

– ¡Sexta centuria, marchen! -¡Marchen! -Macro transmitió la orden y sus hombres avanzaron separándose de la línea y se acercaron a la población desde un ángulo oblicuo. Cato notó que el corazón se le aceleraba a medida que se aproximaban a las ennegrecidas ruinas y una débil oleada de energía nerviosa fluyó por su cuerpo mientras se preparaba para un encuentro repentino. Macro hizo detenerse a la centuria al otro lado de la zanja.