Изменить стиль страницы

– Aquí todos fueron muy amables -continuó Frank-. Respetaron mi intimidad y, no obstante, fueron muy atentos y afables. -Se mostró soñador y fatigado, como si quisiera dar fin allí a su viaje, aunque ello significase morir a manos de su hermano.

Bobby sintió alivio al comprobar que Frank no se había traído consigo ni una partícula del cieno del callejón de Calcuta, o lo que fuera aquello. Los zapatos y los pantalones de ambos estaban limpios.

Entonces, descubrió algo en la punta de su zapato derecho. Se inclinó hacia delante para examinarlo.

Una de las cucarachas de aquel inmundo callejón formaba parte ahora del calzado de Bobby. Una de las mayores ventajas de ser profesional liberal era el verse libre de corbatas y zapatos incómodos, así que él llevaba, como siempre, unos Rockport superdeportivos, y la cucaracha no estaba sólo adherida al cuero amarillento sino que surgía de él, ¡fundida con él! El animal no pataleaba, había muerto a todas luces, pero estaba allí, o al menos parte de él; al parecer, algunos trozos se habían quedado por el camino.

– Pero hemos de seguir moviéndonos -dijo Frank, haciendo caso omiso de la cucaracha-. El intentará seguirnos. Necesitamos despistarle si…

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Se encontraban en un lugar alto, una senda escabrosa, con un increíble panorama a sus pies.

– El monte Fuji -explicó Frank, no como si hubiese sabido adonde iban sino como si estuviera agradablemente sorprendido de hallarse allí-. Más o menos a mitad de camino hacia la cima.

A Bobby no le interesó la vista exótica ni le molestó lo helado del aire. Tan sólo le preocupó el descubrir que la cucaracha no formaba parte ya de su zapato.

– Antaño los japoneses creían que el Fuji era sagrado. Supongo que lo creen todavía, o por lo menos algunos de ellos. Y resulta fácil ver por qué. Es magnífico.

– ¿Qué ha sucedido con la cucaracha, Frank?

– ¿Qué cucaracha?

– Había una cucaracha incrustrada en el cuero de este zapato. La descubrí cuando estábamos en aquel jardín. Evidentemente, la trajiste desde aquel repugnante callejón. ¿Dónde está ahora?

– No lo sé.

– ¿No dejarías caer sus átomos a lo largo del camino?

– No lo sé.

– ¿O están todavía esos átomos conmigo pero en algún sitio distinto?

– Créeme, Bobby, no lo sé.

En la mente de Bobby apareció la imagen de su propio corazón, oculto en la oscura cavidad del pecho, latiendo con el misterio de todos los corazones pero guardando un secreto muy particular: las erizadas patas y el brillante caparazón de una cucaracha, incrustados en el tejido muscular que forma las paredes del ventrículo.

Un insecto podía estar dentro de él, y aunque el bicho estuviese muerto, su presencia ahí era intolerable. Un ataque de entomofobia le asaltó con una fuerza equivalente a la de un martillazo en el bajo vientre, cortándole la respiración, causándole oleadas de náuseas. Se esforzó por respirar y al mismo tiempo por no vomitar sobre el suelo sagrado del monte Fuji.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Esta vez la entrada fue más violenta, como si se hubiesen materializado en medio del aire y hubiera sufrido una caída de varios metros. No hicieron ninguna tentativa para agarrarse uno a otro y tampoco cayeron de pie. Separado de Frank, Bobby rodó por una suave pendiente sobre pequeños objetos que traquetearon bajo su cuerpo y se le hincaron dolorosamente en la carne. Cuando se detuvo al fin, jadeante y horrorizado, se vio boca abajo sobre un suelo grisáceo, casi tan polvoriento como la ceniza. Diseminados a su alrededor, destellando en el ceniciento fondo, había centenares, si no millares, de diamantes rojos en bruto.

Al alzar la cabeza vio que los mineros del diamante estaban presentes en un número inquietante: veintenas de enormes insectos como aquél que llevaran a Dyson Manfred. Atrapado en un remolino de pánico, Bobby creyó que todos aquellos bichejos le miraban, todos aquellos ojos polifacéticos se volvían hacia él, todas aquellas patas de tarántula avanzaban por el suelo grisáceo en su dirección.

Sintió que algo reptaba por su espalda, sabía lo que era y rodó sobre sí mismo apresando a la cosa entre su cuerpo y el suelo. Notó cómo el bicho se agitaba frenéticamente bajo él. Impulsado por la repugnancia se levantó de un salto, sin recordar muy bien cómo había podido ponerse en pie. El bicho seguía adherido a su camisa; sentía su peso, su avance rápido por la espalda hacia el cuello. Echó la mano hacia atrás y lo apresó, gritando asqueado al notar en la mano su pataleo; lo arrojó lejos de sí con todas sus fuerzas.

Oyó su propio jadeo, sus extraños gritos de miedo y desesperación. No le gustaba lo que escuchaba, pero era incapaz de guardar silencio.

Un sabor nauseabundo le llenó la boca. Creyó haber ingerido algo del polvoriento suelo. Escupió, pero el escupitajo pareció limpio, y entonces se dio cuenta de que el mal sabor provenía del mismo aire. Era un aire cálido, denso, no húmedo exactamente pero denso, tanto que él no había conocido nunca cosa igual. Además del sabor amargo, tenía un olor, no menos desagradable, como leche agria con una pizca de azufre.

Mirando a su alrededor para inspeccionar el terreno, se dio cuenta de que estaba en una ligera hondonada, de metro y medio en su punto más hondo y unos seis metros de diámetro. Sus paredes inclinadas mostraban orificios separados uniformemente entre sí, una doble fila y varios insectos resultantes de la ingeniería biológica se introducían en algunos de esos orificios o salían de otros buscando sin duda diamantes. Como estaba sólo a un metro de profundidad, Bobby podía mirar por el borde de la hondonada. A lo largo y lo ancho del enorme y árido llano en donde se hallaba aquella depresión, vio lo que parecían veintenas de las mismas formaciones, como cráteres causados por meteoritos y alisados por la edad, aunque espaciados con tanta regularidad que no podían ser naturales. Verdaderamente, se hallaba en el centro de una gigantesca explotación minera.

Dando una patada a un insecto que se le había acercado demasiado, Bobby se volvió para inspeccionar el último sector de sus alrededores. Frank estaba allí, en el otro extremo del cráter moviéndose a cuatro patas. Bobby se sintió aliviado al verlo, pero no tanto ni mucho menos por lo que descubrió en el cielo, más allá de Frank: la luna era visible a plena luz del día, pero no como la luna fantasmal que se deja ver a veces en un cielo claro. Era una esfera moteada de gris y amarillo, seis veces mayor que su tamaño normal, cerniéndose amenazadora sobre la Tierra como si fuera a colisionar con el mundo mayor en lugar de estar girando a su alrededor y a una distancia respetable.

Pero eso no fue lo peor. Una aeronave inmensa y de forma extraña fluctuaba silenciosamente a una altitud de cien o ciento cincuenta metros. Era un artefacto tan extraño en todos sus aspectos que hizo comprender a Bobby lo que hasta entonces había escapado a su entendimiento: no se encontraba ya en su mundo.

– Julie -murmuró. Porque de repente percibió lo mucho que se había alejado de ella en su viaje.

En el otro extremo del cráter, Frank Pollard desapareció al intentar levantarse.