La idea la ponía enferma. Creía que ésa era la razón de que Keller matara a niños que, según él creía, sufrían abusos. Esperaba hacer de ellos mártires, como si pudiera administrarles una salvación perfectamente diabólica. Era injusto que ahora Keller estuviera siendo protegido como un mártir, en lugar de ser ejecutado como el monstruo perverso que era. Maggie se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que aquellos pobres aldeanos empezaran a encontrar los cuerpos de sus niños en la orilla de algún río, estrangulados y apuñalados hasta la muerte, pero limpios y ungidos con los últimos sacramentos.
¿Estarían entonces dispuestos a ver castigado a Keller? En los tiempos que corrían, el castigo de la maldad parecía suscitar problemas, y la maldad se había fortalecido conspirando con otras formas de perversión. Maggie sabía que Keller era el cura que había visitado a Albert Stucky en una prisión de Florida. Varios guardias lo habían identificado posteriormente mediante una fotografía. Y aunque no tenía pruebas, sabía también que era Keller quien le había dado a Stucky el crucifijo de madera. El crucifijo que Stucky había utilizado a modo de daga para liberarse de las correas y matar a uno de los guardias que lo trasladaban.
Maggie ahuyentó aquella idea y se bebió de un trago el resto del whisky. Turner y Delaney parecían haber llegado al fin a un empate. Delaney tenía un aspecto lamentable. La cara morena de Turner estaba cubierta de una pátina grasienta, a pesar de sus esfuerzos por limpiarse. Maggie iba a pedir otro whisky cuando Ford pidió la cuenta a la camarera. Los detectives no permitieron pagar a los agentes del FBI. Maggie insistió en dejar al menos la propina, y Ford accedió, dándose cuenta tal vez de que, con su salario de detective, no podría dejar una propia que estuviera a la altura del insaciable apetito de Turner y Delaney.
Milhaven los había llevado en su coche, pero Maggie deseó poder regresar andando, en vez de verse de nuevo apretujada en el asiento trasero, entre sus dos guardaespaldas. La noche era clara, pero lo bastante fría como para provocar un escalofrío. Antes de llegar al aparcamiento, vieron un amontonamiento de gente en el callejón. Un policía uniformado permanecía delante de un contenedor de metal, intentando mantener a distancia al pequeño gentío de curiosos elegantemente vestidos.
Sin decir palabra, los detectives y los agentes del FBI se acercaron al callejón.
– ¿Qué pasa aquí, Cooper? -Ford conocía al atribulado agente.
– Apártense -les dijo Milhaven a los mirones mientras Delaney y él los empujaban hacia el aparcamiento que corría paralelo al callejón.
El agente miró a Maggie y a Turner.
– No se preocupe -le dijo Ford-. Son del FBI. Han venido a la convención. ¿Qué ocurre?
El agente Cooper señaló el contenedor que había tras él ladeando la cabeza.
– El lavaplatos del restaurante sacó la basura hace una media hora. Vio una mano saliendo de entre el montón. Se asustó y nos llamó, pero antes lo anunció a los cuatro vientos.
Maggie sintió de nuevo un nudo en el estómago. Turner ya estaba junto al contenedor; su metro noventa le permitía mirar por encima del borde sin ayuda. Maggie arrastró un cajón de leche vacío y se subió a él. De pronto, deseó no haber bebido tanto. Se detuvo y aguardó a que el leve mareo se le pasara.
Lo primero que vio fue un paraguas rojo; su mango sobresalía por encima del borde del contenedor como si su dueño no hubiera querido que lo confundieran con la basura. ¿O lo habían dejado a propósito, como una prueba?
– Agente Cooper -esperó hasta que el policía le prestó atención-. Debería decirles a los detectives cuando lleguen que aquí hay un paraguas. Creo que deberían meterlo en una bolsa y llevárselo para buscar huellas dactilares.
– De acuerdo.
Sin tocar nada, Maggie comprobó que la mujer estaba desnuda y tendida sobre su espalda. Su vello púbico, de color rojizo, contrastaba vivamente con la piel blanquísima. Maggie comprendió al instante que el escenario había sido alterado. El agente Cooper acababa de decirles que el lavaplatos había visto sólo una mano sobresaliendo entre la basura; sin embargo, la mujer tenía expuesto el torso en su totalidad. Sobre su cara habían sido arrojadas algunas mondas de verduras. Tenía la cabeza vuelta de lado y el lustroso pelo rojo salpicado de desperdicios.
Maggie podía ver su boca parcialmente abierta, como si le hubieran metido algo dentro. Entonces reparó en una marca, un bello lunar sobre el labio superior. El nudo de su estómago se hizo más intenso. Se inclinó hacia delante, poniéndose de puntillas y, al estirar el brazo, la caja se tambaleó.
– O'Dell, ¿qué demonios estás haciendo? -dijo Turner, frunciendo el ceño.
Suavemente, ella quitó una monda de patata y un pegote de cabello de ángel pegado a la cara de la mujer.
– Es Rita -dijo, deseando haberse equivocado.
– ¿Rita? ¿Qué Rita? -Maggie aguardó, miró a Turner y notó que su compañero al fin lo entendía-. ¡Mierda! Tienes razón.
– ¿La conocéis, chicos? -preguntó Ford, mirando por encima del borde.
– Es una camarera del bar parrilla de esta misma calle -explicó Maggie mientras sus ojos continuaban examinando lo que podía del cuerpo de Rita.
Le habían seccionado la garganta tan profundamente que casi estaba decapitada. En el resto del cuerpo tenía unos cuantos arañazos, pero ninguna incisión, salvo en las muñecas, que presentaban marcas de ligaduras. Fuera cual fuese el método que habían empleado para capturarla, la lucha había sido mínima, lo cual sugería que, por fortuna, la muerte había sido rápida. Maggie se sintió reconfortada y, al mismo tiempo, asqueada porque semejante cosa le causara algún alivio.
Entonces reparó en una punción sanguinolenta practicada en el costado de Rita, bajo una masa de espagueti. Se apartó bruscamente del contenedor y, al saltar, estuvo a punto de caerse de la caja. El ligero aturdimiento que sentía dio paso a un súbito mareo. Se alejó rápidamente a una distancia prudencial y se abrazó a sí misma para detener una oleada de pánico. ¡Maldición! Ya nunca se mareaba en la escena de un crimen. Pero aquello era distinto. Era una mezcla de temor y angustia, no una náusea.
– O'Dell, ¿estás bien?
Turner estaba a su lado. Su mano grande tocó el hombro de Maggie, sobresaltándola. Ella evitó sus ojos.
– Esto es obra de Stucky -dijo, manteniendo la voz en calma, a pesar de que el labio inferior había comenzado a temblarle.
– Vamos, O'Dell…
– Anoche me pareció verlo en el bar.
– Que yo recuerde, anoche todos bebimos mucho.
– No, Turner, tú no lo entiendes. Stucky debió de verla. Debió de notar que estábamos hablando con ella. La eligió por mí.
– O'Dell, estamos en Kansas City. Tu nombre ni siquiera estaba anunciado en el programa de la conferencia. Stucky no podía saber que estabas aquí.
– Sé que Delaney y tú creéis que estoy perdiendo la cabeza. Pero esto se corresponde exactamente con el modus operandi de Stucky. Deberíamos empezar a buscar un recipiente, un recipiente de comida para llevar, antes de que alguien lo encuentre.
– Mira, O'Dell, creo que estás perdiendo los nervios.
– Es él, Turner. Y lo que le haya quitado a esa pobre mujer va a aparecer en la mesa de alguna terraza. Tal vez incluso delante de este restaurante. Tenemos que…
– O'Dell, cálmate -musitó Turner, mirando a su alrededor para asegurarse de que sólo él era testigo de su histerismo-. Sé que te sientes perseguida y que crees que…
– Maldita sea, Turner. Esto no son imaginaciones mías.
Él fue a tocarle de nuevo el hombro, pero Maggie retrocedió de un salto al reparar en una figura oscura al otro lado del callejón.
– Relájate, O'Dell.
El hombre permanecía de pie al borde del gentío, un gentío que se había duplicado en sólo unos minutos. Estaba demasiado lejos, y había poca luz, pero llevaba una chaqueta de cuero negro, como el hombre que había visto Maggie la noche anterior.