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Él bajó la vista y examinó las migas sobre la mesa.

– Frankie ha estado aquí -dijo Violet.

Al principio le sorprendió más el hecho de que ella hablase que el contenido de su frase. Luego, el significado de aquellas cuatro palabras le conmocionó como si él fuese un gong sacudido por un mazo. Se levantó de forma tan brusca que volcó la silla.

– ¿Estuvo aquí? ¿En casa?

Ni el golpe de la silla ni la brusquedad de su voz sobresaltaron a los gatos y a Verbina. Los animales siguieron soñolientos e indiferentes.

– Fuera -dijo Violet, sentada todavía en el suelo junto a su postrada hermana, y arreglando las uñas de la otra melliza. Añadió casi en un susurro-: Vigilando la casa desde el seto Eugenia.

Candy miró la noche, más allá de las ventanas.

– ¿Cuándo?

– Alrededor de las cuatro.

– ¿Por qué no me despertaste?

– No estuvo mucho tiempo ahí. Jamás lo está. Un minuto o dos, luego se marchó. Está atemorizado.

– ¿Lo viste?

– Supe que estaba allí.

– ¿No hiciste nada para impedir que se marchara?

– ¿Qué podía hacer yo? -Ahora Violet parecía irritada, pero su voz no fue menos seductora que antes-. Sin embargo, los gatos le persiguieron.

– ¿Le hicieron daño?

– Un poco. Nada importante. Pero él mató a Samantha.

– ¿A quién?

– A nuestro pobre minino. Samantha.

Candy no conocía los nombres de los gatos. Estos le habían parecido siempre no una manada de gatos sino una sola criatura, moviéndose a menudo como una, pensando al parecer como una.

– Él mató a Samantha. Le estrelló la cabeza contra una de las pilastras del final del paseo. -Por fin, Violet levantó la vista. Sus ojos parecieron de un azul más pálido que antes, un azul glacial-. Quiero hacerle daño. Quiero que se lo hagas de verdad, como él se lo ha hecho a nuestro gato. Me importa poco que sea nuestro hermano…

– Él ya no es nuestro hermano -respondió, enfurecido, Candy-. No, después de lo que hizo.

– Quiero que le hagas lo que él ha hecho a nuestra pobre Samantha. Quiero que lo aplastes, Candy, quiero que le estrelles la cabeza, que le abras el cráneo hasta que su cerebro rezume. -Violet continuó hablando en un susurro, pero él pareció cautivado por sus palabras. Algunas veces, como ahora, cuando su voz era más sensual que de costumbre, no parecía llegar tan sólo a los oídos sino también deslizarse dentro de su cabeza y extenderse por su cerebro cual una niebla-. Quiero que le golpees, le machaques, le desgarres hasta que sea sólo un montón de huesos fracturados y entrañas desparramadas; y quiero también que le arranques los ojos. Quiero que lamente haber matado a Samantha.

Candy se estremeció.

– Si le pongo las manos encima le mataré, pero no por lo que ha hecho a tu gato sino por lo que hizo a nuestra madre. ¿Acaso no recuerdas lo que le hizo? ¿Cómo puede preocuparte la venganza por un gato cuando no le hemos hecho pagar todavía por nuestra madre, después de siete largos años?

Ella pareció afligida, desvió la mirada y enmudeció.

Los gatos abandonaron la forma yacente de Verbina.

Violet se estiró y, poniéndose casi encima de su hermana, recostó la cabeza sobre los pechos de Verbina. Las piernas desnudas de ambas se entrecruzaron.

Saliendo en parte de su trance, Verbina acarició el pelo sedoso de su hermana.

Los gatos regresaron y cada uno se acurrucó contra las mellizas allá donde hubiera un hueco cálido para acogerlo.

– Frank estuvo aquí -dijo, en voz alta Candy. Pero habló mayormente para sí y sus manos se cerraron en apretados puños.

La furia le embargó cual un pequeño remolino de viento que se inicia en alta mar para tornarse pronto huracán. Sin embargo, la cólera era una emoción que él no podía permitirse; debía dominarse. Una tormenta de furor humedecería las semillas de su tenebrosa necesidad. Su madre aprobaría el asesinato de Frank, pues Frank había traicionado a la familia; su muerte beneficiaría a la familia. Pero si Candy permitía que la cólera contra su hermano se transformara en furor y luego no lograse encontrarlo, tendría que matar a otra persona porque la necesidad sería demasiado grande para reprimirla. Su madre, en el cielo, se avergonzaría de él, y durante algún tiempo le haría el vacío e incluso negaría que lo hubiese traído al mundo.

Mirando al techo, hacia el techo invisible y el lugar en el tribunal de Dios donde su madre moraba, Candy dijo:

– Estaré bien. No perderé el control. No lo perderé.

Se desentendió de hermanas y gatos y marchó afuera para ver si había quedado alguna huella de Frank cerca del seto Eugenia o en la pilastra donde había matado a Samantha.

Capítulo 19

Bobby y Julie cenaron en Ozzies, Orange, y luego se trasladaron al bar contiguo. Allí se encargaba de la música Eddie Day, quien tenía una voz suave y bien timbrada; tocaba piezas contemporáneas pero también melodías de los años cincuenta y principios de los sesenta. Aquello no era una gran orquesta, pero algo del primitivo rock and roll tenía un ritmo swing. Los dos pudieron bailar fox con números como Dream Lover, rumba al son de La Bamba y cha-cha-cha con cualquier cancioncilla que se colaba en el repertorio de Eddie; así que pasaron un buen rato.

Siempre que podía, a Julie le gustaba ir a bailar después de visitar a Thomas en Cielo Vista. Embargada por la música, siguiendo concienzudamente el ritmo, absorta con los arabescos de la danza lograba olvidarse de todo…, incluso de la culpa, incluso de la aflicción. Nada la liberaba de forma tan completa. A Bobby también le gustaba bailar, sobre todo el swing. La música le sosegaba pero el baile tenía la virtud de alegrarle el corazón y de adormecer aquellas partes que estuviesen doloridas.

Durante el descanso de los músicos, Bobby y Julie bebieron cerveza en una mesa, junto a la pista de baile. Hablaron de todo excepto de Thomas y a ratos trataron del Sueño…, concretamente de cómo amueblar el bungalow a orillas del mar si lo compraran algún día. Aunque no pensaran gastarse una fortuna en muebles, convinieron en que podrían darse el gusto de tener dos piezas de la era swing: tal vez un barreño de bronce y mármol de Emile-Jacques Ruhlmann y, ante todo, una máquina de discos Wurlitzer.

– El modelo 950 -dijo Julie-. Era admirable. Tubos de burbujas. Gacelas saltarinas en los paneles delanteros.

– Se fabricaron menos de cuatro mil. Por culpa de Hitler. Wurlitzer adaptó sus fábricas a la producción de guerra. El modelo 500 también es bonito… o el 700.

– Bonitos, pero no como el 950.

– Tampoco tan caros como el 950.

– ¿Te pones a contar peniques cuando hablamos de la belleza suprema?

– ¿Acaso la Wurlitzer 950 es la belleza suprema? -preguntó él.

– Justo. ¿Qué otra cosa si no?

– Para mí, tú eres la belleza suprema.

– Simpático -dijo ella-. Pero sigo queriendo la 950.

– ¿No soy la belleza suprema para ti? -Bobby agitó los párpados.

– Para mí eres un hombre difícil que no me deja tener la Wurlitzer 950 -respondió ella, disfrutando del juego.

– ¿Qué me dices de una Seeburg? ¿O una Packard Plamor? Vale. ¿Una Rockola?

– La Rockola hizo algunas cajas muy bonitas -convino ella-. Así que compraremos una de ésas y la Wurlitzer 950.

– Gastarás nuestro dinero como un marinero borracho.

– Yo nací para ser rica. La cigüeña se confundió. No me entregó a los Rockefeller.

– ¿No te gustaría ponerle las manos encima a esa cigüeña?

– La capturé hace años. La guisé y me la comí en el banquete de Navidad. Verdaderamente deliciosa, pero sigo queriendo ser una Rockefeller.

– ¿Te sientes feliz? -preguntó Bobby.

– Delirante. Y no es sólo la cerveza. No sé por qué pero esta noche me siento mejor de lo que me he sentido durante años. Creo que llegaremos a donde nos hemos propuesto ir, Bobby. Creo que nos retiraremos pronto y tendremos una vida larga y feliz, junto al mar.