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– He dicho manos arriba. ¡Ahora, maldita sea!

– Está bien, O'Dell, cálmate -repitió Turner.

Pero nadie se movió: ni Stucky, ni Turner, ni los hombres que aguardaban tras ella a una distancia prudencial. Maggie se inclinó un poco hacia delante. El sudor trazaba un sendero por su espalda. La brisa agitaba los mechones sudorosos de su frente, apartando unos y echándole otros sobre la cara. Ella siguió sin moverse, sin vacilar. Mantenía el dedo firmemente apoyado en el gatillo, presionando, listo para disparar. Su cuerpo entero se había quedado rígido, helado hasta el envaramiento, amenazando con paralizar sus músculos.

– Por última vez, tira lo que tienes en las manos y levanta los brazos por encima de la cabeza, o te vuelo la tapa de los sesos -esta vez, habló con los dientes apretados. Le dolía la cabeza. Empezaba a dolerle la mano por el esfuerzo de no apretar el gatillo.

Por fin, él alzó las manos, y algo cayó resonando sobre el empedrado. Maggie notó que le salpicaba los pies, y comprendió que era el recipiente de comida que llevaba en las manos. Pero Maggie no lo miró. No quería ver qué parte de Rita se había esparcido por el suelo. Mantuvo la vista fija en el lugar al que apuntaba el cañón de la pistola, en medio del pelo negro, en la base del cráneo. A tan corta distancia y desde aquel ángulo, la bala entraría en el cráneo y penetraría en el cerebro, destrozaría el cerebelo y se abriría paso hasta el lóbulo frontal antes de salir por la frente. Estaría muerto antes de caer al suelo.

– Tranquilízate, Maggie -oyó decir a Delaney, y notó que de pronto estaba a su lado.

Los otros permanecían detrás. Turner dio un paso adelante para que pudieran ver que no estaba herido. Había tanto silencio en el callejón, que Maggie se preguntaba si estaban conteniendo el aliento. Sin embargo, no se relajó, ni bajó el arma.

– Date la vuelta -ordenó a la nuca de Stucky.

– O'Dell, puedes bajar el arma -dijo Turner, pero ella no lo miró. Esta vez, no fallaría. No bajaría la guardia.

– He dicho que te des la vuelta, maldita sea -sintió que el estómago se le anudaba. ¿Sería capaz de mirarlo a los ojos?

Él se giró lentamente. El dedo de Maggie presionó un poco más el gatillo. No haría falta más que un leve reajuste, una fracción de segundo para apuntarlo entre los ojos. Luego, un segundo más para apretar el gatillo. Pero quería que él se diera cuenta. Quería que la mirara. Quería que supiera qué se sentía al saber que otra persona tenía tu vida en sus manos. Quería que sintiera miedo y, sí, quería ver ese miedo reflejado en sus ojos.

El hombre bajó la mirada hacia ella con ojos grandes y atemorizados; tenía el rostro fino y desencajado; las manos, huesudas y temblorosas. Parecía estar a punto de desmayarse de miedo. Aquélla era exactamente la reacción con la que Maggie soñaba. Era la venganza perfecta que aguardaba. Sólo que aquel hombre no era Albert Stucky.

Capítulo 23

Martes, primera hora de la mañana

31 de marzo

Maggie le abrió la puerta de la habitación a Delaney. Sin decir palabra, ni invitarlo a entrar, se dio la vuelta y caminó hacia el fondo de la habitación, dejándolo allí mientras continuaba dando paseos, como antes de que él la interrumpiera. Por el rabillo del ojo, lo vio vacilar. Incluso después de entrar, siguió agarrado al pomo de la puerta, como si deseara escapar de allí. Ella se preguntaba cómo habrían decidido Turner y él a cuál de los dos le tocaba hablar con ella. ¿Había perdido Delaney al echar la moneda al aire?

Siguió sin hacerle caso mientras Delaney cruzaba la habitación, procurando cuidadosamente mantenerse apartado de su camino. Se sentó junto a una mesa baja, que se tambaleó cuando apoyó los codos en ella. Recogió el vaso de plástico vacío de Maggie, agarró la diminuta botella de whisky y husmeó ambas cosas antes de volver a dejarlas sobre la mesa. Llevaba las mangas enrolladas y el cuello de la camisa abierto. Se había quitado la corbata. Parecía rendido de cansancio y desaseado. Al cambiar de dirección, Maggie vio que se pasaba las manos por la cara sin afeitar y el pelo escaso. Dejaría que hablara él primero. Ella no tenía ganas de decir nada. Y, desde luego, no estaba de humor para sermones. ¿Por qué no la dejaban en paz?

– Estamos preocupados por ti, Maggie.

Así que allí estaba. Había tenido que empezar por un golpe bajo, por todo ese rollo del «estamos preocupados por ti». Y, además, la había llamado por su nombre de pila. Aquello iba en serio. Casi deseó que hubiera ido Turner. Al menos, él alzaría un poco la voz.

– No hay de qué preocuparse -dijo con calma.

– Mírate. Estás tan nerviosa que ni siquiera puedes estarte quieta.

Ella se metió las manos en los bolsillos del pantalón y notó, alarmada, que le quedaban grandes. ¿Cuándo había perdido peso? Siguió paseándose por la habitación con las manos ocultas en los bolsillos. No quería que Delaney viera cómo le temblaban las manos desde que había regresado a su habitación.

– Sólo ha sido un error -se defendió antes de que él pudiera lanzarle la acusación obvia.

– Por supuesto.

– De espaldas, parecía Stucky. ¿Y por qué demonios se negó a obedecer mis instrucciones tres veces?

– Porque no entiende inglés.

Ella se detuvo y lo miró fijamente. Aquella idea no se le había pasado por la cabeza. Por supuesto que no. Estaba convencida de que era Stucky. No había tenido ni la más mínima duda.

– Entonces, ¿por qué salió corriendo cuando Turner lo llamó?

– Quién sabe -Delaney se frotó los ojos-. Puede que sea un inmigrante ilegal. El caso es, Maggie, que no sólo le hiciste tirar al suelo sus tallarines con ternera; también estuviste a punto de volarle la tapa de los sesos.

– No es cierto. Sólo seguí el procedimiento. No veía bien a Turner. Y tampoco veía lo que ese maldito imbécil llevaba en las manos, y él no respondía. ¿Qué coño habrías hecho tú, Delaney?

Él la miró a los ojos por primera vez, y Maggie le sostuvo la mirada, a pesar del evidente malestar de su compañero.

– Seguramente habría hecho lo mismo -dijo él, pero apartó la mirada.

Maggie creyó notar un atisbo de vergüenza en sus ojos. Algo más que un sermón o una reprimenda bienintencionada se escondía tras aquella visita. Maggie se armó de paciencia y se apoyó contra la cómoda, la única pieza de mobiliario sólida en toda la habitación.

– ¿Qué sucede, Delaney?

– He llamado al director adjunto Cunningham -dijo, alzando la mirada hacia ella, pero evitando sus ojos-. Tenía que decirle lo que había pasado.

– Maldito seas, Delaney -masculló ella, y comenzó de nuevo a dar vueltas para calmar su creciente ira.

– Estamos preocupados por ti, Maggie.

– Sí, ya.

– Vi la mirada de tus ojos y me dio miedo. Vi cuánto deseabas apretar el gatillo.

– Pero no lo hice, ¿verdad? ¿Eso no cuenta para nada? No apreté el puto gatillo.

– No, esta vez no.

Ella se detuvo junto a la ventana y bajó la mirada hacia las luces de la plaza. Se mordió el labio inferior. Las luces empezaron a emborronarse. No lloraría. Cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas. Tras ella, Delaney permanecía quieto y silencioso. Maggie siguió dándole la espalda.

– Cunningham quiere que vuelvas a Quantico -dijo él con voz baja y compungida-. Va a mandar a Stewart para que acabe tu curso. Estará aquí dentro de un par de horas, así que no hace falta que te preocupes por la sesión de mañana.

Ella vio varios coches allá abajo, atravesando el cruce. Desde aquella altura, parecían un videojuego a cámara lenta. Las luces de las farolas parpadeaban, no sabiendo si permanecer encendidas o apagarse a medida que el cielo se iluminaba, barruntando el amanecer. En menos de una hora, Kansas City despertaría, y ella aún no se había ido a la cama.

– ¿Le dijiste al menos lo de Rita?