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– ¡Cato! sí, señor! -Tú llévate las cinco primeras secciones y entra por la puerta principal. Yo con el resto entraré por el lado que da al mar. Nos veremos en el centro del pueblo.

– Sí, señor -respondió Cato, y un súbito escalofrío de miedo le hizo añadir-: Tenga cuidado, señor.

Macro hizo una pausa y lo miró desdeñosamente. -Trataré de no torcerme el tobillo, optio. Este lugar es como una tumba. Lo único que se mueve ahí dentro son los espíritus de los muertos. Y ahora vamos, en marcha.

Cato saludó y se volvió hacia las filas de legionarios. -¡Las cinco primeras secciones! ¡Seguidme! Acto seguido se dirigió a grandes zancadas hacia lo que quedaba de la puerta principal y sus hombres tuvieron que apresurarse para no quedarse atrás. Un sendero lleno de rodadas con una ligera pendiente conducía a las enormes vigas de madera que formaban la puerta principal y el adarve fortificado que antes protegían la entrada. Pero las puertas ya no estaban, las habían arrancado salvajemente de sus goznes de cuerda y las habían hecho pedazos. Cato avanzó con cuidado por encima de los fragmentos astillados. A ambos lados, las zanjas defensivas describían una curva alrededor del bajo terraplén y la empalizada destrozada. Los legionarios lo seguían en silencio, aguzando la vista y el oído ante cualquier señal de peligro en la tensa atmósfera que los envolvía.

Al otro lado de la estropeada puerta se hizo evidente todo el alcance de la destrucción de los Durotriges. Había cacharros hechos añicos desparramados por todas partes, ropa hecha jirones y los restos de lo que habían constituido las posesiones materiales de la gente que vivía allí. Mientras sus hombres se desplegaban a un lado y a otro de él, Cato miró a su alrededor y se sorprendió de no ver ni rastro de ningún cadáver; ni siquiera restos animales. Aparte de pequeños remolinos de cenizas que levantaba la brisa, nada se movía en aquel silencio extraño e inquietante.

– ¡Dispersaos! -ordenó Cato al tiempo que se volvía hacia sus hombres--. Registrad el lugar a conciencia. Buscamos supervivientes. ¡Volved a informarme en cuanto lleguemos al centro de la población!

Con las armas en ristre, los legionarios avanzaron con cuidado por las viviendas destruidas y utilizaban la punta de sus jabalinas para examinar cualquier montón de escombros que encontraban. Cato se quedó un momento observando su avance antes de ponerse a caminar lentamente por el camino cubierto de cenizas que desde la puerta conducía al corazón de Noviomago. La ausencia de cadáveres lo llenaba de inquietud. Él se había preparado para los horrores que pudiera ver y el hecho de que no hubiera ni rastro de la gente y los animales del lugar era casi peor, puesto que su imaginación tomó el relevo e hizo que lo embargara una terrible aprensión. Se maldijo a sí mismo, enojado. Era posible que los atacantes hubieran sorprendido a la población, la hubieran tomado sin encontrar resistencia y se hubieran llevado a la gente y a sus animales como botín. Era la respuesta más probable, se convenció.

– ¡Optio! -Una voz lo llamó desde no muy lejos--. ¡Aquí! Cato corrió hacia la voz. Cerca de los restos de un establo de piedra el legionario se encontraba junto a un gran hoyo tapado con una cubierta de piel. Había retrocedido a un lado y señalaba hacia abajo con la jabalina.

– Ahí, señor. Eche un vistazo a esto.

Cato se puso a su lado y miró dentro del hoyo. Tenía unos tres metros de ancho y su profundidad era de la altura de un hombre. La tierra de los bordes estaba suelta. En la penumbra vio una pila de perniles de carne seca, montones de cestos de grano, unas cuantos utensilios de plata griegos y algunos arcones pequeños. Estaba claro que la fosa había sido abierta recientemente, sin duda para almacenar el botín que los atacantes habían seleccionado. Habían tapado el hoyo con la lona para protegerlo de los animales salvajes. Cato se despojó del escudo y descendió hasta los arcones. Rápidamente abrió la tapa del que tenía más cerca. Dentro encontró un surtido de ornamentos celtas hechos de plata y bronce. Cogió un espejo y lo abrió al tiempo que admiraba el magnífico trabajo de motivos acaracolados del reverso. Volvió a dejarlo en el cofre y contempló toda aquella colección de torques, collares, copas y otros recipientes, todas ellas piezas de excelente artesanía. De aquel conjunto de cosas, muy pocas habrían sido usadas por los habitantes de Noviomago. Debían de haberlas obtenido mediante el comercio con tribus nativas y almacenado durante el invierno para mandarlas por barco a la Galia, donde los representantes o tratantes de Roma las venderían a un alto precio. Ahora los Durotriges se habían hecho con ellas y las habían escondido, sin duda con la intención de recogerlas cuando volvieran de sus incursiones por el interior del territorio de los atrebates.

Cato tembló cuando se dio cuenta de todo lo que aquello implicaba. Bajó de golpe la tapa del arcón y salió apresuradamente del hoyo.

– Busca a los demás y reúnelos en el centro del pueblo lo más rápido posible. Yo voy a ver si encuentro al centurión. ¡Vamos, deprisa!

Cato cruzó a toda prisa por los quebradizos restos de los edificios quemados donde tan sólo quedaban en pie las vigas más resistentes y las ennegrecidas paredes de piedra. Oyó a Macro dar órdenes a gritos y se dirigió al lugar de donde provenía la voz de su centurión. Al salir de entre las paredes de dos de las construcciones más sólidas que rodeaban el centro de Noviomago vio a Macro y a unos cuantos de sus hombres Junto a lo que parecía un pozo cubierto de unos tres metros de diámetro. Lo circundaba un parapeto de piedra que llegaba a la altura de la cintura y todo él estaba cubierto por un tejado cónico de cuero. Curiosamente, los atacantes habían dejado el tejado intacto; al parecer era lo único que no habían tratado de destruir.

– ¡Señor! -Llamó Cato al tiempo que corría hacia ellos. Macro levantó la vista del pozo con una expresión trastornada en su rostro. Al ver a Cato, se irguió y se encaminó hacia él a grandes zancadas.

– ¿Habéis encontrado algo?

– ¡Sí, señor! -Cato no pudo contener su nerviosismo al informar-. Hay un hoyo en el que pusieron el botín cerca de la puerta principal. Deben de tener intención de volver por aquí. ¡Señor, tal vez tengamos la oportunidad de tenderles una trampa!

Macro asintió moviendo la cabeza con aire grave, por lo visto indiferente a la posibilidad de acechar a los atacantes.

– Entiendo -dijo. Las ganas de Cato de seguir hablando de su descubrimiento se apaciguaron ante la extraña falta de vida del rostro de su superior.

– ¿Qué ocurre, señor? Macro tragó saliva. -¿Encontrasteis algún cadáver? -¿Cadáveres? No, señor. Es una cosa muy curiosa. -Sí. -Macro frunció los labios y movió el pulgar señalando el pozo-. Entonces me imagino que deben de estar todos ahí dentro.

CAPÍTULO X

Bajo la luz cada vez más débil del atardecer, el centurión Hortensio formó una apagada silueta casi carente de detalles cuando, con las manos apoyadas en la barandilla de piedra, escudriñó el interior del pozo. Macro y sus hombres se quedaron atrás, lo más alejados posible de los espíritus de los muertos que pudieran permanecer ahí. Diomedes estaba sentado solo, con la espalda apoyada en la ennegrecida mampostería de un edificio en ruinas. Tenía la cabeza inclinada, la cara oculta entre los brazos y su cuerpo se sacudía con el dolor.

– Se lo está tomando un poco mal -masculló Fígulo entre dientes.

Cato y Macro se miraron. Ambos habían visto el retorcido montón de cuerpos mutilados que casi llenaba el pozo. Dada la extensión de aquella localidad, debía de haber cientos de ellos. Lo que más había horrorizado a Cato fue que ni un solo ser viviente se había salvado. La maraña de cadáveres incluía hasta los de los perros y ovejas de los aldeanos, así como los de las mujeres y niños. Los atacantes habían querido dejar claro qué suerte correrían aquellos que se pusieran de parte de Roma. Al joven optio le había dado todo vueltas cuando observó el interior del pozo y había sentido un escalofrío de horror y desesperación en el momento en que sus ojos se habían posado en el rostro de un niño, poco más que un bebé, que yacía despatarrado en lo alto del montón. Bajo una mata de enmarañados cabellos rubios del color de la paja había un par de ojos azules abiertos como platos, con una fija mirada de terror.