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– ¿De qué le sirve el dinero a esta gente? -refunfuñó Macro mientras el centurión superior de la cohorte contaba unas monedas que iba a entregar al cacique de un pueblo para pagar varios paquetes de ternera en salazón (unas oscuras y mustias tiras de carne atadas con unos trozos de correa de cuero). Los centuriones de la cohorte se habían reunido para ser presentados al cacique y en aquellos momentos se encontraban de pie, a un lado con el guía griego, mientras se cerraba el negocio.

– ¡Te sorprenderías! -le dijo Diomedes con una amplia sonrisa que reveló su pequeña y manchada dentadura-. Beben todo el vino que pueden comprar. Les gusta mucho el de la Galia, por lo que he hecho una pequeña fortuna a lo largo de los años.

– ¿Vino? ¿Beben vino? -Macro se giró para mirar la heterogénea dispersión de chozas redondas y pequeños rediles en el interior de una empalizada endeble cuyo único propósito era servir de protección contra los animales salvajes.

– Por supuesto. Ya has probado sus brebajes locales. Están bien si quieres emborracharte, pero si no es así no es muy divertido beberlos.

– En eso tienes razón.

– Y no solamente es el vino -continuó diciendo Diomedes-. Está la ropa, la cerámica, los utensilios de cocina, etcétera. Se han aficionado grandemente a las exportaciones del imperio. Unos cuantos años más y los atrebates estarán ya en el primer peldaño de la civilización-. Diomedes parecía nostálgico.

– ¿Y por qué estás tan apesadumbrado?

– Porque entonces habrá llegado el momento de seguir adelante.

– ¿Seguir adelante? Creí que te habías establecido aquí.

– Sólo mientras se pueda ganar dinero. En cuanto este lugar pase a formar parte del Imperio se llenará de comerciantes y mis márgenes de beneficios desaparecerán. Tendré que irme a otro sitio. Tal vez más al norte. He oído que la reina de los brigantes le ha tomado el gusto a esto de vivir de forma civilizada. -Al griego le brillaron los ojos de entusiasmo ante aquella perspectiva.

Macro miró a Diomedes con el desagrado especial que reservaba para los vendedores. Entonces se le ocurrió una cosa.

– ¿Cómo pueden permitirse todo eso que importas? -No pueden. Eso es lo bueno del asunto. Aquí no hay un sistema monetario, sólo un puñado de estas tribus han empezado a acuñar sus propias monedas. De modo que les permito hacer trueques. Salgo ganando con ello. A cambio de mi mercancía obtengo pieles, perros de caza y joyas, cualquier cosa que hoy en día alcance un alto precio en Roma. -Miró el torques que Macro llevaba en el cuello-. Ésta baratija, por ejemplo. Podría sacar una buena suma por ella.

– No está en venta -repuso Macro con firmeza, y automáticamente se llevó la mano al torques de oro. El pesado ornamento había rodeado anteriormente el cuello de Togodumno, un jefe de los catuvelanio y hermano de Carataco. Macro lo había matado en combate singular poco después de que la segunda legión desembarcara en Britania.

– Te haré un buen precio. Macro dio un resoplido.

– Lo dudo. Me estafarías con la misma facilidad con la que lo haces con estos nativos.

– ¡Me avergüenzas! -protestó Diomedes-. Nunca se me ocurriría hacer eso. Por tratarse de ti, centurión, pagaría un buen precio.

– No. No voy a venderlo. Diomedes apretó los labios y se encogió de hombros. -Ahora no. Tal vez más adelante. Consúltalo con la almohada.

Macro sacudió la cabeza y cruzó la mirada con otro de los centuriones, que alzó los ojos al cielo con empatía. Los mercaderes griegos se habían diseminado por todo el Imperio y mucho más allá de sus fronteras, y no obstante eran todos iguales, unos oportunistas que andaban a la caza de beneficios económicos. Veían a todo el mundo en términos de lo que podían sacarles. De repente Macro se sintió rechazado.

– No me hace falta consultarlo con la almohada. No voy a venderlo, y menos a ti.

Diomedes frunció el ceño y entrecerró los ojos un instante. Luego movió la cabeza lentamente y sonrió de nuevo con su sonrisa de vendedor.

– Vosotros los tipos del ejército Romano os creéis realmente mejores que el resto de nosotros, ¿verdad?

Macro no respondió, se limitó a alzar un poco el mentón, lo cual provocó que el griego se echara a reír a carcajadas. Los demás centuriones interrumpieron su quedo parloteo y se volvieron a mirar a Macro y a Diomedes. El griego levantó las manos para apaciguar las cosas.

– Lo siento, de verdad. Es que me resulta tan familiar esta actitud… Vosotros los soldados creéis que sois los únicos responsables de la expansión del Imperio, de añadir más provincias al inventario de tierras del emperador.

– Cierto -asintió Macro-. Tú lo has dicho, así es.

– ¿En serio? Dime pues, ¿dónde estaríais ahora mismo de no ser por nosotros? ¿Cómo se las arreglaría tu superior para comprar provisiones? Y eso no es todo. ¿Por qué crees que los atrebates están tan dispuestos a colaborar?

– No lo sé. La verdad es que no me importa. Pero supongo que me lo vas a explicar de todos modos.

– Con mucho gusto, centurión. Mucho antes de que el primer legionario Romano aparezca en el rincón más incivilizado de este mundo, algún mercader griego como yo ha estado viajando y comerciando con los nativos. Aprendemos sus idiomas y sus costumbres y les presentamos los productos del Imperio. La mayoría de las veces muestran un interés patético por hacerse con los accesorios de la civilización. Cosas que nosotros consideramos usuales son para ellos objetos de categoría. Le toman el gusto al asunto. Nosotros lo avivamos hasta que empiezan a depender de ello. Cuando aparecisteis vosotros estos bárbaros ya formaban parte de la economía imperial. Unas cuantas generaciones más y os hubieran rogado que les dejarais convertirse en una provincia.

– ¡Y una mierda! Todo eso no son más que gilipolleces -replicó Macro al tiempo que le daba con el dedo al griego, y los demás centuriones movieron la cabeza en señal de asentimiento-. La expansión del imperio depende de la espada y de tener agallas para blandirla. La gente como tú sólo les vende porquerías a estos bobos ignorantes para sacar provecho. Eso es todo.

– ¡Pues claro que lo hacemos para sacar provecho! ¿Por qué si no iba uno a arriesgarse a todos los peligros y privaciones de semejante tipo de vida? -Diomedes sonrió en un intento por dar un tono menos grave a la discusión-. Yo sólo quería señalar los beneficios que nuestros negocios con los nativos le suponen a Roma. Si, de alguna modesta manera, las personas como yo hemos contribuido a allanarles el camino a las avasalladoras legiones de Roma, entonces eso nos complacerá inmensamente. Te ruego que me disculpes si esta humilde ambición te ofende de algún modo, centurión. No era ésa mi intención.

Macro asintió con la cabeza. -Muy bien. Acepto tus disculpas. Diomedes esbozó una radiante sonrisa.

– Y si cambias de opinión sobre el torques…

– Mira, griego, si vuelves a mencionar el torques, te…

– ¡Centurión Macro! -lo llamó el centurión superior, Hortensio.

Al instante Macro se apartó de Diomedes y se puso en rígida posición de firmes.

– ¿Señor? -Basta ya de cháchara y haz formar a tus hombres. Eso también va por el resto de vosotros, nos vamos.

Mientras los centuriones se apresuraban a volver a sus unidades y se desgañitaban dando las órdenes, los habitantes del lugar cargaron rápidamente la carne salada en la parte trasera de uno de los carros de suministros. En cuanto hubo formado la columna, Hortensio les hizo una señal con la mano a los exploradores de caballería para que se adelantaran y luego dio la orden de avanzar a la infantería. Los angustiados rostros de los aldeanos atrebates eran un elocuente testimonio del terror que sentían al quedarse otra vez indefensos, y el cacique le suplicó a Diomedes que convenciera a la cohorte para que se quedara. Pero el griego cumplía órdenes y, firme pero educadamente, se disculpó y salió corriendo tras Hortensio. En tanto que la sexta centuria, que tenía el servicio de retaguardia detrás del último de los carros, salía por las puertas de la ciudad, a Cato le dio vergüenza abandonarlos cuando los Druidas y sus secuaces Durotriges seguían realizando ataques a lo largo de la frontera.