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– Creo que está ahí -musitó, y se colocó detrás de Turner para poder mirar sin ser vista. El pulso se le aceleró.

– O'Dell… -por el tono de su voz, comprendió que Turner estaba perdiendo la paciencia.

– Hay un hombre entre la gente -explicó ella en vozbaja-, alto, delgado, moreno, de rasgos afilados. Desde aquí, podría ser Stucky. Dios mío, creo que incluso lleva un recipiente de comida para llevar.

– Como muchas otras personas. Vamos, O'Dell, esta zona está llena de restaurantes.

– Podría ser Stucky, Turner.

– Y también el alcalde de Kansas City.

– Bien -dijo, dejando que notara su rabia-, iré yo misma a hablar con él.

Se apartó de él, pero Turner la agarró del brazo.

– Tú quédate aquí y cálmate -dijo con un suspiro exasperado.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a hablar con ese hombre. Le haré unas cuantas preguntas.

– Si es Stucky…

– Si es Stucky, reconoceré a ese cabrón. Si no, mañana por la noche pagas tú la cena. Y será mejor que tengas preparada la tarjeta para un buen atracón de costillas.

Maggie lo observó alejarse discretamente para no llamar la atención. Ella se colocó entre Delaney y Milhaven, que estaban inmersos en una discusión sobre béisbol. Ninguno pareció reparar en ella. Por el espacio entre los dos, podía ver a Turner caminando con paso calmo, pero decidido, hacia la multitud. Sabía que no la tomaba en serio, y que no estaría preparado si, en efecto, se trataba de Stucky.

Metió la mano en el interior de su chaqueta, desabrochó la sobaquera y dejó la mano sobre la culata de la pistola. El corazón le palpitaba contra el pecho. Concentrada en el hombre de la chaqueta de cuero, toda otra conversación, cualquier otro movimiento, quedaron suspendidos a su alrededor. ¿Sería Stucky? ¿Era el muy bastardo tan arrogante como para matar en una ciudad llena de agentes de la ley de todo el país, y luego retirarse y mirar? Sí, a Stucky le encantaban los desafíos. Le encantaría reírse en la cara de todos ellos. Un escalofrío recorrió su espalda cuando una brisa nocturna sopló a su alrededor, húmeda y fría.

Turner no había alcanzado la multitud cuando el hombre dio media vuelta para marcharse.

– ¡Eh, espere un momento! -le gritó Turner en voz tan alta que hasta Delaney y Milhaven giraron la cabeza-. Quiero hablar con usted.

El hombre echó a correr y Turner también. Delaney empezó a preguntarle algo a Maggie, pero ésta no se detuvo a escucharlo. Corrió a través del aparcamiento, con la pistola en la mano, apuntando hacia el suelo. La multitud se abrió para dejarle paso, entre expresiones de asombro y algún grito.

Maggie sólo podía pensar que, esta vez, Albert Stucky no escaparía.

Capítulo 22

El corazón lo golpeaba contra el pecho. Turner había desaparecido tras la esquina, en otro callejón. Siguió hacia allí sin aminorar el paso, sin vacilar. A medio camino, se obligó a detenerse. El callejón era anormalmente estrecho, apenas lo bastante ancho para dejar paso a un pequeño vehículo. Los altos edificios de ladrillo bloqueaban la luz de las farolas. La luna, un simple gajo, dejaba que las turbias bombillas iluminaran el camino, algunas de ellas rajadas, en su mayoría desnudas, colgando sobre las desvencijadas puertas traseras de los bares.

Parpadeó, escudriñando las sombras, e intentó aguzar el oído por encima del martilleo de su corazón. Jadeaba trabajosamente por la corta carrera. Tenía la piel húmeda. Cada fibra nerviosa de su cuerpo parecía alerta. Sus músculos se tensaban. ¿Dónde demonios se habían metido? Iba sólo a unos minutos, no, a unos segundos, tras ellos.

Algo rodó haciendo ruido tras ella. Se giró con la Smith amp; Wesson pegada al cuerpo, pero apuntada y lista para hacer pedazos el vaso de plástico de Burger King. Observó cómo lo empujaba la brisa por el callejón mientras intentaba aplacar sus nervios. Calma. Tenía que mantener la calma y concentrarse.

Se dio la vuelta, sosteniendo con fuerza el revólver. De nuevo aguzó el oído para escuchar más allá del trueno que le retumbaba en los oídos. El aire fresco de la noche le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Necesitaba respirar, controlar sus jadeos, provocados por el miedo, no por el cansancio. ¡Maldición! No permitiría que Stucky le hiciera eso. Tenía que tranquilizarse y mantenerse alerta.

Avanzó con pasos cuidadosos. El empedrado de la calle era antiguo; sus adoquines, desiguales y rotos, estaban en algunas partes extrañamente espaciados. Sería fácil torcerse un tobillo, tropezar y caer, hacerse vulnerable. Sin embargo, no bajó la mirada. Movía los ojos constantemente, escudriñando, a pesar de que resultaba difícil ver más allá de quince o veinte metros de distancia. ¿Estaba cada vez más oscuro, o eran imaginaciones suyas? Sus ojos se clavaban en todos los objetos, escrutando cajas amontonadas, puertas traseras, herrumbrosas escaleras de incendios, cualquier sitio donde Albert Stucky pudiera haberse escondido. Esta vez, no la engañaría.

¿Dónde diablos estaba Turner? Quería gritar, pero no podía arriesgarse. ¿Era posible que hubieran corrido en otra dirección? No, estaba segura de que habían desaparecido por aquella esquina, hacia aquel callejón.

Delante de sí podía ver un espacio abierto en el que había dos coches aparcados. Un contenedor le impedía ver la zona en su totalidad. Detrás de ella, a los lejos, se oían pasos presurosos, más allá del estrecho callejón. Del espacio abierto le llegaban voces amortiguadas. Pegó el cuerpo a la sucia pared de ladrillo y se deslizó a lo largo de ella. Le dolía el pecho. Sentía flojas las rodillas. Le sudaban las manos, pero empuñaba con fuerza la culata del arma, manteniendo el dedo en el gatillo y el cañón hacia el suelo.

Se acercó a la esquina del edificio; más allá, no tenía adonde ir. Agachándose, se deslizó tras el contenedor. ¿Dónde demonios estaban Delaney y Milhaven? Ya deberían haberla encontrado. Aguzó la vista para escudriñar las sombras hasta el fondo del callejón. Nada. Ahora, las voces delante de ella eran más claras.

– Espera un momento -reconoció la voz de Turner-. ¿Qué demonios llevas ahí?

Maggie aguardó, pero nadie respondió a la pregunta de Turner. Si Stucky tenía un cuchillo, no lo oiría actuar hasta que fuera demasiado tarde. Se asomó lo justo para ver la espalda de la chaqueta de cuero negro. Bien. Estaba mirando hacia el otro lado. No la vería. Pero ¿a qué distancia de él estaba Turner?

Oyó a su espalda un estruendo de pasos sobre el empedrado, dirigiéndose a ella. Desde su escondrijo, no podía indicarles que se alejaran, no podía advertirles. ¡Maldición! Al cabo de unos segundos, Stucky también oiría los pasos, si no los había oído ya. Tenía que actuar deprisa, tomar una decisión.

De un salto, salió de detrás del contenedor y, tambaleándose ligeramente hasta que encontró apoyo firme, abrió las piernas, estiró los brazos y apuntó la pistola a la nuca de Stucky. Al apretar el percutor de la pistola, vio que Stucky daba un respingo.

– No te muevas un milímetro, o te vuelo la puta cabeza.

– O'Dell -oyó decir a Turner.

Al fin podía verlo. Estaba de pie, cerca del edificio, pero una sombra le cubría casi toda la cara. Stucky se interponía entre ellos, de modo que Maggie no podía ver si había sacado el arma. Se concentró en su objetivo, a menos de cinco metros de ella.

– Tranquila, O'Dell -le dijo Turner, pero no se movió.

¿Lo estaba apuntando Stucky con una pistola?

– Tira lo que tengas en las manos y ponlas sobre la cabeza. Hazlo. ¡Ahora mismo! -gritó, y su propia voz la sorprendió, amplificada y repetida como un eco por los edificios de ladrillo.

Los pasos tras ella se habían hecho más lentos; su eco convertía las pisadas de unos pocos hombres en el retumbar de un ejército. No se volvió. Tenía los ojos fijos en la nuca de Stucky. El no se había movido, pero tampoco había obedecido su orden.