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Se llevó la mano como visera a los ojos para evitar el deslumbramiento por los láseres que lo enfocaban. A pocos pasos vio relucir algo bajo los rayos exploradores: una sección curva de lo que parecía un tubo de acero, enterrada en el suelo polvoriento, sobresalía bastante pero la ocultaban los bichos que se deslizaban y bullían a su alrededor. No obstante, Bobby supo a primera vista lo que era, y sintió un desánimo horrible. Avanzó arrastrando los pies para no pisar a ningún insecto porque tal vez el castigo impuesto por los alienígenas a quienes destruyeran su propiedad fuera la incineración instantánea. Cuando logró alcanzar el reluciente metal curvado, lo asió y lo arrancó sin esfuerzo del mullido suelo. Era la barandilla que faltaba en la cama del hospital.

* * *

– ¿Cuánto tiempo ha pasado? -preguntó Julie.

– Veintiún minutos -respondió Clint.

Ambos estaban cerca de la butaca que ocupara Frank y sobre la que se inclinara Bobby.

Lee Chen había abandonado el sofá para que pudiera tenderse Jackie Jaxx. El ilusionista hipnotizador se había puesto un paño húmedo sobre la frente. Cada dos minutos clamaba que él no podía hacer desaparecer a la gente, aunque nadie le hubiese hecho responsable de lo sucedido a Frank y Bobby.

Lee Chen fue a buscar una botella de whisky, vasos y hielo al bar de la oficina y llenó seis vasos para las personas de la habitación y otros dos para Frank y Bobby.

– Si ahora no necesitáis un trago para calmar los nervios -dijo-, lo necesitaréis para celebrarlo cuando ambos regresen sanos y salvos. -Él había bebido ya su vaso de whisky. El vaso que llenaba ahora era su segundo trago. La primera vez en su vida que necesitaba ingerir licor.

– ¿Cuánto tiempo ahora? -preguntó Julie.

– Veintidós minutos -respondió Clint.

«Y yo sigo cuerda -pensó, admirada, ella-. Bobby, maldito seas, vuelve a mí. No me dejes sola para siempre. ¿Cómo voy a bailar sola? ¿Cómo voy a vivir sola? ¿Cómo voy a vivir?»

Bobby dejó caer la barandilla y los láseres se extinguieron dejándole a la sombra de la espinosa nave que parecía más oscura que antes de que aparecieran los rayos. Cuando miró hacia arriba vio lo que sucedería a continuación: otra luz surgía de la cara inferior del aparato, demasiado pálida para hacerle contraer los ojos. Ésta abarcó, exactamente, el diámetro del cráter. Bajo aquel extraño resplandor nacarado los insectos empezaron a elevarse del suelo como si fueran ingrávidos. Al principio, sólo diez o veinte flotaron hacia arriba pero luego veinte más, y después cien se elevaron con tanta lentitud y facilidad como pelusas, girando sobre sí mismos sin mover sus patas de tarántula, la horripilante luz estaba ausente de sus ojos como si la hubiesen apagado con un interruptor. Al cabo de un minuto o dos, el suelo del cráter quedó despejado de insectos y la horda continuó ascendiendo sin esfuerzo en aquel silencio sepulcral que acompañaba todas las maniobras de la nave, exceptuando las vibraciones básicas que habían hecho salir de sus agujeros a los insectos mineros.

Luego, un trino aflautado rompió el silencio.

– ¡Frank! -gritó, tranquilizado, Bobby. Y al volverse, una ráfaga de viento apestoso lo zarandeó.

Mientras el trino frío y hueco levantaba ecos otra vez en el cráter, hubo un cambio sutil en el matiz de la luz que surgía de la nave. Ahora, los millares de diamantes rojos se elevaron del suelo ceniciento y siguieron a los insectos hacia arriba, despidiendo destellos acá y acullá; había tantos que Bobby creyó hallarse bajo una lluvia de sangre.

Otro remolino de aire maloliente levantó una polvareda cenicienta, reduciendo la visibilidad, y Bobby se volvió en todas direcciones esperando ansiosamente la llegada de Frank. Entonces, pensó que tal vez no fuera Frank sino el hermano.

El trino se dejó oír por tercera vez y la ventolera subsiguiente arrastró consigo el polvo, lo que le permitió ver que Frank se hallaba a tres metros escasos de él.

– ¡Gracias a Dios!

Cuando Bobby se adelantaba, la luz nacarada sufrió un segundo cambio sutil. Apenas alargó la mano a Frank, sintió que se hacía ingrávido. Miró hacia abajo y vio que sus pies se elevaban del suelo del cráter.

Frank le cogió la mano extendida y se la apretó.

Bobby no se había sentido nunca mejor que al notar el firme apretón de Frank. Entonces, se dio cuenta de que Frank se había elevado también del suelo. Obedeciendo a una fuerza de atracción ambos ascendieron en la estela de los insectos y los diamantes, hacia el vientre de la nave alienígena, hacia sólo Dios sabía qué pesadilla.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Se encontraron de nuevo en la playa de Punaluu, con una lluvia más torrencial que antes.

– ¿Dónde estaba ese último lugar? -preguntó Bobby, asiendo todavía a su cliente.

– No lo sé -respondió Frank-. Me asusta no poco, ¡es tan extraño…! Pero a veces me parece sentirme atraído hacia allí.

Bobby aborreció a Frank por haberle llevado allí, y le adoró por haber vuelto en su busca. Cuando gritó por encima de la lluvia no había adoración ni odio en su voz, sólo histeria o algo parecido.

– Pensé que podías viajar tan sólo a lugares en donde ya hubieras estado.

– No, forzosamente. De cualquier modo, he estado antes allí.

– Pero, ¿cómo fuiste allí la primera vez? Es un mundo distinto, no puede haberte sido familiar, ¿me equivoco, Frank?

– No lo sé. No entiendo nada de esto, Bobby.

Aunque estaba frente a Frank, Bobby tardó un rato en percibir lo mucho que se había deteriorado el aspecto de su cliente desde que ambos fueran «teletransportados» cuando estaban en las oficinas de Dakota amp; Dakota: el diluvio le había calado otra vez hasta los tuétanos dejando su ropa en un estado lastimoso; pero no era sólo la lluvia lo que le hacía parecer desaliñado, abatido y enfermo. Los ojos se le habían hundido aún más, la cara alrededor de ellos estaba amoratada como si le hubiesen pintado dos redondeles con betún negro y tenía un color amarillento, como si hubiese contraído ictericia. La piel estaba lívida, de un gris mortecino, y los labios, azules como si le fallara el sistema circulatorio. Sintiéndose culpable por haberle gritado, Bobby le puso la mano libre en el hombro y le dijo que lo sentía, que todo iba bien, que los dos seguían luchando en el mismo bando de aquella guerra y que todo tendría un final feliz… siempre que Frank no los llevara otra vez al cráter.

Frank dijo:

– A veces creo estar en contacto con las mentes de esas gentes…, quienesquiera que sean las criaturas de la nave.

Ahora, se apoyaron uno contra otro, frente contra frente, buscando ayuda mutua en su agotamiento.

– Quizá yo tenga otro don que me sea desconocido, pues en toda mi vida no había percibido mi facultad para el «teletransporte» hasta que Candy me acorraló en un rincón e intentó matarme. Quizá tenga algo de telepatía. Quizá la longitud de onda de mis funciones telepáticas sea la misma que la de las actividades cerebrales de esa raza. Quizá yo los sienta aunque se encuentren a miles de millones de años luz. Quizá sea ésa la razón de que experimente cierta atracción hacia ellos.

Apartándose unos centímetros de Frank, Bobby miró largamente sus ojos entristecidos. Luego, sonrió y, pellizcándole la mejilla, dijo:

– Escucha, diablo, has cavilado ya lo tuyo sobre eso, ¿verdad? Has hecho trabajar a la vieja calabaza, ¿eh?

Frank sonrió.

Bobby rió.

Por fin, los dos rieron juntos, sosteniéndose uno a otro, y su risa era en parte sana, para aliviar la tensión, pero en parte traducía las carcajadas enloquecidas que habían perturbado poco antes a Bobby.

Agarrándose a su cliente, le dijo:

– Mira, Frank, tu vida es caótica, vives en el caos y no puedes continuar así. Esto va a destruirte.