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Al fin, Julie habló y dijo:

– Un lugar como éste con una vista como ésta. No una casa grande.

– No tiene por qué serlo. Una sala, un dormitorio para nosotros y otro para Thomas…, tal vez una acogedora leonera forrada de libros.

– No necesitamos siquiera un comedor, pero me gustaría una cocina grande.

– Sí. Una cocina en donde se pueda vivir.

Ella suspiró.

– Música, libros, cocina casera de verdad, en lugar de la cochina comida tomada al vuelo, montañas de tiempo para sentarse en el porche y disfrutar de la vista… y nosotros tres juntos.

Ése era el resto del sueño: un lugar junto al mar, y seguridad económica suficiente para retirarse con veinte años de anticipación.

Una de las cosas que había unido a Bobby con Julie y viceversa era su conocimiento compartido de la brevedad de la vida. Todo el mundo sabía que la vida era demasiado corta, por supuesto, pero muchas personas apartaban esa idea de su pensamiento y vivían como si el mañana fuera interminable. Si la mayoría de la gente no pudiera engañarse a sí misma sobre la muerte no se preocuparía con tanta pasión por el desenlace de un partido de fútbol, el argumento de un serial, la verborrea de los políticos o las mil cosas que, en realidad, no significaban nada cuando se consideraba la inevitable caída de la noche infinita que tarde o temprano llegaba a cada uno. Esas personas no habrían podido soportar ni un minuto de espera en la cola del supermercado ni habrían sufrido horas y horas en compañía de pelmazos o locos. Tal vez hubiera un mundo más allá de éste, tal vez incluso el cielo, pero no podías contar con ello. Sólo podías contar con la oscuridad. En este caso, la ilusión era una bendición. Ni Bobby ni Julie podían considerarse desencantados de la existencia. Ella sabía disfrutar de la vida tanto como el que más, y también él, pero ninguno de los dos quería comprometerse con la frágil ilusión de la inmortalidad que servía a muchas personas como defensa contra lo impensable. Este conocimiento no se manifestaba en forma de ansiedad o depresión sino como una firme resolución de no pasar sus vidas en una tumultuosa actividad sin sentido, de encontrar un medio para financiar largos períodos de tiempo juntos en su pequeño y sereno remanso.

El viento alborotaba el pelo castaño de Julie, que miró con ojos entornados el distante horizonte, que iba llenándose de una melosa luz dorada a medida que el sol poniente se hundía en él.

– Lo que horroriza a Thomas de su salida al mundo es la gente, demasiada gente. Pero él sería feliz en una casa pequeña junto al mar, un trecho tranquilo en el litoral, poca gente. Estoy segura de que sería así.

– Eso sucederá -le aseguró Bobby.

– Cuando la agencia sea lo bastante grande para venderla, la costa meridional será demasiado cara. Pero la parte norte de Santa Bárbara es bonita.

– Y además es una costa larga -dijo Bobby, rodeándola con un brazo-. Lograremos encontrar un lugar en el sur. Y tendremos tiempo para disfrutar de él. No vamos a vivir eternamente, pero somos jóvenes. Pasarán todavía muchos años antes de que salgan a sorteo nuestros números.

Sin embargo, recordó el presentimiento que le había hecho estremecerse en la cama aquella mañana, después de hacer el amor. La sensación de que algo malévolo acechaba allí fuera, en el mundo barrido por el viento, algo que se aproximaba para arrebatarle a Julie.

El sol tocó el horizonte y empezó a fundirse en él. La luz dorada se oscureció hasta tornarse anaranjada y luego de un rojo sangriento. La hierba alta detrás de ellos se agitó con el viento y Bobby miró por encima del hombro los remolinos de arena que giraban sobre la ladera entre la playa y el aparcamiento, como espíritus pálidos que huyesen de un cementerio con la llegada del crepúsculo. Desde el este, una muralla de noche se cernió sobre el mundo. El aire se hizo frío de verdad.

Capítulo 18

Candy durmió todo el día en el dormitorio delantero que había sido el de su madre, y aspiró su especial aroma. Dos o tres veces por semana dejaba caer unas cuantas gotas de su perfume favorito, Chanel n.° 5, en el pañuelo blanco orillado de encaje que guardaba en la cómoda junto a su cepillo y peine de plata, así que cada respiración que efectuaba en la habitación le recordaba a ella. Algunas veces, despertaba a medias de su sopor para arreglar las almohadas o arroparse mejor, y el efluvio del perfume le arrullaba siempre, como un sedante; cada vez que despertaba volvía feliz a sus sueños.

Dormía en calzoncillos y camiseta de manga corta porque le costaba mucho encontrar pijamas lo bastante grandes y porque era demasiado púdico para dormir desnudo. Estar sin ropa abochornaba a Candy, incluso aunque no hubiese nadie presente.

Durante toda aquella larga tarde de jueves, el crudo sol invernal llenó el mundo exterior, pero pocos de sus rayos atravesaron las persianas floreadas y las cortinas de color rosa que protegían las dos ventanas. Las pocas veces que despertó y miró parpadeando las sombras, Candy vio sólo el reflejo grisáceo del espejo sobre la cómoda y los destellos de las fotografías enmarcadas en plata sobre la mesilla de noche. Saturado de sueño y con la reciente aplicación del perfume al pañuelo, le fue fácil imaginar que su amada madre estaba en la mecedora velándole, y se sintió seguro.

Poco antes del ocaso, Candy se despabiló, y permaneció tendido un rato con las manos entrelazadas detrás de la nuca contemplando el dosel que se arqueaba sobre la cama de baldaquín; no podía verlo pero sabía que estaba allí, y su mente conjuró una imagen vivida del tejido con dibujo de capullos de rosa. Durante un rato pensó en su madre, en los mejores tiempos de su vida, ahora desaparecidos, y luego pensó en la chica, el muchacho y la mujer a quienes había matado la noche anterior. Intentó rememorar el sabor de su sangre, pero ese recuerdo no resultó tan intenso como el concerniente a su madre.

Al cabo de un rato encendió la lámpara junto a la cama e inspeccionó la entrañable habitación: empapelado con capullos de rosa; colcha con capullos de rosa; persianas con capullos de rosa; cortinas y alfombras con capullos de rosa; cama y cómoda de oscura caoba. Dos cobertores, uno verde como las hojas de rosa y otro del color de los pétalos, colgaban de los brazos de la mecedora.

Candy fue al baño contiguo, cerró con pestillo y probó la puerta. La única luz provenía de los tubos fluorescentes en el techo, pues hacía ya mucho tiempo que había cubierto con pintura negra la alta ventana.

Durante unos momentos estudió su cara en el espejo porque le gustó su aspecto. Allí podía ver los rasgos de su madre. Tenía su pelo rubio, tan pálido que casi parecía blanco, y sus ojos azul de mar. Su rostro estaba formado por planos duros y facciones enérgicas, con nada de su belleza o gentileza, si bien la boca de labios gruesos era tan generosa como la de su madre.

Cuando se desnudó, evitó mirarse por abajo. Le enorgullecían sus poderosos hombros y brazos, su ancho pecho y sus musculosas piernas, pero sólo una simple ojeada a los órganos sexuales le hacía sentirse sucio y algo enfermo. Se sentó en el retrete para orinar porque no quiso tocarse. Cuando se enjabonó la entrepierna durante la ducha, se puso un guante que él mismo había confeccionado con dos toallas para que la carne de su mano no tocara la carne inmunda de abajo.

Se secó y se vistió (calcetines y zapatos deportivos, pantalones de pana gris oscura y camisa negra), y abandonó algo vacilante aquel refugio fiable, la habitación de su madre. Entretanto, la noche había llegado y el vestíbulo superior aparecía mal alumbrado por dos bombillas de pocos vatios de un aplique de techo cubierto por una capa de polvo grisáceo. A su izquierda, comenzaban las escaleras. A la derecha, la habitación de sus hermanas, su antigua habitación y el otro baño, cuya puerta estaba abierta; allí no había luz alguna.