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A todo esto había apartado de sí las sábanas. Se sentó en el borde de la cama, con los pies sobre el suelo y ambas manos aferradas al colchón, intentando recobrar el equilibrio como si estuviera todavía en aquella playa ondulante o braceando en aquel mar proceloso.

Las cifras verdes del reloj de proyección lucieron, pálidas, en el techo: las 2.43.

Durante un rato, el martilleo acelerado de su propio corazón le llenó de ruido desde dentro dejándole sordo para el mundo exterior. Pero, al cabo de unos segundos, oyó la respiración rítmica de Julie y se sorprendió de no haberla despertado.

Evidentemente, no se había agitado durante su sueño.

El pánico que le había infundido aquella pesadilla no se disipó por completo.

Su ansiedad empezó a reverdecer, en parte porque la habitación estaba tan tenebrosa como aquel mar devorador. Temiendo despertar a Julie no encendió la lámpara de la mesilla.

En cuanto pudo levantarse lo hizo y rodeó la cama en la absoluta oscuridad. El baño estaba en el lado de ella, pero como el camino estaba despejado hasta allí, se abrió paso sin dificultad dejándose guiar por la costumbre y el instinto como hiciera otras muchas noches.

Cerró la puerta a sus espaldas y encendió las luces. Durante un momento el brillo fluorescente le impidió mirar la superficie deslumbrante del espejo, sobre el lavabo. Cuando consiguió al fin contemplar su imagen vio que nada había corroído su carne. La pesadilla había sido horriblemente vivida, en nada parecida a ninguna experiencia anterior; por alguna razón extraña e inexplicable había sido más real que la vida misma, con colores y sonidos intensos, que latían aún en su mente adormecida. Aun sabiendo que todo había sido una pesadilla, casi había temido que aquel océano alucinante hubiese dejado una marca corrosiva en su carne, incluso después de despertar.

Estremecido, se apoyó sobre el lavabo. Abrió el grifo del agua fría e, inclinándose, se mojó la cara. Luego, contempló otra vez su imagen y cambió una mirada con sus propios ojos mientras musitaba para sí:

– ¿Qué diablos habrá sido eso?

Capítulo 24

Candy merodeaba.

El sector oriental de la finca de los Pollard descendía hacia un desfiladero. Las paredes eran abruptas, compuestas en su mayor parte de tierra seca y suelta, cruzada en algunos lugares por venas de esquisto rosa y gris. Sólo las raíces expansivas de una vegetación desértica y resistente, chaparros, hierba de la pampa y mezquites diseminados, impedían que las lluvias intensas erosionaran las vertientes. Algunos eucaliptos, laureles y melaleucas crecían en las paredes del desfiladero, y allá donde el suelo era lo bastante espacioso las melaleucas y los robles californianos hundían profundamente sus raíces en la tierra, a lo largo de la riera. Aquella riera era sólo una cuenca seca, pero se desbordaba durante las grandes lluvias.

Ágil y silencioso a pesar de su tamaño, Candy siguió el desfiladero en dirección este subiendo hacia arriba hasta alcanzar una cañada confluyente, cuyas paredes eran demasiado angostas para ser denominadas desfiladero. Luego, se volvió hacia el norte. El terreno continuó ascendiendo aunque no tan pendiente como antes. Paredes cortadas a pico se cernieron sobre él, y en algunos lugares el paso se estrechó hasta medir sólo unos sesenta centímetros. En las bocas de algunos de esos estrangulamientos se acumulaban ramas de espino secas arrastradas por el viento hasta el barranco, que arañaban a Candy cuando se abría paso entre ellas.

Sin el más leve retazo de luna, la noche era extremadamente oscura en el fondo de aquella hendidura, pero él raras veces tropezaba y no vacilaba ni un instante. Sus facultades no incluían la visión sobrenatural; así que estaba tan ciego como cualquier otro ante aquella negrura. Sin embargo, incluso en la más negra de las noches él sabía cuándo se le interponía un obstáculo, presentía el contorno del terreno con tal precisión que podía avanzar confiado y pisando firme. Ignoraba cómo le servía ese sexto sentido y no hacía nada para activarlo; sencillamente, tenía una percepción misteriosa de la relación existente entre él y sus alrededores, conocía su posición en todo momento y, a semejanza de los malabaristas sobre la cuerda floja pero con los ojos vendados, podía avanzar con aplomo por un cable tenso sobre las caras boquiabiertas de un público circense.

Ese era otro don conferido por su madre.

Todos sus retoños habían recibido un don. Pero las facultades de Candy superaban con mucho a las de Violet, Verbina y Frank.

El angosto paso se abrió a otro desfiladero, y Candy se volvió otra vez hacia el este siguiendo una riera rocosa, apresurándose más a medida que crecía su necesidad. Aunque cada vez más espaciadas, las casas seguían colgadas arriba, al borde del desfiladero; sus brillantes ventanas distaban demasiado para iluminar el terreno que se extendía a sus pies, pero él miraba nostálgico hacia arriba porque en aquellas casas estaba la sangre que necesitaba. Dios le había dado el gusto por la sangre, había hecho de él un depredador y, por tanto, Dios era responsable de lo que hiciera: así se lo había explicado su madre hacía mucho tiempo. Dios le quería selectivo en su matanza; pero cuando Candy era incapaz de reprimirse la culpa definitiva correspondía a Dios, porque Él había instalado la sed de sangre en Candy pero no le había provisto con la fortaleza necesaria para controlarla.

A semejanza de todos los depredadores, Candy tenía por misión entresacar del rebaño a los débiles y a los enfermos. En su caso, los miembros moralmente degenerados del rebaño humano fueron las presas indicadas: ladrones y embusteros, estafadores y adúlteros. Por desgracia, él no siempre reconocía a los pecadores cuando los veía ante sí. El cumplimiento de su misión había sido mucho más fácil cuando su madre vivía, porque ella le encontraba sin dificultad las almas inmundas.

Aquella noche, iba a esforzarse todo lo posible por limitarse a matar animales silvestres. El sacrificio de personas, sobre todo cerca de casa, era arriesgado; le exponía a atraer la atención de la Policía. Sólo podía aventurarse a matar vecinos cuando éstos hubiesen ofendido de algún modo a la familia y, por tanto, no tuvieran ningún derecho a seguir viviendo.

Si no lograse satisfacer su necesidad con animales iría a cualquier otra parte y mataría personas. Su madre, allá arriba en el cielo, se encolerizaría con él y quedaría decepcionada por su falta de control, pero Dios no podría culparle. Al fin y al cabo, él era como lo había hecho Dios.

Dejando atrás las luces de la última casa, Candy se adentró en un bosquecillo de melaleucas. Los fuertes vientos diurnos se habían agotado entre las altas colinas y escurrido por los desfiladeros hasta alcanzar el mar; ahora, el aire parecía absolutamente estático. Plantas trepadoras colgaban de las ramas de las melaleucas y cada una de las hojas largas y afiladas permanecía inmóvil.

Sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Los árboles parecían plateados a la luz tenue de las estrellas y sus trepadoras cayendo en cascada contribuían a darle la ilusión de que estaba rodeado por una catarata silenciosa. Podía distinguir incluso los jirones de corteza que se enroscaban apartándose de troncos y ramas en el perpetuo proceso de muda que daba una belleza única a esta especie.

No consiguió ver presa alguna.

Ni pudo oír el movimiento furtivo de vida silvestre en la maleza. Sin embargo, sabía que muchas pequeñas criaturas de sangre caliente se ocultaban en madrigueras y nidos secretos, en montones de hojas muertas y nichos recónditos de las rocas. Esa mera evocación avivó su hambre hasta enloquecerlo.

Extendió los brazos ante sí, las palmas hacia fuera, los dedos abiertos. Sus manos irradiaron una luz azulada, el tono pálido del zafiro, tenue como el resplandor de un cuarto creciente, que duró, quizá, un segundo. Las hojas temblaron y la escasa hierba se agitó; luego, todo recobró la quietud que reclamaba la lobreguez del desfiladero.