Julie se sentía delirante de temor pero tomó la determinación de no perder el dominio de sí misma. Aunque parecía que no podía hacer nada para ayudar a Bobby, podía presentarse una oportunidad para la acción cuando menos lo esperara, y quiso estar tranquila y presta.
– Hal dijo que anoche Frank regresó la primera vez unos dieciocho minutos después de haber desaparecido.
Clint asintió.
– Entonces, nos quedan todavía doce minutos.
– Pero después de su segunda desaparición tardó horas en regresar.
– Escucha -dijo Clint-, aunque no reaparezcan aquí dentro de doce minutos, o una hora o tres horas, ello no significa que le haya ocurrido algo horrible a Bobby. No tiene por qué ser igual cada vez.
– Lo sé. Lo que más me preocupa de esto es… esa maldita barandilla de la cama.
Clint no hizo comentarios.
Incapaz de atemperar su voz, Julie dijo:
– Frank no la trajo consigo. ¿Qué pasó con ella?
– Él traerá a Bobby -respondió Clint-. No permitirá que Bobby se quede ahí fuera… dondequiera que haya ido.
Ella deseó poder sentirse tan confiada.
Oscuridad.
Luciérnagas.
Velocidad.
La lluvia caía en cálidos torrentes, como si Bobby y Frank se hubiesen materializado bajo una cascada. Les empapó la ropa en un instante. No soplaba el menor viento; la tremenda ferocidad del diluvio parecía haber ahogado el viento como si éste fuera una hoguera; el aire era vapor saturado de humedad. Habían viajado alrededor del globo lo bastante lejos como para dejar atrás el crepúsculo; el sol estaba fuera, en algún lugar detrás de las nubes de un gris acerado.
Esta vez, ambos estaban de costado frente a frente como los dedos que hubieran estado forcejeando y hubiesen caído de sus taburetes al suelo del bar, para seguir con las manos entrelazadas en una lucha aparente. Sin embargo, no estaban en ningún bar sino rodeados de un lujurioso follaje tropical: heléchos, plantas de un verde oscuro con hojas de aspecto elástico y profundamente hendidas; vides suculentas de hojas tan pulposas como caramelos de goma y frutos del tono de la carne de una mandarina.
Bobby se apartó de Frank y esta vez su cliente le dejó hacerlo sin forcejear. Se puso de pie y se abrió paso entre la flora resbaladiza y esponjosa.
No sabía adonde iba ni le importaba. Sólo quería dejar cierto espacio entre él y Frank, distanciarse del peligro que éste representaba ahora para él. Se sentía abrumado por lo ocurrido, cargado de nuevas experiencias sobre las que necesitaba reflexionar para adaptarse a ellas.
Apenas hubo dado unos doce pasos salió de la maleza tropical a una extensión oscura de terreno cuya naturaleza se le antojó indefinible. La lluvia caía en rugientes cascadas plateadas que reducían la visibilidad y por añadidura, le echaba el pelo sobre los ojos, lo cual no era, precisamente, una ayuda. Bobby supuso que las personas sentadas tras las ventanas en habitaciones secas y confortables podrían incluso encontrar una gran belleza en la tormenta, pero allí había demasiada lluvia para eso, una verdadera inundación; golpeaba la tierra y el verde entre rugidos cacofónicos que amenazaban con ensordecerle. Aparte de agotarle, la lluvia le causó una cólera irracional, como si no le martillearan sus gotas sino grandes escupitajos flemosos, y como si sus rugidos fuesen las voces combinadas de millares de mirones, bombardeándole con insultos y otras intemperancias. Avanzó a trompicones por un suelo particularmente pulpáceo, no fangoso sino pulpáceo, en busca de alguien a quien culpar por la lluvia, a quien poder gritar, sacudir y hasta golpear. Sin embargo, seis u ocho pasos más allá vio las rompientes rodando hacia la costa en un tumulto de blanca espuma y supo que estaba pisando una playa de arena negra. Ese descubrimiento le dejó helado.
– ¡Frank! -gritó. Y cuando se volvió para mirar el camino por donde había venido vio que Frank le seguía a pocos pasos con la espalda encorvada como si fuera un anciano incapaz de soportar el ímpetu de la lluvia o como si la excesiva humedad le hubiese reblandecido la espina dorsal-. Maldita sea, Frank, ¿dónde estamos?
Frank se detuvo, enderezó un poco la espalda e irguiendo la cabeza le dirigió una mirada estúpida.
– ¿Qué?
Alzando aún más la voz para hacerse oír por encima del tumulto, Bobby repitió:
– ¿En dónde estamos?
Señalando a la izquierda de Bobby, Frank indicó una estructura enigmática, anegada en lluvia, que se alzaba cual antiquísimo altar de una religión muerta hacía mucho, quizá a treinta metros en la playa negra.
– ¡Caseta de socorristas! -Luego, señaló en dirección contraria hacia un gran edificio de madera, bastante más alejado pero menos misterioso porque su tamaño lo hacía fácil de ver-. Restaurante. Uno de los más populares de la isla.
– ¿Qué isla?
– La isla grande.
– ¿Qué isla grande?
– Hawai. Estamos en la playa de Punaluu.
– Aquí es adonde se suponía que Clint me llevaría -dijo Bobby. Se rió. Pero fue una risa tan extraña y salvaje que él mismo se asustó. De modo, que se calló.
Frank dijo:
– La casa que compré y abandoné está allí detrás. -Y señaló en la dirección por donde habían venido-. Da a un campo de golf. Me encantaba el lugar. Allí fui feliz durante ocho meses. Luego él me encontró. Necesitamos largarnos de aquí, Bobby.
Frank dio unos pasos hacia Bobby, fuera de la zona pulpácea, para pasar a la zona de la playa en que la arena era más compacta.
– Detente ahí -ordenó Bobby cuando Frank llegó a unos dos metros de él-. No te acerques más.
– Escucha, Bobby, tenemos que irnos ahora mismo. Me es imposible hacer el «teletransporte» cuando lo deseo. Eso sucede de improviso, pero por lo menos debemos abandonar esta parte de la isla. Él sabe que yo viví aquí. Está familiarizado con esta comarca. Y tal vez nos haya seguido.
La cólera desatada en Bobby no se enfriaba con la lluvia; todavía era más virulenta.
– ¡Bastardo embustero!
– Es la verdad -dijo Frank a todas luces sorprendido por la vehemencia de Bobby. Ahora ambos estaban ya lo bastante cerca uno de otro para conversar sin gritar, pero Frank siguió hablando más alto que de costumbre para hacerse oír por encima del estrepitoso diluvio-. Candy llegó aquí detrás de mí, y tenía un aspecto más horrible que nunca, más maligno. Irrumpió en mi casa con un bebé, un niño de sólo unos meses que había secuestrado en alguna parte, probablemente después de matar a sus padres. Mordió la garganta de aquella pobre criatura, Bobby, luego se rió y me ofreció su sangre para burlarse de mí. Porque él bebe sangre ¿sabes? Ella le enseñó a beber sangre y él disfruta ahora haciéndolo. Como no quise acompañarle arrojó al bebé a un lado y vino a por mí… pero yo… viajé.
– No quise decir que mintieras acerca de él. -Una ola rompió más cerca que las otras y bañó los pies de Bobby dejando unos efímeros arabescos de espuma, como encaje, sobre la arena negra-. Quiero decir que nos mentiste acerca de tu amnesia. Recuerdas todo. Sabes exactamente quién eres.
– No, no. -Frank movió la cabeza y negó con las manos-. Yo no lo sabía. Estaba en blanco. Y quizá lo esté otra vez cuando cese de viajar y me asiente en alguna parte.
– ¡Especie de mierda mentirosa! -gritó Bobby.
Y, agachándose, cogió un puñado de arena húmeda y con furia ciega se lo lanzó a Frank, luego otros dos, y dos más. Entonces comprendió que se estaba comportando como un niño que coge una rabieta.
Frank retrocedió ante la arena húmeda, pero esperó pacientemente a que pasara el arrebato de Bobby.
– Esta no es tu forma de actuar -dijo, cuando Bobby se cansó al fin.
– ¡Al diablo contigo!
– Tu furor es desmedido, no responde a lo que imaginas que te he hecho.
Bobby sabía que era cierto. Después de limpiarse las manos en la camisa e intentar recobrar el aliento, comenzó a comprender que no le enfurecía Frank sino lo que Frank representaba para él. Caos. El «teletransporte» era un viaje por la casa de los espantos en donde ni los monstruos ni los peligros eran ilusorios, en donde las constantes amenazas de muerte eran serias, en donde lo de arriba estaba abajo y lo de dentro fuera. Caos. Ambos habían cabalgado a lomos de un toro llamado Caos y él había quedado aplanado, horrorizado.