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– Sí.

Al ver que no decía nada más, Maggie se giró hacia él, sintiendo una súbita esperanza. Escrutó su cara mientras le preguntaba:

– ¿Cree que fue Stucky?

– No lo sé. No me lo dijo, ni yo se lo pregunté.

– Entonces, tal vez quiera que regrese para ayudar en el caso.

Delaney volvió a apartar la mirada, clavando los ojos en la superficie de la mesa. Ella comprendió entonces que estaba equivocada.

– ¡Dios mío! Cunningham también cree que me estoy volviendo loca -dijo despacio, y regresó junto a la ventana. Apoyó la frente contra el cristal, confiando en que el frío le calmara los nervios. ¿Por qué no podía sencillamente entumecerse, en vez de sentir aquel odio y ahora, de pronto, aquella repentina sensación de fracaso?

Tras un largo silencio, oyó que Delaney se levantaba y se dirigía a la puerta.

– Ya he hecho los preparativos para tu viaje de regreso. Tu avión sale poco antes de la una, esta tarde. Hoy no tengo clase, así que puedo llevarte al aeropuerto.

– No te molestes. Tomaré un taxi -dijo ella sin moverse.

Notó que aguardaba, inquieto. Pero se negaba a mostrarle los ojos. Y no estaba dispuesta darle la absolución sin la cual sabía que Delaney se sentiría culpable. Allá abajo, los coches comenzaban a llenar los recuadros del videojuego, negros, rojos y blancos, yendo y viniendo.

– Maggie, todos estamos preocupados por ti -dijo de nuevo él, como si con aquello bastara.

– Ya -ella no se molestó en ocultar su rabia y su dolor.

Aguardó el ligero sonido de la puerta al cerrarse tras él. Entonces cruzó la habitación y echó el cerrojo. Se quedó de pie, con la espalda apoyada contra la puerta, escuchando el palpito de su corazón mientras aguardaba a que la rabia y la desilusión se disiparan. ¿Por qué no podía reemplazar aquellos sentimientos por resignación o, al menos, por complacencia? Tenía que volver a Newburgh Heights, a su nueva y enorme casa estilo Tudor, con sus pertenencias apiladas en cajas de cartón y su flamante sistema de alarma último modelo. Tenía que olvidarse de todo aquello, antes de cruzar sin darse cuenta el límite más allá del cual no había retorno.

Esperó, recostada contra la puerta, mirando al techo y escuchando, si no a que su corazón dejara de martillear contra su pecho, sí al menos a que retornara su sentido común. Entonces, tomando de pronto una decisión, avanzó hacia el centro de la habitación. Empezó a quitarse la ropa que llevaba desde la mañana del día anterior. Unos minutos después, se había puesto unos vaqueros, una sudadera y unas viejas Nikes. Se abrochó la sobaquera, guardó la placa en el bolsillo de atrás de sus pantalones y se arrebujó en una trenca azul del FBI.

Hacía meses que no usaba el maletín de su instrumental forense, pero aun así no salía de casa sin él. Sacó varios guantes de látex, algunas bolsas para pruebas y una mascarilla quirúrgica y lo guardó todo en los bolsillos de la trenca.

Eran casi las seis de la mañana. Sólo tenía seis horas, pero no pensaba abandonar la ciudad hasta haber relacionado a Albert Stucky con el asesinato de Rita. Y no le importaba si ello significaba revisar hasta el último contenedor y el último recipiente de comida para llevar del distrito de Westport. Sintiéndose de pronto llena de energía, recogió la tarjeta que abría la puerta de su habitación y salió.

Capítulo 24

– Eh, señora, ¿qué diablos está buscando?

Maggie miró hacia atrás, pero no dejó de rebuscar entre los desperdicios. Estaba metida hasta la rodilla entre la basura. Tenía las Nikes manchadas de salsa barbacoa y los guantes pegajosos. El hedor a ajo, naftalina, comida estropeada y desperdicios humanos en general le escocía los ojos.

– FBI -dijo finalmente con firmeza a través de la mascarilla de papel, y se giró lo justo para que el hombre viera las letras amarillas de la espalda de la chaqueta.

– ¡Joder! ¿No es broma? A lo mejor puedo ayudarla.

Ella volvió a mirarlo y, conteniendo las ganas de apartarse el pelo de la cara, espantó las moscas que parecían considerarla una intrusa en su territorio. El hombre era joven; probablemente tendría poco más de veinte años. Una cicatriz, todavía rosa e hinchada, le recorría la mandíbula, y una hendidura púrpura en su nariz indicaba que hacía poco tiempo que se la había partido. Maggie recorrió el callejón con la mirada, preguntándose si el resto de su banda andaría cerca.

– La verdad es que tengo más ayuda de la que necesito. Los agentes de la policía de Kansas City están unos contenedores más abajo -mintió, y le satisfizo ver que el muchacho empezaba a agitarse, nervioso, giraba la cabeza en ambas direcciones y cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, corno si se preparara para huir.

– Sí, bueno. Buena suerte, entonces -en vez de decidir en qué dirección aventurarse, buscó una puerta abierta y desapareció por la parte de atrás de un taller.

Maggie apartó una prominente bolsa de basura sin abrirla. Stucky nunca dejaría su trofeo escondido en el interior de una bolsa. En el pasado, siempre había dejado sus sorpresas a la vista de todos, donde fueran fácilmente descubiertas, a menudo por ciudadanos desprevenidos. Tal vez estuviera perdiendo el tiempo rebuscando en los contenedores.

Justo entonces, vio el pico de un recipiente de cartón blanco. Se acercó lentamente, levantando mucho las piernas, como si caminara dentro del agua, y procuró ignorar el ruido de chapoteo bajo sus pies. Los dos últimos recipientes que había revisado contenían un sandwich de ternera y unas cuantas costillas mohosas. Sin embargo, cada vez que localizaba un nuevo recipiente, el pulso se le aceleraba. Sintió un arrebato de adrenalina mientras espantaba las moscas y apartaba los despojos de lechuga, las colillas y los fragmentos arrugados de papel de aluminio.

Alzó el recipiente cuidadosamente, manteniéndolo en equilibrio, y lo depositó sobre el borde del contenedor. La caja era más o menos del tamaño de una pequeña tarta. Podía contener fácilmente un pulmón, o un riñon. Ninguno de aquellos órganos requería mucho espacio. Una vez, habían encontrado el pulmón de una víctima de Stucky metido en un recipiente del tamaño de un sandwich.

El sudor le corría por la espalda, a pesar de que la mañana era húmeda y fría. Imaginaba que, a esas alturas, ya olía tan mal como la basura sobre la que se alzaba. Procuró calmar el temblor de sus dedos y respiró hondo. La máscara de cirujano se le pegaba a la boca y la nariz. Quitó el cierre del recipiente y alzó la tapa. El olor le hizo volver la cabeza y contener el aliento. Al cabo de unos segundos, pudo mirar otra vez. ¿Quién iba decir que una maraña de fetuccini Alfredo olería a huevo podrido? Al menos, eso le pareció que contenía la caja. Era difícil de saber sin quitar la fina y viscosa película de moho que lo cubría. Cerró la caja y aseguró la tapa.

– ¿Has encontrado algo interesante?

Aquella voz profunda la sobresaltó. ¿Habría cambiado de idea del joven gángster? Se agarró al borde del contenedor para no resbalar ni caerse hacia atrás en la basura. Al darse la vuelta, se encontró al detective Ford mirándola fijamente. Pero Maggie apenas lo reconoció. Al igual que ella, iba vestido con ropa de calle: vaqueros azules, una sudadera gris con capucha y una gorra de béisbol de los Royals de Kansas City. Parecía mucho más joven sin el traje y la corbata, y sin su compañero de más edad.

Ella se quitó la mascarilla y la dejó colgando de su cuello.

– No, pero me he dado cuenta de que en este país tiramos demasiada comida a la basura -dijo, dejando el recipiente y acercándose trabajosamente al otro lado del contenedor, donde sobre el empedrado había dejado un cajón de leche para ayudarse a subir.

– No sabía que al FBI le interesaran esos asuntos.

Ella lo miró, intentando descubrir si iba a echarle un sermón. Él sonrió.