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– Por amor de Dios, Frank, haces parecer sobrenatural a ese tipo.

– Y es lo más próximo a eso.

Bobby estuvo a punto de decir que se arriesgaría con el hermano Candy cualesquiera fuesen sus poderes deíficos. Pero, entonces, recordó lo que le habían contado los Phan sobre los bárbaros asesinatos de la familia Farris. También recordó a la familia Román, sus cuerpos socarrados para encubrir las rasgaduras sangrantes que habían dejado los dientes de Candy en sus gargantas. Rememoró lo que le dijera Frank sobre la sangre fresca de un bebé vivo que le había ofrecido Candy, puntualizado por el terror indescriptible en los ojos de Frank al decirlo, y pensó en el inexplicable sueño profético que había tenido sobre la «cosa malévola». Por fin, dijo:

– Vale, está bien, si él aparece y si puedes salir de aquí antes de que nos mate a los dos, será mejor que te acompañe; te cogeré de la mano pero sólo si caminamos hasta el restaurante, pedimos un taxi y nos ponemos en marcha hacia el aeropuerto. -Cogió a regañadientes la mano de Frank-. Tan pronto como salgamos de esta zona, la soltaré.

– Conforme -dijo Frank-. Me parece bien.

Entre guiños ante los embates de la lluvia, ambos se encaminaron hacia el restaurante. Su estructura, que se alzaba quizás a ochenta metros de allí, parecía estar hecha de madera grisácea deteriorada por la intemperie y mucho cristal. Bobby creyó ver algunas luces tenues, pero no estaba seguro pues los grandes ventanales estaban pintados, sin duda, y la poca luz que se filtrase por allí quedaría casi oculta tras los velos de lluvia.

Cada tres o cuatro olas, una mucho mayor que las precedentes profundizaba mucho más en la playa y golpeaba alrededor de sus piernas con la fuerza suficiente para hacerles perder el equilibrio. Ambos caminaron hacia la parte superior de la playa, lejos de las rompientes, pero allí la arena era más blanda, se les metió en los zapatos e hizo más trabajoso su avance.

Bobby pensó en Lisa, la rubia recepcionista de los laboratorios Palomar. Se la imaginó andando por la playa, dándose un paseo absurdamente romántico bajo la tibia lluvia con cualquier tipo que la hubiese traído a la isla; imaginó su expresión cuando le viera deambulando por la playa cogido de la mano de otro hombre y engañando a Clint,

Esta vez su risa no tuvo nada de asustada.

– ¿Qué pasa? -preguntó Frank.

Antes de que pudiera explicárselo, Bobby vio a alguien acercarse de verdad en dirección a ellos a través de la lluvia cegadora. Era una figura sombría, no Lisa, un hombre, y estaba sólo a unos veinte metros.

No estaba allí un momento antes.

– Es él -dijo Frank.

Incluso a aquella distancia el individuo parecía grande. Los descubrió y se volvió hacia ellos.

– Salgamos de aquí, Frank -dijo Bobby.

– No puedo hacerlo a voluntad. Ya lo sabes.

– Entonces, corramos -le apremió Bobby. Y arrastró consigo a Frank hacia la caseta abandonada de los socorristas.

Pero después de unos cuantos pasos vacilantes por la arena, Frank se detuvo y dijo:

– No, no puedo. Estoy exhausto. Voy a tener que rezar para salir disparado de aquí a tiempo.

Frank parecía estar peor que exhausto. Parecía medio muerto.

Bobby se volvió otra vez hacia Candy y vio que el siniestro hermano avanzaba por la húmeda y mullida arena mucho más aprisa que ellos, aunque no sin cierta dificultad.

– ¿Por qué no se «teletransporta» desde allí hasta aquí en un instante y nos aplasta?

El horror de Frank ante la aproximación de su Némesis fue tal que pareció haber perdido el habla. No obstante, las palabras salieron de él junto con su respiración anhelante:

– Los vuelos cortos, menores de unos centenares de metros, no son posibles. Ignoro por qué.

Tal vez si el viaje fuera demasiado corto la mente tendría una fracción de segundo menos que el mínimo requerido para descomponer y reconstruir por completo el cuerpo. Aunque Candy no pudiera «teletransportarse» a través del trecho que los separaba, les daría alcance en pocos segundos.

El hombre distaba veinte metros y, aproximándose, era un monstruo macizo, con un cuello lo bastante recio para aguantar un coche en equilibrio sobre la cabeza y unos brazos que le darían toda la ventaja en la lucha con un autómata industrial de cuatro toneladas. Su pelo rubio era casi blanco. Su rostro ancho, de facciones afiladas… y tan cruel como la cara de aquellos psicópatas que disfrutan prendiendo fuego a las hormigas con una cerilla y probando los efectos de la lejía en los perros del vecindario. Mientras avanzaba a través de la tormenta, despidiendo arena negra con cada pisada, pareció más bien un demonio hambriento de almas humanas.

Aferrando la mano de su cliente, Bobby dijo:

– Por amor de Dios, Frank, salgamos de aquí.

Cuando Candy estaba lo bastante cerca para que Bobby viera sus ojos azules, unos ojos tan llenos de salvajismo y malevolencia como los de una serpiente cascabel, dejó escapar un rugido de triunfo. Y se abalanzó sobre ellos.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

La pálida luz matinal se coló desde un cielo claro en el angosto callejón entre dos edificios ruinosos, tan inmersos en la inmundicia de la decrepitud que era imposible determinar qué material se había usado para construir sus paredes. Bobby y Frank estaban de pie, hundidos hasta las rodillas en la basura que había sido arrojada desde las ventanas de los edificios y se descomponía progresivamente hasta formar un apestoso cieno que humeaba como un montón de estiércol. Su mágica llegada había sorprendido a una colonia de cucarachas, que huían raudas de ellos, e interrumpido el desayuno de un enjambre de moscas gordas, negras y peludas. Varias ratas lustrosas se habían sentado sobre sus cuartos traseros para ver lo que había llegado a ellas.

Los inquilinos de ambas viviendas tenían algunas ventanas abiertas de par en par, otras cubiertas con lo que parecía hule, y ninguna con cristal. Aunque no se veía a nadie, llegaban voces, desde las habitaciones, detrás de las vetustas paredes, alguna risa que otra, discusiones coléricas, y un cántico monótono parecido a un mantra, procedente del segundo piso del edificio a la derecha. Todo en una lengua extranjera que Bobby no conocía, aunque sospechaba que podrían hallarse en la India, quizá Bombay o Calcuta.

A causa del inevitable hedor que, por comparación, hacía que la peste de un matadero pareciera un nuevo perfume de Calvin Klein, y a causa de las zumbadoras moscas muy interesadas en las bocas abiertas y las fosas nasales, Bobby no se atrevió a respirar. Se asfixió, se llevó la mano libre a la boca, todavía sin respirar y temió perder el conocimiento y caer de bruces sobre el vil y humeante estercolero.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

En un lugar de quietud y silencio los rayos del sol vespertino atravesaron las ramas de mimosa y llenaron el suelo de motas doradas. Los dos aparecieron de pie en una pasarela roja oriental, sobre un estanque koi en un jardín japonés, donde los escultóricos bonsai y otras plantas delicadas estaban distribuidos artísticamente entre caminos de gravilla.

– ¡Ah, sí! -exclamó Frank con una mezcla de asombro, placer y alivio-. También viví aquí durante algún tiempo.

Estaban solos en aquel jardín. Bobby observó que Frank se materializaba siempre en lugares recogidos donde era improbable que se le viera hacerlo, o cuando se daban circunstancias determinadas, como un aguacero, que podían garantizarle que incluso un lugar público como una playa estuviera convenientemente desierto. Además de la ardua tarea de descomposición, viaje y reconstrucción, su mente era también capaz de explorar el terreno y elegir un discreto punto de llegada.

– Fui el huésped que residió más tiempo entre ellos -dijo Frank-. Es una tradicional posada japonesa, a las afueras de Kyoto.

Bobby observó que ambos estaban totalmente secos. Su ropa estaba arrugada, necesitaba un buen planchado, pero cuando Frank los había descompuesto en Hawai no había «teletransportado» las moléculas del agua que había empapado sus ropas y su pelo.