Por lo general, Candy podía tocar un objeto, y la clarividencia le habría conducido. Frank había matado al gato, y Candy esperaba que el contacto con sus restos alumbrara una visión interna que le pusiera otra vez en la pista de su hermano.
Hasta la última brizna de carne había sido arrancada de la mollera de Samantha, y su contenido había sido igualmente vaciado. Roída, chupada y secada por el viento, podría haber sido parte de un fósil de fechas remotas. La mente de Candy no se llenó con las imágenes de Frank sino con las de los otros gatos y Verbina y Violet. Asqueado, arrojó lejos de sí el maltrecho cráneo.
Su frustración agudizó su cólera. Sintió que la necesidad le acometía. No quiso permitir que floreciera…, pero resistirse a ella era infinitamente más penoso que resistirse a los encantos de mujeres y otros pecados. Odió a Frank. Le odió tanto, tan profundamente le había odiado, con tanta constancia durante siete años que no pudo soportar la idea de que, al dormirse, había perdido la oportunidad de destruirlo.
Necesidad…
Se dejó caer de rodillas sobre el herboso patio. Apretó los puños y los dientes intentando convertirse en una roca, una masa inamovible que no se dejase mover ni un milímetro por la necesidad más apremiante, ni un pelo por la necesidad más extrema, el hambre más acuciante, el anhelo más apasionado. Suplicó a su madre que le confiriera fortaleza. El viento empezó otra vez a soplar, y él lo tomó por un viento diabólico que le impelería hacia la tentación, así que se echó de bruces sobre el suelo, clavó los dedos en la tierra blanda y repitió el nombre sagrado de su madre… Roselle… Lo susurró furiosamente en la hierba y la suciedad, una vez y otra, intentando desesperadamente sofocar la germinación de su oscura necesidad. Luego, lloró. Por fin, se levantó. Y marchó de caza.
Capítulo 21
Frank fue al cine y aguantó toda la película pero fue incapaz de concentrarse en el argumento. Cenó en El Torito, aunque sin saborear la comida; se limitó a engullir las enchiladas y el arroz como quien echa leña a un horno. Durante un par de horas circuló sin rumbo por la periferia central y meridional de Orange County, moviéndose de arriba abajo porque, de momento, la movilidad se le antojó más segura. Por fin, volvió al motel.
Allí estuvo todo el tiempo explorando el oscuro muro en su mente, detrás del cual se ocultaba su vida entera. Con suma diligencia buscó alguna rendija ínfima por donde pudiera atisbar un recuerdo u otro. Estaba seguro de que si podía encontrar una grieta toda la fachada de amnesia se vendría abajo. Pero la barrera era lisa y sin resquicios.
Cuando apagó la luz, no pudo dormir.
El viento de Santa Ana remitió. Entonces, no pudo culpar de su insomnio al estruendoso vendaval.
Aunque la cantidad de sangre de las sábanas fuera ínfima y aunque se hubiese secado desde que despertó de su siesta, Frank pensó que la idea de descansar sobre sábanas manchadas de sangre le impedía conciliar el sueño. Así, pues, encendió la lámpara, quitó la ropa de la cama, aumentó la calefacción y, tendiéndose otra vez, intentó dormir sin sábanas. No dio resultado.
Se dijo que la amnesia y la sensación resultante de soledad y aislamiento le mantenían despierto. Aunque hubiera algo de verdad en eso, sabía que estaba engañándose a sí mismo.
La verdadera causa de que no pudiese dormir era el miedo. Miedo de no saber a dónde iría durante su sonambulismo. Miedo de lo que pudiera hacer. Miedo de lo que pudiese encontrar entre sus manos cuando despertara.
Capítulo 22
Derek durmió en la otra cama, lanzando ronquidos suaves. Thomas no pudo dormir. Se levantó y se plantó ante la ventana para mirar la noche. La luna había desaparecido. Había una gran oscuridad.
A él no le gustaba la noche. Porque le asustaba. A él le gustaba el sol, y las flores todas resplandecientes, y la hierba tan verde, y el cielo azul extendiéndose allá arriba de tal modo que parecía una tapadera sobre el mundo, guardando todo y cada cosa en su sitio. Por la noche, todos los colores se esfumaban y el mundo quedaba vacío, como si alguien quitase la tapadera y dejara entrar un montón de insignificancias, y entonces mirabas esas insignificancias y sentías que podías evaporarte como los colores, evaporarte y salir del mundo, y cuando a la mañana siguiente alguien pusiera la tapadera en su sitio, tú no estarías aquí, te hallarías en algún lugar ahí fuera y no podrías volver nunca más. ¡Nunca!
Thomas apretó las yemas de los dedos contra la ventana. El cristal estaba frío.
Deseó poder dormir. Por lo general, dormía bien. Pero no esta noche.
Estaba preocupado por Julie. Ella le preocupaba siempre un poco. Se suponía que un hermano debía preocuparse. Pero aquélla no era una preocupación insignificante. Era grande.
Había comenzado, precisamente, aquella mañana. Una sensación rara. Extraña. Lo bastante extraña para asustarle. Algo malo de verdad iba a sucederle a Julie, decía esa sensación. Thomas se inquietó tanto que intentó advertírselo. Le televisó el aviso. Según se decía, los escenarios, las voces y la música eran transmitidos en la TV a través del aire; al principio, él lo tomó por una mentira, pensó que le estaban embromando porque era tonto y esperaban que creyera cualquier cosa, pero entonces Julie dijo que era cierto, así que él intentaba algunas veces televisarle sus pensamientos, porque si se podía enviar escenarios, música y voces por el aire, sería más fácil hacerlo con los pensamientos. Ten cuidado, Julie, televisaba él. Vigila, ten cuidado, porque algo malo va a suceder.
Por lo general, cuando él sentía cosas acerca de alguien, este alguien era Julie. Él sabía cuándo era feliz Julie. O estaba triste. Si se encontraba enferma, él solía enroscarse en la cama y sujetarse el vientre con ambas manos. Sabía siempre cuándo venía a visitarle Julie.
También sentía cosas acerca de Bobby. Al principio, no.
Cuando Julie trajo por primera vez a Bobby, Thomas no sintió nada. Pero, poco a poco, fue sintiendo cosas. Hasta que ahora sentía casi tanto de Bobby como de Julie.
Asimismo, sentía cosas acerca de otras personas. Como Derek. Como Dina. Otra criatura Down en el Hogar. Y como algunas ayudantes, una de las enfermeras visitantes. Pero no sentía de ellas ni la mitad de lo que sentía acerca de Julie y Bobby. Él se figuraba que cuanto más quisiera a una persona, tantas más cosas sentiría… y conocería sobre ella.
Algunas veces, cuando Julie se inquietaba por él, Thomas anhelaba decirle que sabía cómo se sentía y que todo estaba bien. Porque saber que él lo entendía, la haría más feliz. Pero le faltaban las palabras. No podía explicarse cómo o por qué él sentía a veces los sentimientos de otras personas. Y no quería intentar contárselo porque temía que le tomasen por tonto.
Él era tonto. Lo sabía. No tan tonto como Derek, quien era muy simpático, bueno para compartir el dormitorio, pero también tardo de verdad. La gente decía a veces «tardo» en lugar de tonto cuando hablaba delante de ti. Julie no lo decía. Bobby tampoco. Pero algunas personas decían «tardo» y creían que tú no lo captabas. Ellas tenían también palabras más resonantes, y estas sí que no las entendía, pero entendía sin duda lo de «tardo». Él no quería ser tonto, nadie le daba una oportunidad, y algunas veces él televisaba un mensaje a Dios pidiéndole que no le hiciera tonto por más tiempo, pero, una de dos, o Dios quería que él siguiera siendo tonto para siempre (pero, ¿por qué?), o Dios no recibía los mensajes.
A Julie no le llegaban tampoco los mensajes. Thomas sabía siempre cuándo alcanzaba con un mensaje televisado a alguien. Y nunca alcanzaba a Julie.
Pero él llegaba algunas veces a Bobby, lo cual era cómico. No cómico de reírse sino extraño. Y de una extrañeza interesante.